"Para vivir seguros y lo mejor posible, los hombres tuvieron que unir necesariamente sus esfuerzos. Hicieron, pues, que el derecho a todas las cosas que cada uno tenía por naturaleza, lo poseyeran todos colectivamente (...). El derecho de dicha sociedad se llama democracia; ésta se define, pues, la asociación general de los hombres que posee colegialmente el supremo derecho a todo lo que se puede".
(Spinoza, 1670).
Hablar de derechos, entendidos como las facultades que tenemos las personas para actuar en la vida como seres con dignidad, es algo que se corresponde en sentido estricto con los últimos siglos de la historia. Cuando en el siglo XVII tuvo lugar la guerra civil en Inglaterra, que acabó definitivamente con la monarquía absolutista, se hizo en nombre de unas garantías legales que permitieran a las personas defenderse de los abusos de autoridad de unos monarcas que concentraban y ejercían arbitrariamente el poder en nombre de una supuesta delegación de origen divino. Algunos pensadores, como fue el caso de Locke, teorizaron para dar consistencia a una forma nueva de establecer las relaciones políticas entre las personas, basadas en la consideración de que al nacer disponíamos de unas facultades, a las que denominaron derechos naturales, tales como el de elección de gobernantes, rebelión contra la tiranía, igualdad ante la ley, libertad religiosa, propiedad, etc. Sin embargo, la Bill of Rigths de 1688 de Inglaterra, que estableció en sus 13 puntos las bases de una nueva concepción política, tuvo una plasmación práctica perversa al reducir de hecho el catálogo de derechos a una minoría, la nobleza y la burguesía, que eran quienes tenían el derecho (de hecho, privilegio) a votar.
En el siglo XVIII la labor de los pensadores ilustrados, en su mayoría franceses, contribuyó a desarrollar, divulgar y dar cuerpo a unas ideas que ponían su acento en el hombre y los derechos que le asistían. La lucha por la independencia de las colonias inglesas de América del Norte contra su metrópoli se hizo invocando a uno de los derechos proclamados un siglo atrás en Inglaterra, el de rebelión contra la tiranía, una vez que el parlamento se negó a reconocer las peticiones hechas desde las colonias por sus portavoces. La Declaración de Derechos de 1776 del estado de Virginia marcó un hito en el reconocimiento legal y formal de los derechos individuales, influyendo sobre las declaraciones de otros estados de América del Norte y trece años después sobre la que adquirió mayor resonancia en su tiempo, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa de 1789. En su conjunto proclamaron de una manera rotunda y clara cuáles eran los derechos que se tenían al nacer, resumidos en el lema universal de "Libertad, Igualdad y Fraternidad". A partir de este momento y a lo largo del siglo XIX se puede decir que la marea liberal fue acabando con los regímenes absolutistas y dando lugar a la elaboración de constituciones en los distintos países que recogieron con mayor o menor amplitud derechos individuales. La plasmación práctica de esos derechos y las normativas que los desarrollaron, nos obstante, tuvo sus limitaciones, hasta el punto que, por ejemplo, en EE.UU. quedó inicialmente fuera de ese reconocimiento la población afroamericana e indígena, que el derecho al voto fuera restringido al principio a una minoría o que en todos los casos las mujeres carecieron de derechos políticos como el del voto y se vieron discriminadas en la adquisición de otros derechos civiles (matrimonio, divorcio, herencia, educación, etc.), supeditadas o en favor de los varones. En este mismo siglo, bajo la presión de amplios sectores sociales, en especial la clase obrera, fueron reconociéndose con el tiempo otros derechos, como el de asociación, reunión, manifestación y en menor medida el de huelga. El sufragio universal masculino, reconocido efímeramente en Francia en 1793, empezó a ser una realidad en la segunda mitad del XIX y en el caso de las mujeres Nueva Zelanda inauguró en 1893 el lento goteo del reconocimiento del voto.
Llegados al siglo XX, en medio de una vorágine de violencia y, por qué no decirlo, de la mayor violación sistemática y numérica de los derechos de las personas (sólo las muertes relacionadas con las dos guerras mundiales se aproximan a los cien millones), las reivindicaciones en torno a los derechos de las personas cobran una nueva dimensión. Guerras imperialistas, explotación colonial, persecuciones políticas, genocidios, etc. se inscriben en la larga nómina de la barbarie humana cometida entre y contra personas. Si la revolución rusa dio paso al reconocimiento formal de derechos sociales hasta el momento no tenidos en cuenta (descanso, vacaciones, enfermedad, educación, sanidad, etc.) o de la igualdad entre varones y mujeres, no podemos quedarnos callados ante la horrenda violación de los derechos más elementales que tuvo lugar especialmente durante el periodo staliniano y que dio con millones de personas en las cárceles, los campos de concentración o la muerte. A ello ha de sumarse, durante el periodo de Entreguerras (1918-1939), los regímenes fascistas de Alemania (donde se llevó a cabo un experimento racista que acabó con la vida de millones de personas, judías en su mayoría) e Italia, las dictaduras de una buena parte de los países europeos, el dominio y explotación de las potencias europeas sobre sus colonias asiáticas y africanas, el control económico de EE.UU. sobre Centroamérica, la carencia de derechos sociales de la poblacion trabajadora de todos los países, incluidos los más avanzados.
La dimensión trágica que alcanzó la segunda guerra mundial, donde hubo alrededor de sesenta millones de muertes, a las que habría que añadir los millones de personas heridas, desplazadas, menores huérfanos, enfermedades, hambre o destrucción material, caló profundamente en la mente de mucha gente. Nunca se había llegado tan lejos en el horror y la conciencia de ese horror y es en este contexto cuando, tras la formación en 1945 de la ONU como organismo internacional mediador de los conflictos entre países y fomentador de la paz, se elaboró la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en fecha de 10 de diciembre de 1948. En sus 30 artículos se establecieron unas bases de relaciones humanas que por sí mismas servirían para dignificar a los habitantes de la Tierra, recogiendo derechos políticos, sociales, económicos, de menores, mujeres y mayores, o de los pueblos. Es cierto que el grado de cumplimiento, lejos de esperanzar, podría ser motivo de desilusión si no fuera porque las personas, individual o colectivamente, en su afán de sobrevivencia y de mejorarse luchan constantemente. Si no, no se entendería, y volviendo a los ejemplos, el desafío que las madres de la plaza de Mayo argentinas hicieron al poder militar para denunciar la desaparición de sus hijos e hijas; el empeño de mujeres como la guatemalteca Rigoberta Menchú por defender a la población indígena; la resistencia pacífica de Gandhi frente al dominio colonial británico en la India o de la birmana San Suu Kyi frente al gobierno de su país; la paciencia de Nelson Mandela en la cárcel sudafricanas por oponerse a la segregación racial; o, por no irnos muy lejos, la resistencia y lucha que amplios sectores de nuestro país mantuvieron durante los cuarenta años de dictadura franquista en defensa de la libertad.
En la declaración de 1948 faltan cosas, nuevas realidades, el reflejo de una conciencia en evolución más sensible con la naturaleza, con el respeto a nuevas formas de relaciones interpersonales, de opción sexual, de muerte digna..., pero no sobra nada. Queda, ante todo, desarrollarla y cumplirla.
(1998)