Las décadas de los 70 y los 80 fueron de una gran convulsión política en América Central. Una región que fue teatro de operaciones que venía de lejos, de décadas atrás, y que se expresó en un doble plano. En el interno, con oligarquías gobernantes explotadoras y sangrientas enfrentadas a fuertes movimientos populares que se expresaron en algunos países, entre otras formas, mediante guerrillas. En el plano externo se dio la pugna propia de la Guerra Fría, con el imperio estadounidense protegiendo y armando a los gobiernos militares, y la URSS, a través de Cuba, ayudando a los movimientos populares y guerrilleros. La lucha fue feroz y la violación de los derechos humanos, el pan nuestro de cada día. La impunidad de los ejércitos y los escuadrones de la muerte fue terrorífica. Sobre todo desde que Ronald Reagan alcanzó la presidencia. En esos años acaparó la atención en mayor medida la revolución triunfante en Nicaragua, que abrió enormes esperanzas durante una década. También, en menor medida, El Salvador, donde el movimiento guerrillero unificado puso en jaque a los diversos gobiernos militares instalados en el país. Guatemala dispuso también de un potente movimiento popular y guerrillero, pero sin que llegara al nivel alcanzado en los otros dos países. La represión que sufrió, sin embargo, fue aún más dura.
Ya en los 50 fue conocida la intervención de los marines estadounidenses para acabar con la presidencia efímera del Jacobo Arbenz, cuyo pecado fue pretender una reforma agraria y la mejora de las condiciones de vida de los sectores populares. Los años siguientes fueron de gobiernos oligárquicos y sumisos a EEUU, casi siempre militares. En los 80 estuvieron los generales Lucas García, Ríos Montt o Mejía Víctores. Sus hojas de servicios revelaron lo enormemente eficaces que fueron a la hora de extirpar "el cáncer marxista", como les gustaba decir. Verdaderas operaciones quirúrgicas que arrasaron las aldeas donde vivía la población campesina, a la que acusaban de ser cómplice de las guerrillas. Una represión que adquirió un carácter especial, al verse involucrada directamente y en un grado elevado la población indígena de tradición maya. Y también por hacer de las mujeres sujeto de represión a través de violaciones masivas. Los datos resultan aterradores: decenas de miles de personas asesinadas y desaparecidas.
En 1980 pudimos ver por televisión un suceso espeluznante, cuando la embajada española en la capital, San Salvador, fue asaltada por las fuerzas de seguridad para acabar con la ocupación de representantes de movimientos populares, que querían llamar la atención a la opinión pública internacional por la violación permanente de los derechos humanos en su país. El resultado fue de casi 40 personas vilmente asesinadas, incluido personal diplomático español, llegando a estar en peligro la vida del propio embajador. Una de las víctimas fue el padre de la que años después fue nombrada Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú.
Ayer la Corte Suprema de Justicia guatemalteca condenó a Efraín Rios Montt a 50 años de prisión por genocidio y a otros 30 por delitos de lesa humanidad. Durante su corto mandato, entre 1982 y 1983, batió todas las marcas de represión. Sin embargo, hasta hace poco logro rehuir de la justicia gracias a la inmunidad parlamentaria.
La sentencia ha dado lugar a una gran satisfacción en el país e internacionalmente. Menchú ha declarado que supone una reparación no sólo para las víctimas y sus familiares, sino para el conjunto del pueblo guatemalteco y dentro de él, el pueblo maya.