La Serranía de Ronda es un lugar bello. Sus pueblos parecen, a lo lejos, lunares blancos intercalados sobre un tapiz verde. Pese a lo recóndito donde están situados, sus gentes siguen recogiendo el testigo de un largo recorrido en el tiempo. Hay huellas muy lejanas: algunas son de épocas prehistóricas, también las hay fenicias, más aún se conservan las romanas y, ante todo, son las árabe-andalusíes las que han prestado la fisonomía principal que hoy vemos. Lo que vino después son aderezos de lo que desde finales del siglo XV se fueron introduciendo tras la conquista castellano-cristiana, en un mestizaje de lo que se iba imponiendo y de lo que se camuflaba como morisco.
Cambiaron, así, los símbolos de poder y aparecieron nuevas formas de aprovechamiento de lo que la tierra ofrece: siguieron los alcornoques y su corcho; se fueron las moreras y su seda; llegaron los castaños con sus tostones y los viñedos con sus caldos... Transposiciones, en suma, de lo que tenía unas fuertes raíces ancladas en siglos de adaptarse a la naturaleza.
Estos días estamos recorriendo varios de sus pueblos. Estamos morando en Jubrique. Hemos pisado ayer las rocas de blancura calcárea del canuto de la Sierra de Utrera y también las calles de Gaucín, Banarrabá y Genalguacil. También. Hoy hemos estado en Júzcar, Alpandeire, Benadalid y Benalauría. Todo son paisajes imponentes y cielos que cambian de humor, amenazando con coladas de lluvia, un subir y bajar por calles empinadas, olores que embelesan...
En Genalguacil me he quedado sorprendido. Por sus esculturas, las más, pinturas murales, cerámicas y hasta telas que se reparten por doquier en calles, plazas y jardines. Obras de artistas que han prestado sus obras para embellecer paredes y rincones. Para dotar el espacio de formas y colores en un apoteosis de belleza. Una síntesis de la cultura popular y del arte de la academia.
Por una de las calles, sobre el suelo empedrado, había una placa de bronce en la que podía leerse: Es-cultura. Mejor definido, imposible.