En la introducción de una entrevista a Pilar del Río, publicada hoy en el diario digital La Marea, Olivia Carballar mencionaba -y recomendaba su lectura- el cuento de José Saramago titulado La flor más grande del mundo (Madrid, Alfaguara, 2001). Lo leí hace unos años, con el gusto con que he ido leyendo poco a poco la obra casi completa del escritor portugués. Y como se trata de un cuento muy corto, me ha costado muy poco volverlo a releer.
Llama la atención esta experiencia única en el mundo de la literatura infantil, cuando el resto de sus escritos se ha caracterizado por la gran densidad narrativa que ha desplegado. Ahora, por ejemplo, estoy leyendo Viaje a Portugal (Madrid, Unidad Editoral, 1999), un libro en el que existe una profusión de lugares y en los que Saramago va describiendo detalladamente sus gentes, paisajes, edificios, obras de arte, ruinas o anécdotas.
El cuento comienza con un acto de humildad: "Las historias para niños deben escribirse con palabras muy sencillas, porque los niños, al ser pequeños, saben pocas palabras y no las quieren muy complicadas. Me gustaría saber escribir esas historias, pero nunca he sido capaz de aprender, y eso me da mucha pena". Y lo que le sigue es un relato muy breve, pero precioso y lleno de enseñanzas. Porque de los sueños de un niño va surgiendo una historia que nos lleva a algo que, no porque pueda parecer difícil, tiene que ser imposible. Que en ese viaje por su imaginación el niño acabase encontrándose con una flor solitaria y mustia, no le impidió que encontrara la solución para devolverle la vida que parecía irse, recobrara la alegría que necesitaba y acabara convirtiéndose en la flor más grande del mundo.
Toda una metáfora del mundo en el que vivimos y del planeta que nos ha acogido, pero al que estamos destruyendo. Porque la flor solitaria y a punto de morir no es otra cosa que nuestro planeta: agredido tan en demasía, que podría acabar con nuestra propia existencia como especie. Y porque el niño no es otra persona que la propia humanidad, haciendo válido ese dicho que reza lo de "quien quiere, puede".
No llegó a conocer Saramago una pandemia como la que estamos viviendo en la actualidad y que no está haciendo temblar. Pero sí era consciente de que las cosas no marchaban bien en medio de esa marabunta de productivismo depredador que sólo beneficia a quienes lo controlan, de consumismo derrochador que embrutece a una buena parte de la gente y de egoísmo clasista que lleva a creer que unas personas que valen más que otras.
Recomiendo leer el cuento, al que acompañan unas ilustraciones preciosas de Joao Caetano. Como también recomiendo el cortometraje realizado por Juan Pablo Etcheverry, que lleva el mismo título y que permite escucharlo con la propia voz de Saramago.