Acabo de leer El cuaderno de Maya, el penúltimo
libro de Isabel Allende. Lo he hecho de un tirón y rápidamente –con perdón, en
tres días. Me ha gustado en cierta medida. No tanto por la trama en sí y las
situaciones inverosímiles que aparecen, frecuentes en tantas narraciones, como
por los paisajes humanos y geográficos que trazados. Reconozco que Chile es
para mí una debilidad y el libro está lleno de sus gentes. Entre ellas, las que
han ido dejando sus rastros por distintos países del mundo, después que el
golpe de 1973 y la dictadura que le siguió enviara a medio país al exilio, la
muerte, la cárcel o el silencio.
La familia de Maya Vidal, la joven que protagoniza el relato, es una muestra de lo que supuso el trasiego por el mundo de quienes pudieron huir del horror. Nacida en el mismo país que urdió lo que acabó siendo el drama colectivo chileno, los años de su vida que ocupan lo central del relato pueden representar lo que son dos caras de la condición humana en los momentos difíciles de la vida, esto es, la capacidad que tenemos para hundirnos o recuperarnos. De vivir y sobrevivir. Y el telón de fondo de la historia, las vivencias de una familia que tuvo que salir de su país tras la desaparición del marido/padre; su paso, primero, por Canadá y, después, por EEUU, donde nació la protagonista; y, por fin, el regreso precipitado y de incógnito de ésta a Chile. Como epicentros, dos pequeños territorios o, si se quiere, repúblicas independientes: Berkeley y Chiloé. El primero acabó siendo el estadío estable de la familia y el segundo fue años después para Maya un refugio, verbigracia de su Nini. En los dos casos, lugares de acogida huyendo de dos de los tantos golpetazos que genera el sistema dominante: contra los proyectos colectivos de esperanza y contra quienes caen en las cloacas. En medio una pléyade de personajes reales y mitológicos, con violadores, narcotraficantes, putas, drogadictos, policías corruptos, traucas, caleuches, brujas, torturadores, amores pasajeros, constelaciones, curas...
La familia de Maya Vidal, la joven que protagoniza el relato, es una muestra de lo que supuso el trasiego por el mundo de quienes pudieron huir del horror. Nacida en el mismo país que urdió lo que acabó siendo el drama colectivo chileno, los años de su vida que ocupan lo central del relato pueden representar lo que son dos caras de la condición humana en los momentos difíciles de la vida, esto es, la capacidad que tenemos para hundirnos o recuperarnos. De vivir y sobrevivir. Y el telón de fondo de la historia, las vivencias de una familia que tuvo que salir de su país tras la desaparición del marido/padre; su paso, primero, por Canadá y, después, por EEUU, donde nació la protagonista; y, por fin, el regreso precipitado y de incógnito de ésta a Chile. Como epicentros, dos pequeños territorios o, si se quiere, repúblicas independientes: Berkeley y Chiloé. El primero acabó siendo el estadío estable de la familia y el segundo fue años después para Maya un refugio, verbigracia de su Nini. En los dos casos, lugares de acogida huyendo de dos de los tantos golpetazos que genera el sistema dominante: contra los proyectos colectivos de esperanza y contra quienes caen en las cloacas. En medio una pléyade de personajes reales y mitológicos, con violadores, narcotraficantes, putas, drogadictos, policías corruptos, traucas, caleuches, brujas, torturadores, amores pasajeros, constelaciones, curas...
Isabel Allende nos ofrece una visión del mundo donde existe la posibilidad
permanente de sobrevivir. Pero delimita dos caminos: el de las grandes colectividades
y el de los pequeños grupos. Habla sin nostalgia de la oportunidad perdida en
1973, que relega al mundo del pasado, como un eco que debe mantenerse en la
memoria y, como mucho, ser motivo de estudio por gente como Manuel. Se queda, ante
todo y al hilo de la trama, con su Nini, que ha guardado las placas, y su Popo,
de quien conserva su pipa. Por eso para Maya “la igualdad y el socialismo me
parecen ordinarios”. Al fin y al cabo, acabar con eso fue lo que motivó el principio
de la historia que nos cuenta la autora. El signo de los tiempos.
("Chiloé", fotografía de Carles Cerulla)