El felipismo, entendido como una forma de hacer política que coadyuvó a la consolidación de España dentro del sistema occidental, capitalista en lo económico y atlantista en lo militar, se sigue resistiendo.
En su momento supuso un paso adelante en la modernización de la estructura socioeconómica heredada del régimen franquista, muy rezagada en lo relativo al estado de bienestar y el modelo tributario. También dio un paso adelante en la presencia de España en las instituciones internacionales occidentales, ratificando la recién entrada en la OTAN aprobada por UCD e incorporándola a la entonces Comunidad Europea. Fue el principal pilar político en la legitimación de la monarquía, alejándola de su identificación con la derecha tradicional y creando eso que vino a llamarse como juancarlismo. Empezó a dar los primeros pasos hacia el modelo neoliberal, como limitaciones en el acceso a las pensiones, precarización en el empleo o privatización de empresas públicas, en la línea de lo que se denominó por entonces social-liberalismo. Siguió concediendo, aumentándolos, privilegios a la Iglesia Católica en materia de educación o tributos. En el combate contra la lucha armada de ETA, como ya hicieron los gobiernos anteriores desde la Transición, actuó dentro de los parámetros de la guerra sucia. No le faltó su vinculación a prácticas de corrupción, bien para la financiación del partido o bien para el aprovechamiento personal.
Ese cúmulo de factores fueron creando contradicciones internas en el seno del PSOE, con una fractura entre el oficialismo felipista y lo que pretendía ser la rebeldía del guerrismo. A la vez, en el exterior del espacio político, fue perdiendo apoyos electorales. Por su derecha, desde un PP reconvertido, con pretensiones de desprenderse de lo más rancio de su pasado y aderezado de una promesa de regeneración política. Y por su izquierda, desde una IU, que tenía a Julio Anguita a la cabeza, que combatía los excesos del neoliberalismo, el atlantismo, la guerra sucia y la corrupción.
Si entre 1993 y 1996 el felipismo consiguió salir a flote gracias a un triunfo electoral ajustado y el inmediato pacto con la derecha nacionalista catalana y vasca, la derrota de 1996 le resultó amarga. El combate electoral fue duro, campaña del dóberman incluida. Lo que vino después fueron ocho años de travesía en el desierto, con un líder retirado, y serias dificultades por encontrar otro líder, que fuera sólido y capaz de recuperar el terreno perdido.
Curiosamente, los dos que llegaron a la jefatura del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez, lo hicieron en el primer momento con el apoyo del núcleo del felipismo y quien fuera su líder. Curiosamente, una vez en el gobierno, se vieron criticados, a veces muy duramente, por ese núcleo, cada vez más envejecido en quienes fueron sus cabezas, pero con residuos importantes en el ámbito de las baronías territoriales.
En la actualidad las críticas desde lo que va quedando del felipismo están siendo cada vez más exacerbadas. A la batería de ataques de los González, Guerra, Ibarra, Corcuera, Leguina, etc. se une lo que están lanzando Díaz, Lambán, García Page o Fernández Vara. No les gusta la presencia de Unidas Podemos en el gobierno, ni las medidas sociales que se están tomando, ni los apoyos de EH-Bildu y ERC a los presupuestos... Preferirían un gobierno de la derecha o de una gran coalición a la alemana, sin la presencia y/o el apoyo de la izquierda que está más allá del PSOE.
Quienes vieron un dóberman en 1996, cuando todavía no había dado señales de su ferocidad, con el paso de los años han convertido a la figura política de ese momento, José María Aznar, en su aliado, incluido todo lo que representa: coinciden en el estilo de vida, se fotografían con él y, ante todo, airean casi las mismas cosas... Monarquía, neoliberalismo, anticomunismo...
¡Ay!