miércoles, 25 de noviembre de 2015

Arabia Saudita, gendarme fundamentalista de las potencias occidentales

Arabia Saudita es un estado asiático. Forma parte de la región del Oriente Medio, ocupando la mayor parte de la península homónima. Su posición de centralidad, entre el mar Rojo y el golfo Pérsico, le confiere una gran importancia geoestratégica. Es extenso, con una superficie de dos millones de kilómetros cuadrados, si bien de escasa densidad de población, pese a tener en torno a los treinta millones de habitantes, debido a estar ocupado prácticamente en su totalidad por un desierto. Su subsuelo, sin embargo, alberga grandes cantidades de reservas de hidrocarburos, lo que permite ser el primer productor de petróleo en bruto del mundo. Desde el punto de vista religioso sobresale por tener las dos principales sedes del mundo islámico: La Meca, centro de peregrinación de los millones de musulmanes y musulmanas que anualmente cumplen con uno de sus preceptos religiosos, y Medina. Sus gobernantes han adquirido en las últimas décadas por ello un papel simbólico primordial entre la población musulmana.

Más allá del primer estado árabe unificado que fundó Mahoma a principios del siglo VII, la península Arábiga pronto perdió importancia política a medida que el mundo islámico se fue expandiendo hacia oriente y occidente. Que las capitales de los dos grandes califatos entre los siglos VII y XI fueran
Damasco, primero, y Bagdad, después, prueba el papel al que fueron relegadas La Meca y Medina. Esta situación continuó desde el siglo XI con el inicio de la hegemonía turca, primero de la dinastía selyúcida y luego de la otomana, que a mediados del siglo XV acabó desplazando el centro de gravedad político del mundo islámico hacia Estambul. 


Hasta bien entrado el siglo XX la península Arábiga fue un territorio inestable políticamente, con fronteras cambiantes y muy poco definidas, según el grado de control que el imperio turco otomano conseguía, a veces con la ayuda de otros estados dependientes de la zona. Un momento importante fue cuando en la segunda mitad del siglo XVIII se instaló en torno a la ciudad de Riad la dinastía Saudí, siendo Mohamed iben Saud su primer monarca. Y clave fue también su alianza con el líder religioso Mohamed iben Al Wahab, vinculado a la corriente islamista del salafismo, que propugnaba una interpretación rigorista del islam suní. El wahabismo se convirtió desde entonces en un componente primordial en la práctica política de los gobernantes saudíes.   


La intervención británica en los territorios del imperio turco a lo largo del siglo XIX y principios del XX trajo consigo la consolidación de la dinastía Saudí en la región de Riad y, ya en 1932, la formación de Arabia Saudita. Desde ese momento el nuevo estado se convirtió en uno de los pilares de las injerencias de las potencias occidentales en la región y el principal entre los países árabes. Durante los años de la Guerra Fría Arabia Saudita aportaba a EEUU dos cosas: el suministro de recursos petrolíferos y el papel de estado gendarme, cuya ortodoxia religiosa hacia de contrapunto al creciente desarrollo de los nuevos estado laicos y socializantes que fueron surgiendo y que tendieron, además, a ser aliados de la URSS. 


En los años ochenta Arabia Saudita intensificó su influencia en la región y en sus aledaños. Tras el triunfo en 1979 de la revolución islámica en Irán, se ha convertido en su contrapunto político, aderezado por la rivalidad religiosa suní y chii entre ambos países. Participó activamente en la financiación de combatientes musulmanes en Afganistán, donde el apoyo por la URSS a su régimen laico y socializante acabaría teniendo graves consecuencias para la superpotencia oriental. A la vez Arabia Saudita ha ido aumentado la financiación de grupos islamistas en numerosos países, ofreciendo servicios sociales de carácter caritativo a los sectores sociales más vulnerables y, a la vez, llevando a cabo un adoctrinamiento religioso desde la óptica wahabista. Las crisis que, por distintas causas, fueron conociendo los regímenes laicos y socializantes se convirtieron en un caldo de cultivo propicio para que esos grupos fueran ganando terreno político y social. 


Resulta evidente que existe una gran contradicción en el apoyo estratégico que EEUU y sus aliados occidentales ofrecen a Arabia Saudita, algo que en los últimos años resulta cada vez más visible. De entrada se trata de un estado fuertemente autoritario, dominado por una oligarquía que tiene en su cúspide una familia que controla todos los resortes del poder en alianza con las autoridades religiosas.
 Dispone de elementos anclados en tradiciones violentas de otras épocas, lo que en la mente occidental resulta muy chocante. Hay una permanente violación de los derechos humanos, con una marginación total de las mujeres, sometidas a la autoridad patriarcal, carentes de derechos, relegadas al hogar e invisibilizadas en los espacios públicos. Existe una clara separación racial entre la población árabe, a su vez estratificada, y la población inmigrante, que aporta la principal mano de obra en las actividades productivas y de servicios, una buena parte de la cual sufre condiciones de esclavitud. 

Su posición de aliado preferencial conlleva un tratamiento de cliente también preferencial. Son cuantiosas las ventas de armamento, hasta el punto de ser el principal comprador mundial. Otro tanto ocurre con las inversiones de las empresas privadas en la construcción de obras públicas de toda índole.  

Pese a ello, en el lenguaje al uso de los medios diplomáticos y de comunicación este estado, como también ocurre con sus vecinos árabes del golfo Pérsico, es denominado como una monarquía, sin que se les aplique una calificación acorde con su naturaleza política. Algo que, por el contrario, no ocurre con otros países, cuyos regímenes son tildados con frecuencia como tiranías o dictaduras, y ocasiones, como ocurrió con el Irak de Sadam Hussein, equiparados al nacionalsocialismo alemán. 
         
Aun con ello, Arabia Saudita está actuando motu propio en una doble dirección internacional: interviniendo militarmente de una forma directa en otros estados, como en los casos de Barein y Yemen, donde está sofocando revueltas populares contra sus gobernantes; y financiando a grupos de diversa índole que están hostigando a los regímenes enemigos de las potencias occidentales y en ocasiones contribuyendo a su derrocamiento. Estos grupos pueden actuar con métodos políticos y electorales, como hacen las distintas versiones de los Hermanos Musulmanes; o propiamente armados, como ocurrió en Afganistán en los años ochenta y noventa, o, más recientemente, con el caso de Al Qaeda o el ISIS. El problema es que estos grupos, dada su complejidad en el carácter y composición, actúan con frecuencia contra los intereses occidentales, habiendo protagonizado acciones espectaculares que han calado profundamente en la opinión pública. La última, los atentados de París.