Publicado en www.rebelion.org el 20 de enero de 2005. En el mes siguiente la revista El Catoblepas publicó otra versión del artículo, algo más extensa y, si se quiere, pulida. En esta entrada he optado por publicar la original, pudiendo acceder a la otra a a través del enlace citado.
Cuando la gente joven estudia acerca de las formas de poder y, más concretamente, sobre la forma en que los regímenes liberales y democráticos organizan el poder, lo más frecuente es recurrir a la teoría de la soberanía popular, planteada por Rousseau y aplicada en EEUU y en Francia a finales del siglo XVIII, y a la de los tres poderes de Montesquieu. Sin entrar en otro tipo de consideraciones, sobre quiénes ejercen realmente el poder, la gente joven aprende que en dichos regímenes el poder emana de la colectividad de personas (nación, pueblo) y que los poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) se reparten en diversas instituciones como una forma de buscar un equilibrio entre ellos. De esta manera, los parlamentos, representantes de la voluntad general, se hacen cargo del poder legislativo; los gobiernos, a los que se les da compartir la iniciativa legislativa, se encargan de ejecutar las leyes; y los jueces y tribunales actúan en la vigilancia de su cumplimiento.
Si a esta gente joven se le pusiera como ejemplo de análisis la constitución europea con arreglo a estos criterios se volvería loca, porque no le cuadraría las cosas. ¿Acaso el Parlamento Europeo representa la voluntad general, pese a ser elegido por sufragio universal? ¿acaso decide sobre las cuestiones importantes, pese a ser el único órgano electivo? ¿acaso tiene iniciativa legislativa, pese a denominarse parlamento? Sin embargo, tenemos que quien ejerce las directrices generales son los jefes de estado o de gobierno de los estados, que forman el Consejo Europeo; que quien tiene la iniciativa legislativa en exclusiva es
Está claro que no existe una correspondencia entre el papel que se le da a la ciudadanía para elegir al Parlamento y las competencias que éste tiene, en todo momento secundarias y en favor de los órganos no electivos. Se podría argüir que, por ejemplo, en el caso del Consejo Europeo y del Consejo de Ministros, representan a los gobiernos de cada estado. Sin embargo, como tales, son sólo refrendados en sus estados respectivos por los parlamentos. Por otra parte, si lo que se quiere es una Unión Europea formada por delegaciones de estados, ¿qué pinta entonces un Parlamento electivo?
Y es que esto último es lo que realmente ocurre, es decir,
Dentro de este engranaje, se aplica el principio poco democrático de que la mejor manera de controlar toda esta estructura no es dándole más poder a la ciudadanía, sino dejándola en manos de los estados o, mejor, de los gobiernos centrales de cada estado. Porque, además, los otros ámbitos de organización política y de identidad, como son las regiones (algunas o bastantes, deseosas de tener mayor presencia y más activa) y los municipios, quedan relegados a un papel irrelevante, en el primero de los casos, y de meros espectadores, en el segundo.
¿Qué naturaleza tiene esta constitución europea? Democrática, no.