Jorge Mario Bergoglio es el nuevo Papa. Ha adoptado el nombre de Francisco, que, por ser el primero, añade el número romano I. Pertenece a la antaño muy influyente Compañía de Jesús, hoy -al menos hasta ahora- oscurecida por otros grupos de carácter muy conservador, como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, el movimiento neocatecumenal o Comunión y Liberación. Que no sea italiano ya no es una sorpresa, después del paso del polaco Karol Wojtyla y el alemán Joseph Ratzinger, pero sí lo es que provenga del continente americano y más concretamente, de un país del cono sur.
Supe de él hace uno años, siendo arzobispo de Buenos Aires, a través del libro El silencio (2005, Buenos Aires, Editorial Sudamericana), escrito por el periodista argentino Horacio Verbitsky, que en el subtítulo puso el nombre del actual Papa: De Paulo VI a Bergoglio. Las relaciones secretas de la Iglesia con la ESMA. ¿De qué va el libro y qué tiene que ver con este personaje? En la contraportada puede leerse lo siguiente: "Las relaciones secretas que este libro revela después de casi tres décadas de silencio incluyen la seducción que el almirante Massera ejercía sobre Paulo VI; el doble juego del ahora cardenal primado, Jorge Bergoglio; y la colaboración del nuncio Pío Laghi y del secretario del vicariato castrense". En las páginas centrales se describen distintas situaciones vividas por varias personas ligadas a la Iglesia, dos de ellas sacerdotes jesuitas, que fueron secuestradas y sometidas a torturas. Y en ellas se encuentra Bergoglio, por entonces provincial de la Compañía, del que no queda claro el papel que jugó. Para algunas de esas personas, su actuación no fue limpia. En todo caso queda la sombra de la duda.
De lo que no hay duda es que la jerarquía eclesiástica argentina se mantuvo junto a la dictadura y que públicamente no alzó la voz contra las acciones que llevaron a la muerte y desaparición de varias decenas de miles de personas. El propio Bergoglio tampoco alzó su voz, aunque él ha defendido que ayudó a liberar, entre otra gente, a los sacerdotes jesuitas detenidos.
Horacio Vervitsky sabe mucho de él. Ha investigado mucho más de lo que en el libro El silencio aparece. Desde ayer se van publicando artículos suyos en el periódico Página 12 dedicados al nuevo Papa (hoy pueden verse en la red: "Bergoglio y su relación con la dictadura", "Un ersatz"...). Y no hay duda de la dimensión política del personaje: siempre vinculado a grupos conservadores, como la Guardia de Hierro peronista de los años 70 o, más recientemente, al dirigente peronista y expresidente Eduardo Duhalde; nada crítico con la dictadura; y enfrentado al matrimonio Kirchner, al que ha acusado sucesivamente -primero, Néstor; y luego, Cristina- de fomentar la confrontación política.
Resulta sorprendente el discurso que realiza este tipo de jerarcas de la Iglesia. Hablan mucho de la lucha contra pobreza y contra las injusticias sociales. Y para ello proponen como alternativa las obras de caridad. A la vez son muy beligerantes con determinados aspectos de la vida civil que se reivindican convertirlos en derechos reconocidos, como el divorcio, el aborto o el matrimonio homosexual. Se han mantenido sumisos frente a los gobernantes que han reprimido con dureza a sus pueblos o que han llevado a cabo políticas económicas que han sumido o ahondado en la pobreza a amplios sectores de la población. Sin embargo, no les ha temblado ni el pulso ni la voz a la hora de lanzar tremendas diatribas contra gobernantes que intentan mejorar las condiciones de vida de la gente -a costa, eso sí, de quienes más tienen- o satisfacer las reivindicaciones civiles.
Me temo que el nuevo Francisco I haya sido elegido para cumplir un objetivo concreto, de una manera similar a lo que ocurrió a finales de los 70 cuando fue elegido Wojtila. Si éste, como Juan Pablo II, sirvió de gran utilidad para dinamitar desde dentro al bloque oriental, el actual Papa puede serlo para, de momento, horadar el movimiento liberador que en el continente lleva más de una década buscando un camino alternativo al sistema dominante. Se trata de jerarcas sumisos a la gente poderosa, aun cuando ésta sea de lo más horrendo, con una sensibilidad social de postín y con un verbo que, sin rubor, se dedica a fustigar a quienes molestan.
Francisco I no es un hombre de la Iglesia de la gente pobre y de esa gente católica tan numerosa en América Latina que se alinea con movimientos populares que aúnan sus creencias religiosas con la liberación social. Lo es de la Iglesia de la gente rica. De esa que, al decir de un texto evangélico, lo tiene muy difícil para entrar en el reino de los cielos.