Según una encuesta de El País, publicada en la edición digital de hoy, el 66% se mostrado favorable a la afirmación "el país necesita con urgencia una reforma laboral profunda", mientras que el 29% lo rechaza. Ayer me referí a la ola conservadora en que vivimos que se está expresando en la orientación del voto y en la reacción social ante las medidas que desde 2010 se están tomando. Primero, por el gobierno del PSOE, y ahora por el del PP, que, como ya advirtió la vicepresidenta en enero, era "sólo el principio". Lo que el viernes aprobaron supone varias vueltas de tuerca más. Lamentablemente la desesperación de mucha gente, sobre todo si el paro le afecta directamente o en su entorno familiar, lleva a preferir trabajar a cualquier precio. Hay quienes, por otro lado, creen que los que se está haciendo son medidas racionales que van a estimular la economía. Piensan dentro de los cánones de la ideología neoliberal de que falta más libertad económica y sobra regulación tanto del estado como de los sindicatos.
Las últimas medidas del gobierno no dejan lugar a dudas sobre su carácter y sus intenciones. En cierta medida son más de lo mismo. Es decir, abaratamiento del despido, mayor facilidad para hacerlo, reducción de salarios, bonificaciones a las empresas... Pero no sólo. Tienen una mayor intensidad, pero, ante todo, afecta a uno de los pilares del modelo de relaciones laborales extendido desde 1945: el de la negociación colectiva. Esto supone dejar vacíos los acuerdos laborales que trascienden el marco de cada empresa. Es una medida de profundo calado que afecta, aparentemente, sólo a los sindicatos. Resalto entre comas lo de aparentemente, porque parece como si los sindicatos fueran entes extraños al cuerpo social que representan.
Vayámonos al pasado no muy lejano. La llegada al gobierno de Margaret Thatcher en 1979 y Ronald Reagan en 1980 dio lugar, entre tantas otras cosas, a un ataque frontal, sin precedentes, contra los sindicatos hasta destruirlos de hecho. Fue especialmente duro en el Reino Unido, donde gozaban de una gran implantación e influencia. También lo fue cualitativamente en EEUU. Porque el resultado fue eliminar de cuajo a un instrumento de organización y de presión que permitió una sustancial mejora de las condiciones de vida de las personas asalariadas. De la clase obrera ante todo, porque fue estuvo en el corazón de su creación y desarrollo desde el siglo XIX, pero también de otros sectores sociales.
Los sindicatos jugaron un papel importante en la conformación del modelo social creado desde 1945 en los países occidentales que dio lugar a lo que se denominó estado de bienestar. Fue la puesta en práctica de las tesis de Keynes, de ahí que se hablara del modelo keynesiano. Al acceso a derechos antes no reconocidos, como la sanidad, la educación o la seguridad social, se unió un nivel de salarios que estimuló el consumo general de la mayoría de la población a unos niveles inauditos. Se basó en un contrato social donde existía un equilibrio entre los beneficios y el pago de elevados impuestos por las empresas, y la elevada productividad de la mano de obra. No obstante, conviene no caer en la mitificación del modelo, pues tuvo otros tres ingredientes básicos: uno, el recuerdo de la profunda crisis de los años treinta, que acabó en la guerra mundial, lo que abrió el camino a la intervención estatal; otro, el bajo precio de los materias primas y los recursos energéticos, con la consiguiente explotación de los países del Tercer Mundo; y, por último, la existencia de un campo antagónico con el que rivalizaba y que, aun con niveles de renta inferiores, estaba ofreciendo a sus poblaciones pleno empleo y derechos sociales.
La conocida crisis del petróleo de 1973 abrió las puertas a diferentes vías para resolverla, pero sobre todo sacó del armario viejas recetas del pasado, pasadas, eso sí, por el tamiz de los nuevos tiempos. Las recetas liberales defendidas por economistas como Schumpeter, Hayek o Friedman fueron dando cuerpo a programas económicos que acabaron conformando lo que se ha venido a denominar como neoliberalismo. Esto supuso de entrada menos estado y más iniciativa privada. Con ello, menos impuestos para las empresas y las rentas más altas, y menores trabas para las empresas a la hora de contratar, pagar y despedir. Ahí entró la destrucción de los sindicatos. O, como ocurrió en los países del Cono Sur americano, manu militari, mediante feroces dictaduras. No faltó la privatización total o parcial de los servicios sociales básicos, como la salud, la educación o las pensiones. Tampoco la deslocalización de las empresas, que en muchos casos fueron trasladándose a países donde los costes de producción -léase salarios, derechos sociales e impuestos- eran menores. El cierre de empresas productivas se palió con contrataciones más baratas. El resultado, menos salarios y más horas de trabajo.
Y como principal novedad, hacer de la especulación financiera la base principal del nuevo sistema. En lo que hoy se denomina financiarización, el dominio del capital financiero sobre el productivo no es sólo abrumador, sino que ha invadido todos los ámbitos de la sociedad y la vida de las personas. La compra de viviendas, la contratación de seguros de todo tipo, la inversión de los ahorros, la refinanciación de propiedades, los derivados financieros…, todo se ha visto sometido a un juego financiero controlado por bolsas, bancos, inmobiliarias y empresas de seguros. A la desregulación laboral se le unió la financiera. Se eliminaron lo que llamaban trabas legales, que calificaban de burocráticas, para facilitar la fluidez de los capitales, cuyo tráfico se extendió e intensificó por todo el mundo. Se multiplicaron, así, los paraísos fiscales. Aumentó el poder de los bancos centrales, independientes del poder político y sin control ciudadano.
Se prometió felicidad y se creó la ilusión de poder alcanzarla entre quienes todavía no la habían conseguido. Margaret Thatcher lo llamó capitalismo popular, porque creó la idea y el sueño de que todo el mundo podía ser propietario. De lo que fuera: vivienda, acciones, cuentas corrientes... La fiebre especuladora aumentó muchos patrimonios familiares y su consumo de bienes y servicio. En algunos casos, espectacularmente. La gente rica se hizo más rica. Las clases medias aumentaron en número. Eran, o así lo creyeron, la mayoría, con unas perspectivas de vida suficientes para mantener la ilusión. Si no se tenía dinero, no importaba, porque el dinero fluía rápido y barato en forma de préstamos de todo tipo. Mientras los salarios fueron disminuyendo, ese aumento del consumo se palió mediante el endeudamiento. Donde se fue más lejos, como EEUU -o el laboratorio neoliberal de Chile- se privatizó casi todo. La gente acabó hipotecada por su vivienda, pagando un seguro médico, abriendo una cuenta de ahorro o pidiendo un préstamo para los estudios universitarios, pagando un plan de jubilación, pidiendo préstamos para los coches o los viejes… Tantas cosas que acabaron convirtiéndose en una trampa para la mayoría. Para la clase media, como gusta decir y creerse en EEUU. La misma que, ganando menos y endeudándose más, tuvo que trabajar más horas a la semana, perder días vacaciones, derechos laborales... La misma gente que en Europa occidental, más protegida todavía, ve mermada poco a poco sus derechos, tiene que soportar nuevas formas de contratación (temporales, por horas…) o ve cóomo se reducen los salarios reales.
Y como principal novedad, hacer de la especulación financiera la base principal del nuevo sistema. En lo que hoy se denomina financiarización, el dominio del capital financiero sobre el productivo no es sólo abrumador, sino que ha invadido todos los ámbitos de la sociedad y la vida de las personas. La compra de viviendas, la contratación de seguros de todo tipo, la inversión de los ahorros, la refinanciación de propiedades, los derivados financieros…, todo se ha visto sometido a un juego financiero controlado por bolsas, bancos, inmobiliarias y empresas de seguros. A la desregulación laboral se le unió la financiera. Se eliminaron lo que llamaban trabas legales, que calificaban de burocráticas, para facilitar la fluidez de los capitales, cuyo tráfico se extendió e intensificó por todo el mundo. Se multiplicaron, así, los paraísos fiscales. Aumentó el poder de los bancos centrales, independientes del poder político y sin control ciudadano.
Se prometió felicidad y se creó la ilusión de poder alcanzarla entre quienes todavía no la habían conseguido. Margaret Thatcher lo llamó capitalismo popular, porque creó la idea y el sueño de que todo el mundo podía ser propietario. De lo que fuera: vivienda, acciones, cuentas corrientes... La fiebre especuladora aumentó muchos patrimonios familiares y su consumo de bienes y servicio. En algunos casos, espectacularmente. La gente rica se hizo más rica. Las clases medias aumentaron en número. Eran, o así lo creyeron, la mayoría, con unas perspectivas de vida suficientes para mantener la ilusión. Si no se tenía dinero, no importaba, porque el dinero fluía rápido y barato en forma de préstamos de todo tipo. Mientras los salarios fueron disminuyendo, ese aumento del consumo se palió mediante el endeudamiento. Donde se fue más lejos, como EEUU -o el laboratorio neoliberal de Chile- se privatizó casi todo. La gente acabó hipotecada por su vivienda, pagando un seguro médico, abriendo una cuenta de ahorro o pidiendo un préstamo para los estudios universitarios, pagando un plan de jubilación, pidiendo préstamos para los coches o los viejes… Tantas cosas que acabaron convirtiéndose en una trampa para la mayoría. Para la clase media, como gusta decir y creerse en EEUU. La misma que, ganando menos y endeudándose más, tuvo que trabajar más horas a la semana, perder días vacaciones, derechos laborales... La misma gente que en Europa occidental, más protegida todavía, ve mermada poco a poco sus derechos, tiene que soportar nuevas formas de contratación (temporales, por horas…) o ve cóomo se reducen los salarios reales.
Lo que estalló hace cinco años ya lo sabemos. La burbuja financiera ha estallado y se está llevando por encima a los sectores sociales más vulnerables. El paro, los desahucios, la pérdida de ahorros, la mendicidad o el aumento espectacular de los comedores públicos, cuando no de la miseria, es lo más llamativo. Algo vemos por las calles y la televisión. Para mucha gente, por su culpa, porque, se dice, no supieron medir lo que pedían prestado, por inútiles... La misma reacción de siempre. Pura insolidaridad y, sobre todo, pura ceguera. Sabemos más de quienes se han enriquecido desmesuradamente estos años y lo que siguen haciendo aun en tiempos de crisis. De quienes siguen recibiendo sueldazos, beneficios, indemninaciones, bonus y demás prebendas. Son quienes tienen la responsabilidad. Se trata de los gestores políticos y financieros instalados en los gobiernos, los parlamentos, las instituciones económicas internacionales, los bancos centrales o las grandes empresas. De quienes gobiernan y votan en los parlamentos medidas contra la gente. De quienes actúan a su sombra. Es la gente culpable de todo lo este desaguisado.
Pero como si nada.