Con Los refugios de la memoria (Madrid, Papeles Mínimos, 2018) estamos ante una obra valiente y llena de sinceridad. En una narración entre vibrante y pausada, aunque pueda parecer un oximoron, su autor pone al descubierto su vida, cercana ya a los 70 años. Y todo ello teniendo en cuenta un momento decisivo: la mañana del 18 de enero de 1972, cuando fue arrojado esposado desde una ventana del tercer piso de la comisaria de Valladolid. Horas antes había sido objeto de torturas y a partir de ese momento... "sé lo que implica estar muerto (pasé una semana inconsciente, seis meses sin poder moverme en la cama, una año más caminando con muletas y dos años en prisión) y lo que esa experiencia ha significado en mi escritura y en mi vida". Reproduciendo unas declaraciones suyas en la prensa, ha dejado escrito en el libro: "Me tiraron porque pensaban que me habían matado. Pero lo curioso fue que no solo no me habían matado sino que tampoco me mataron cuando me tiraron".
José Luis Cancho era por entonces militante del Partido Comunista de España (internacional), antecesor del Partido del Trabajo de España. Estudiaba Magisterio, si bien porque, sin saber qué estudiar, así se lo indicaron desde el partido. Pese a tener sólo veinte años de edad, ya llevaba tras de sí cuatro vividos intensamente: con 16, tras abandonar sus estudios de bachillerato, viajó por varios países europeos, sobreviviendo a base de trabajos esporádicos. Cuando retomó los estudios, se incorporó a la lucha política, primero, efímeramente, en el PCE y luego en el PCE (i). A la intensidad de la vida diaria como militante se le unieron varias detenciones, que, como nos cuenta, hicieron que en ocasiones las viera como un contraste positivo: "Añoraba la quietud y silencio de la celda".
Recuerdo su caso, dada mi proximidad al partido y su grupo juvenil -la Joven Guardia Roja, al que perteneció y donde con 17 años acabé militando también. La fotografía publicada en Mundo Obrero Rojo, el periódico del partido, en la que aparecía con su cabeza alambrada y escayolada, sus gafas de pasta y el puño de su mano derecha levantado. El procesamiento por el Tribunal de Orden Público en 1974, que abrió una ola de solidaridad y protestas por todas las universidades, llegando incluso a clausurarse por las propias autoridades académicas la de Valladolid. También recuerdo, de años más tarde, la sensación extraña que tuve cuando supe que había acabado abandonando el partido.
Y no es que a partir de entonces todo cambiara para él bruscamente, sino que fue un episodio más de una vida que desde los 16 años fue tomando sucesivos cambios bruscos. Desligado de la lucha política y acabados sus estudios de Magisterio, decidió abandonar su ciudad y se dirigió al País Vasco, donde se centró en la docencia, pero sin vocación, lo que le llevó años después a abandonarla. Se sentía por ello como un mal maestro, sin habilidades para poner orden en el aula. Destinado a la isla de La Gomera, al día siguiente de su llegada decidió renunciar a la plaza y a la profesión: "Lo único que en ese momento me angustiaba era empezar un nuevo curso. Lo único que de verdad anhelaba era alejarme para siempre del mundo de la escuela".
Viajó durante años por América Latina, en parte buscando ciertos orígenes familiares en Perú y con el sueño de navegar por su cuenta desde Ecuador hasta las islas Galápagos, cosa que no consiguió por imposible. En Panamá lo recibieron con un intento de robo. Anduvo por las sendas que recorría la contra nicaragüense en la frontera con Costa Rica. Se emocionó en el desierto de Atacama cuando un día amaneció con el suelo cubierto de florecillas. Atravesó los Andes desde Chile a Argentina. "En Bolivia viajé sobre el techo de los trenes".
Y llegó el momento de volver a parar, esta vez para dedicarse a lo que desde hacía tiempo que le obsesionaba e intentó en varias ocasiones: la escritura. "La opción de escribir no parecía en mi caso que fuese una elección vocacional, sino más bien una elección a la que había llegado por descarte de otros posibles caminos". Y consiguió, así, crear varias novelas -la primera, tardía, a los 47 años-, en cada una de las cuales (El viajero junto al mar, Grietas, Indicios, Lento proceso) ha ido dejando constancia de las etapas de su vida.
Nos confiesa que sólo se fía de su memoria. Tiene recuerdos de mucha gente, en los que no faltan dos personas de las que nunca más supo que fue de ellas, pero que fueron fundamentales en el momento más dramático de su vida: el policía -el "gris", como decíamos por el color de su uniforme- que testificó a su favor cuando fue lanzado al vacío; y el preso condenado por asesinato que le cuidó con ternura los seis meses de estancia en la enfermería de la cárcel. "¿Qué habrá sido de aquel policía amante de la verdad? ¿Pudo sobrevivir a aquel mundo sombrío?", se pregunta del primero. "Para mí sólo era un viejo. Un viejo asesino que no sabía nada del mundo exterior. Ni siquiera me despedí de él cuando me pusieron en libertad. Hoy conservo su imagen como la representación más pura de la abnegación y de la entrega", confiesa del segundo.
Estamos, pues, ante una "especie de autorretrato fragmentario", escrito por una persona que, en las palabras con las que termina el libro, tiene "temperamento de vagabundo". ¡Y cómo lo parece! Dice que desde joven dejó de ir por las peluquerías.