Es la tarde. Desde esta ventana estoy divisando el horizonte de naturaleza que poco a poco va desapareciendo. Aquí, al lado, las acacias, los negrillos y los ailantos; al fondo, junto al río, los chopos; y más allá, ascendiendo por los Montalvos, no llego a distinguir los árboles. La tierra seca, amarilla, ayer surcada por los surcos del arado, hoy está baldía por el paso del tiempo y va cediendo su lugar a los bloques de ladrillos rojos que poco a poco levantan. Un horizonte austero es el que diviso, que con el tiempo se va transformado. Un horizonte tejido de antenas que se levantan y entrecruzan, formando una malla de metales y ondas.
Las ramas de las acacias, los negrillos y los ailantos, que se mueven guiadas por el viento, me llevan a un pasado inocente...
-Gallo, gallina, gallo, gallina, gallo…
Y las voces, los gritos, los balones, los escondites, los daos, el pico-zorro-zaina, el dólar, la rueda del tío Repique, los guardias y ladrones, los platillos, las bolas, los clavos… Todo va quedando en el recuerdo. Una infancia verdadera, que fue vida, vida alegre y espontánea.
Hoy me conformo con estos niños que oigo gritar y veo jugar cada día.
(5-9-1980)