martes, 30 de enero de 2018

El comienzo de las fiestas

























Cada 8 de septiembre, durante algunos años de mi niñez, acompañé a mis progenitores a la misa que abría las fiestas dedicadas a la patrona de la ciudad, la Virgen de la Vega. Al principio nos acompañaba mi hermano más próximo en edad, hasta que se hizo algo mayor y dejó de venir. La ceremonia religiosa era muy preciada en mi casa, pues era como el punto de arranque principal de las ferias, unos días para nosotros de alegría y emoción. Por las tardes teníamos ocasión de acercarnos a los cacharritos de feria, al circo o al cine, que nos servían de amortiguador en el tránsito de las vacaciones al curso escolar, cuyas clases empezaban oficialmente el día 15.

La misa era oficiada en la Catedral Vieja por el obispo de la diócesis, que entonces era don Mauro, Mauro Rubio Repullés. En la ceremonia eucarística se rodeaba de un séquito de sacerdotes, miembros del cabildo en su mayoría, que iban ataviados con sus relucientes ropajes de casullas, estolas y manípulos con unos ornamentos cargados de fuerte simbología religiosa. En el centro, presidiendo, se situaba el obispo, que, una vez llegado al altar portando el báculo, vestía una reluciente casulla blanca de filigranas doradas e iba coronado con la mitra que sustituía en ese acto al solideo violeta propio de su rango. Frente a ellos, en las primeras filas, se situaban las autoridades de todo tipo. Las civiles y las militares. Las políticas y las sociales. Una larga lista formada por el gobernador civil y el gobernador militar, el alcalde y el presidente de la Diputación, los jefes de los cuarteles de Caballería y de Ingenieros, el jefe de la base aérea de Matacán, los jefes de la Guardia Civil, la Policía Armada y la Municipal, el Comisario jefe de Policía, el Rector de la Universidad, los presidentes de la Cámara de Comercio, de la Hermandad de Agricultores y Ganaderos, y de los diversos colegios profesionales, los delegados provinciales de los sindicatos verticales, del Frente de Juventudes y de la Sección Femenina… Todos, vestidos de gala con trajes de chaqué y uniformes, mostrando corbatas, gemelos, galones e insignias, y, en muchos casos, bigote. Los acompañaban sus esposas, también con trajes de gala y, como distinción, unas mantillas de encaje sobre sus cabezas.

Autoridades que no podían faltar en uno de los momentos señalados del año, en que era necesario hacer una demostración solemne de los poderes que, victoriosos tres décadas antes, habían sellado un pacto ventajoso e inmejorable. En ese día se escenificaba mejor que nunca, con todo su boato, la alianza de la cruz, la espada y el dinero. Como testigo, la feligresía que llenaba los bancos del templo o se apostaba de pie como mejor podía en sus naves laterales, y que asistía al oficio religioso por devoción, por conveniencia o por mera rutina.

Y allí, como espectadores privilegiados, estábamos mi hermano y yo, que íbamos con la mejor ropa que teníamos -la de domingo- en pantalón corto y estrenando calcetines. Una presencia que se debía a la iniciativa de mi madre, que seguía así la tradición heredada de su familia cuando vivía no muy lejos de la catedral. No le faltaba su disfrute de la música, que no faltaba nunca en ese acto, con el añadido de  sentir in situ la presencia de dos de sus hijas en uno de los coros de la ciudad. Una madre, en fin, devota, fiel al cumplimiento de los preceptos religiosos y en la asistencia al rito anual de la ceremonia solemne que se dedicaba a la que llamaba su Virgen.

Mi hermano disfrutaba por completo de la misa. Su devoción religiosa era tan grande, que a lo largo del año no perdía ninguna ocasión para demostrarlo. En mi caso, ocurría lo contrario. La duración del acto me parecía una eternidad, me provocaba aburrimiento y, en ocasiones, lo sufría como una tortura. Sólo el canto del himno de la Virgen de la Vega, el canto eucarístico “Beberemos la copa” y el “Aleluya” de Haendel hacían que mi estancia fuera por ratos más llevadera. Eran tres de lo cantos que interpretaba un coro de voces acompañado de un órgano y una pequeña orquesta que se formada para la ocasión.

El nombre de la Coral, como oficialmente se llamaba, lo pronunciábamos con el orgullo de tener dos hermanas que aportaban sus modestas, pero necesarias, voces. Una, la de tiple segunda, y la otra, la de contralto. Le gustaba decir a mi hermano con cierta maldad que eran de las del “chum-chum la-la-la”, para diferenciarlas del papel más relevante de las tiples primeras, donde destacaban ante todo las voces de las dos Pepitas, la Iñigo y la Albarrán, que se repartían los solos. Y yo, también malvado, le acompañaba con una risita cómplice.
  
No recuerdo cuándo se cantaba el himno dedicado a la Virgen, quizás lo fuera al final, no lo sé, pero sí mantengo el eco de su melodía y algunos pasajes de sus versos. Como el arranque tenue a base de voces femeninas: “Abre, madre, tus brazos / al hijo que a ti llega…”. Había momentos en que todo el coro, el órgano y los instrumentos de la pequeña orquesta resonaban con más fuerza en el amplio espacio del templo románico. Las bóvedas -ya de crucería- de su nave central y la espectacular cúpula semiesférica elevada desde el crucero con la ayuda de cuatro pechinas y un cimborrio acogían un sonido que si no me parecía salido del mismo cielo, al menos me sacaba de la antesala del sopor para llenarme de emoción.  

En ocasiones, para evitar derrumbarme entre canto y canto, paliaba la situación mirando el ábside del templo. Buscando la imagen, casi imperceptibles para mí, de la escultura de madera bronceada -hierática, por románica-, dedicada a la virgen que era motivo de celebración. Pero, ante todo, curioseando el grandioso fresco del Juicio Final que Nicolás Delli, llamado el Florentino, había pintado en el siglo XV sobre el cascarón del ábside. Un fresco que se superponía sobre el retablo donde se multiplicaban las escenas de la Biblia que el mismo artista y dos de sus hermanos plasmaron en tablas enmarcadas con molduras de motivos góticos.

Y hacia ese cascarón miraba yo con la curiosidad de un niño al que no le habían dejado de contar en casa y en la escuela lo habido y por haber sobre el cielo y el infierno. El fresco se mostraba ante mí como la ocasión ideal para poder imaginarme cuál podía ser mi paradero futuro según hubiera obrado en la vida. Una escenificación del bien y del mal, presentados frente a frente. A la diestra de Jesús, que era mi siniestra, estaban quienes se salvaban. Y a su siniestra, mi diestra, quienes se condenaban.

Mi mirada apenas se fijaba en ese juez severo y gesticulante que, situado en la parte superior y central, emitía su veredicto rodeado de su corte de ángeles, mientras el Bautista y la Virgen, en posición orante, testimoniaban su autoridad. Más atención yo prestaba al tropel de ánimas benditas que con los brazos levantados y las manos unidas iban ataviadas con unas túnicas blancas y pulcras, mostrando el agradecimiento por el premio de la salvación. Pero donde mi mirada y mi atención se centraban era en los cuerpos desnudos que, situados en la parte derecha de la pintura, iban saliendo de sus tumbas y acababan siendo devorados por un gran monstruo con dientes espinosos, paladar rojo y cabeza verde, como rotunda representación del Diablo. Una atención, la mía, que quizás fuera morbosa, pues no dejaba de ser una forma de presenciar lo prohibido. La contemplación de cuerpos desnudos, casi asexuados, que el catecismo nos señalaba como uno de los enemigos de la humanidad, esto es, la carne, el mundo –de los que nunca supe a qué se referirían- y el demonio.

Me he preguntado muchas veces el porqué de esa mayor atención hacia lo escabroso del infierno en vez de centrarme en la dulzura del cielo. Por qué me fijaba más en los rostros aterrorizados de quienes caminaban hacia el abismo en vez de preferir el gozo de quienes habían alcanzado el reino de la felicidad eterna. Hace unos años pude contemplar en Padova los frescos que Giotto pintó para la capilla Strovegni. Allí se encuentra representada otra escena del cielo y del infierno. Más clasista, eso sí, pues estaba erigida, con una finalidad entre expiatoria y purificadora, para salvar al padre pecador, un rico comerciante de esa ciudad italiana. Es un tema recurrente en el mundo del arte, por lo que parece seguro que existe una clara intencionalidad de buscar un efecto. Desde siglos, durante casi dos milenios, la Iglesia ha ido inculcando a generaciones y generaciones una conciencia moral para hacer del miedo uno de los pilares del control de nuestras vidas, presentando el premio final, pero a la vez resaltando la advertencia amenazante del mal. Y en la mente del niño que yo era desde luego que surtió el efecto suficiente para creérmelo y para temer que me pudiera ocurrir.

Pasado el ecuador de la liturgia y llegado ya el momento de la eucaristía, la letanía del canto “Beberemos la copa” me elevaba de nuevo el ánimo. Hoy me parece una melodía un tanto simplona, plana y de ritmo cansino, con la repetición constante de un “Amén, Aleluya” como coletilla en cada estrofa. Puede que fuera esa sencillez, que la hacía más pegadiza, la que me atrajera más y, quizás también, por coincidir con el movimiento de gentes que a ritmo procesional se acercaban en busca de la comunión que administraban el obispo y sus sacerdotes. Era, en fin, el momento en que se rompía para mí la monotonía y el paso lento del tiempo. Ese “Amén, Aleluya” lo prefería, en todo caso, al majestuoso “Aleluya” de Haendel, cuya mayor riqueza compositiva y armónica me parecía estridente. Para mi madre y mi hermano, sin embargo, era el canto preferido. “Hijo, dónde vas a ir parar. Es mucho más solemne y más bonito. Fíjate en las voces y en la orquesta cómo resuenan. Emociona mucho más”, me decía mi madre. “Pues a mí, no. Me gusta más el ‘Amén-Aleluyá’”, le contestaba.   

Acabada la misa, por fin, a la salida del templo me esperaba la alegría y el paseo por las calles entre el bullicio de la gente. Era el momento de poder ver a las charras, ataviados con sus vestidos espectaculares de lentejuelas de colores y sus pañuelos blancos sobre la cabeza, y a los charros, con sus trajes negros y austeros de chaqueta corta y sus gorros alados y cónicos en el centro. Bailaban con las castañuelas al ritmo de la gaita y el tamboril, ofreciendo un espectáculo de música, color y movimiento.

Era también el momento de poder ver a los gigantes y al inmenso Gargantúa que se apostaban en la Plaza Mayor. Y, cómo no, poder ver a los temibles cabezudos. Hacerlo junto a mi padre, mi madre y mi hermano me daba seguridad, aunque no acababa de perder el miedo. Otra cosa era verlos con mis amigos. ¡Ay, los cabezudos! ¡El terror que me invadía cuando en el barrio oía a lo lejos el sonido atávico del tamborilero que anunciaba su llegada con el ritmo monótono que no cesaba! Los cabezudos el Padre Lucas y la Lechera, a quienes cantábamos eso de “que venden leche por cuatro perras”. O el Negrito y la Bruja, los que creía más terribles, que se dedicaban a arrear a diestro y siniestro con sus varas a la chiquillería.

Al cabo de unos años, todavía niño, dejé de tenerles miedo. Fue el día que me atreví a ir solo con ellos y echando carreras para evitar los palos. Ya adolescente dejé de tener miedo al infierno y sus demonios y al poco, sin embargo, empezó otro. Éste, sí, de carne y hueso. Provenía de las autoridades civiles y militares de la ciudad. Las mismas con las que habíamos coincidido mi hermano y yo en la misa en honor de la patrona de la ciudad. Ya no corría delante de los cabezudos, sino de los uniformados de color gris y porra en la mano que ya no jugaban en broma, sino en serio. Fue un tiempo de miedo. O de miedos.

No mucho más tarde fueron cambiando las caras y las formas de las autoridades, y a la vez, el color de los uniformes. Supe también que el Padre Lucas era en realidad una deformación puritana del Padre Putas, el mayordomo principal de la casa de la mancebía que hubo en mi ciudad siglos atrás. Y que la Lechera era, por así decirlo, la puta principal. En el tiempo de mi niñez, en vez de la casa de la mancebía, había, sí, un Barrio Chino lleno de casas y putas para todas las clases. Unas, para los hombres que se decían de bien y que por allí aparecían; y las más, para el resto de la clientela. Quién sabe, pero quizás en consonancia con la distribución de las almas que se hacía en el cielo y en el infierno. En la capilla Strovegni así se ve, no hay duda. En la Catedral Vieja de mi ciudad, puede que no. ¿O sí? Qué más da. A mí ya se me pasó ese miedo atávico que me había atrapado cuando era niño.    

domingo, 28 de enero de 2018

Lucha de aguas
























Hablaba por teléfono el otro día con mi hermana Chari. Y salió a relucir una fotografía que hice en el verano pasado durante uno de mis paseos por la playa. Es la que aparece en esta entrada. Me dijo que, cuando se la envié, le habían llamado la atención las figuras en forma de rombo que aparecían. Algo que le resultaba desconocido. Lo mismo que le comentó una amiga. Fueron varias las fotos que tengo de ese día con esas  figuras formadas en el mar. Como le dije, es el efecto de la lucha de dos aguas diferentes. Dos fuerzas que pugnan por abrirse un hueco en el espacio donde buscan la calma. Una, la del agua dulce del río, cuya corriente la empuja para descargarla sobre el mar. La otra, la del agua del mar, cuya marea, en plena expansión, intenta adentrarse en el estuario con que se abre el río en su tramo final. El agua del río que se desplaza en su último aliento chocando contra el oleaje que empuja el viento de levante. Eso es lo que explica las figuras romboidales. Todo un espectáculo geométrico construido por la naturaleza.   

jueves, 25 de enero de 2018

"¡Váyase, señor Rajoy!

Cada día tenemos que contemplar y sufrir el espectáculo mediático vergonzoso que están protagonizando un partido -el PP-, un gobierno -del PP- y unos personajes vinculados a ambos. En su cúspide, como presidente del partido y jefe de gobierno, se encuentra la misma persona: Mariano Rajoy. 

Ayer pudimos verlo y escucharlo en la entrevista en la cadena de radio Onda Cero. Y el resultado fue patético. Fue todo un compendio de su dimensión política. Llegó a añadir una más a su larga lista de sandeces, esta vez cuando, preguntado sobre la brecha salarial entre varones y mujeres, salió con un "no nos metamos en eso". Estamos, pues, ante una  figura que en la actualidad sólo es sustentada, amén de los apoyos electorales que sigue recibiendo -en retroceso, eso sí-, por los  impagables favores que le han brindado algunos partidos, en especial Ciudadanos y el PSOE. 

Voy a decirlo categóricamente: debe dimitir. Por muchas cosas. Por la corrupción, que es lo que está de actualidad, por supuesto. Por mentiroso, ya que no ha parado de mentir al menos desde que asumió la dirección de su partido. Por inepto, porque lo que se desprende de sus declaraciones es una reiterada alusión al "no lo sabía", "no tengo por qué saberlo todo", "es responsabilidad de quienes lo han hecho", "se trata de una minoría", "ya no están en el partido"... 

Y por encima de todo, por ser el principal responsable, como jefe de gobierno, de las medidas que sus gobiernos han tomado desde 2011: precarizando el empleo, empobreciendo a parte de la sociedad, rescatando las entidades financieras y grandes empresas, enriqueciendo más a quienes más tienen, reduciendo el gasto público en sanidad y educación, vaciando la caja de las pensiones, atacando a las libertades civiles, manipulando el poder judicial, favoreciendo aún más a la Iglesia Católica, obstaculizando la llegada de las personas inmigrantes, negando la solidaridad a las refugiadas, negándose al diálogo con las autoridades de Catalunya... 

Son ejemplos que me han venido de improviso, pero seguro que me faltan más. Son motivos más que suficientes para desacreditar al personaje. Por ello puede recuperarse la frase que acuñó en su día su antecesor en la dirección del partido, cuando lanzaba aquello de "¡Váyase, señor González!". Ahora correspondería decir: ¡Váyase, señor Rajoy!

miércoles, 24 de enero de 2018

En memoria de las víctimas de la calle de Atocha y del fascismo


He encontrado entre mis papeles un escrito breve que surgió con el impacto emocional de la matanza de Atocha, ocurrida en Madrid un día como día de hace 41 años. Estaba dedicado a los cinco antifascistas, militantes de CCOO y del PCE, que fueron asesinados vilmente por pistoleros fascistas, pero también, por extensión, a todas las víctimas habidas durante la dictadura franquista. 

Aquellos hombres que cayeron luchando por un ideal que conseguir, que fueron víctimas de una realidad injusta, estarán para siempre en el corazón del pueblo, jamás serán olvidados, su recuerdo perdurará a lo largo de los siglos como semilla de libertad, que se extenderá hasta el último rincón de la Tierra.

(Enero de 1977).

(Imagen: monumento A los abogados laboralistas de Atocha, basado en la pintura El abrazo, de Juan Genovés).

"A derradeira leccion do mestre", de Castelao, y la memoria de la represión del fascismo





































Tengo entre los momentos más impactantes del cine los finales de la película La lengua de las mariposas, de José Luis Cuerda. Basada en el relato homónimo de Manuel Rivas, recrea la situación vivida en cualquier lugar de Galicia o de España donde triunfó el golpe militar de 1936. En el relato de Rivas, ilustrada en la detención del maestro del pueblo y los insultos proferidos incluso por quienes habían sido sus amigos o, como el niño protagonista, conocieron de su bonhomía, se expresa con estas palabras: "Cuando los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrieron detrás, tirando piedras". 



Lo que vino después para muchas de esas personas detenidas fue la muerte. La misma que sufrió Alexandre Bóveda, un economista gallego, republicano y galleguista, que fue apresado a los pocos días del golpe militar y ejecutado. Otro republicano y galleguista relevante, Emilio Castelao, que destacó en el mundo de la cultura como escritor y como artista, dibujó una estampa que tituló "A derradeira leccion do mestre" ("La última lección del maestro"), incluida dentro de su libro de dibujos Galicia mártir, editado en 1937. Ya instalado en Buenos Aires, donde se refugió como exiliado, realizó una versión de la estampa en forma de pintura al óleo, con motivo del noveno aniversario del asesinato de Bóveda. 



La imagen que se observa tanto en la estampa como en el cuadro es la de
una persona muerta sobre el suelo que está acompañada de dos niños, dentro de un paisaje nebuloso y casi desierto en el que sólo sobresalen al fondo las siluetas oscuras de dos árboles secos. Las diferencias cromáticas entre ambas versiones atañen, en el caso del cuadro, a unas tonalidades algo más remarcadas. Siempre, reflejando una atmósfera de desolación total. 



Se ha llegado a equiparar el cuadro en cuanto a su valor simbólico al "Guernica" de Picasso, en este caso dentro del ámbito gallego. Su valor artístico, en todo caso, debe ser tenido en cuenta dentro del conjunto de la obra artística del propio Castelao y, por supuesto, insertada en el contexto en que surgió. Desligar el arte de la realidad en que se desarrolla, es desconocer la dimensión que artistas y obras tienen. Nada se escapa a los contextos en que actúan, independientemente de las intencionalidades que tengan quienes realizan las obras o de las formas que adquieran éstas. 

En el caso que nos ocupa, la obra de Castelao forma parte de toda una generación  que vivió en un momento de gran trascendencia en nuestra historia, tanto la gallega, en particular, como la española, en general. Por supuesto, pero también la historia mundial. La dimensión universal de determinadas obras hace que su significado pueda ser reconocido en cualquier parte del mundo. Eso ocurre con el "Guernica" de Picasso, pero puede servir también para "A derradeira leccion do mestre" de Castelao. Porque el mundo gallego, tan disperso a lo ancho de numerosos países, en especial los latinoamericanos, su universalidad está presente. Suponen ambas obras la manifestación de la crudeza del fascismo, dominante durante esos años en Europa. Y si seguimos la respuesta que se dice que dio el artista malagueño a la pregunta de un oficial nazi sobre su cuadro, "es lo que han hecho ustedes". 

Existen algunas diferencias entre los cuadros y una de ellas, la sustancial, se encuentra en el destino que tuco el fascismo. Mientras Hitler acabó sucumbiendo, en España Franco resultó vencedor. Y su sombra sigue siendo alargada, incluyendo a Galicia de una manera especial. Y en este sentido recuperar y mantener la memoria de lo ocurrido resulta necesaria y obligatoria.  

Desde el primer momento el cuadro ha estado expuesto en la capital argentina, siendo el Centro de Galicia la institución que lo ha acogido. En la actualidad, ante la posibilidad de que dicho Centro acabe desapareciendo, ha surgido la incertidumbre sobre su destino. Estos días los medios de comunicación han recogido la noticia de una probable próxima presencia temporal en Santiago de Compostela, dentro de una exposición dedicada Castelao prevista para finales de año.  

Bienvenido sea este evento y también, si se hace realidad, la llegada de "A derradeira leccion do mestre".     



(Imágenes: busto de Alexandre Bóveda, de Alfonso Vilar, ubicado en Pontevedra; y estampa y óleo, respectivamente, de "A derradeira leccion do mestre", de Emilio Castelao)

martes, 23 de enero de 2018

Rajoy y los fantasmas del AVE

Ayer se inauguró el AVE Madrid-Castellón. Y al acto acudió, entre otras autoridades locales y autonómicas y centrales, Mariano Rajoy. Amigo de los eventos que prometen votos -faltaría más- y enemigo de contestar preguntas sobre las cosas feas que ocurren en su partido -faltaría menos-, acudió raudo a la cita.  

La provincia septentrional valenciana es -o ha sido, quizás-, uno de los paraísos del PP. Fue el primer lugar escogido por José María Aznar para el veraneo cuando inició su andadura de jefe de gobierno. Donde la fiebre del ladrillo alcanzó cotas entre escandalosas y ruinosas. La tierra de Carlos Fabra, que parecía el sempiterno presidente de la Diputación hasta que fue mandado a chirona por tener las manos largas. Sí, el del célebre aeropuerto sin aviones, el mismo que le preguntaba a su nieto eso de "¿te gusta el aeropuerto del abuelo?". También, la tierra de Alberto Fabra, el sustituto de Francisco Camps al frente de la Generalitat valenciana, mencionado el otro día en el juicio del caso Gürtel por su relación con la financiación del PP cuando era alcalde de la capital de la provincia. En fin, sin salirnos de la comunidad autónoma, nada diferente en lo esencial de lo que ocurría en las otras dos provincias hermanas. 

Ayer, sin embargo, Castellón saltó a la actualidad no sólo por susodicha inauguración. Como si de fantasmas se tratasen, a la noticia se le unieron tres anécdotas. La primera, que el AVE, prodigio de la rapidez, llegó con 20 minutos de retraso. Y no fue por un pinchazo, aunque el hecho pueda parecerlo. La segunda anécdota consistió en la invitación cursada a Rita Barberá. Si no fuera porque falleció hace casi un año y, además, porque en 2015 dejó de ser alcaldesa de la capital vecina, podría parecer normal que fuera convocada a la cita. Y hubo hasta una tercera, que en este caso tuvo como protagonista al propio Rajoy. Y es que en su discurso, se refirió al número de personas que viajaban en lo recién inaugurado, pero que denominó, a modo de lapsus, como un avión. 

¡Vaya tres fantasmas! El de un pasado, en cierta medida lejano y que parecía olvidado, de los crónicos retrasos de los trenes españoles; el de un personaje que lo fue todo en el partido hasta que acabó siendo una apestada entre su gente; y el del célebre aeropuerto, al que Rajoy llenó de pasajeros, quizás en una especie de traición de su subconsciente.      

¡Ave, María Purísima!

domingo, 21 de enero de 2018

Compañero de habitación, intelectual reconocido en la otra parte de Europa










































La verdad es que ha sido una sorpresa ver su fotografía a través de la red. Su cara me ha resultado perfectamente reconocible, pese a los 44 años que han pasado. Sigue manteniendo su característica perilla, que, junto a sus gafas, le dan una fisonomía propia hace tiempo entre la intelectualidad de los países del centro europeo, siendo él húngaro. 


Recuerdo muchas cosas de él. Como su cara de sorpresa cuando, de vuelta de su país tras unas breves vacaciones de invierno, me encontró alojado en su habitación, la staia 425. La residencia en Sofía donde vivíamos estudiantes de postgrado estaba formada por habitaciones dobles amplias, pero ante mi presencia debió de ver cierta intromisión en un espacio que durante un tiempo había ocupado con la ventaja de estar solo. Hubieron de pasar varias semanas hasta que, por fin, fuimos logrando entendernos mejor. El idioma era el principal obstáculo. Mi búlgaro, todavía al poco de llegar al país en un gélido enero, era prácticamente nulo, pero Yuri, como le gustaba que le llamaran, no entendía nada ni en francés, idioma con el que comunicaba con otra gente, ni en inglés.


Algunas de las situaciones vividas las conservo en imágenes fotográficas, otras han quedado reflejadas por escrito en mi diario y no han faltado unas pocas plasmadas en pequeños dibujos y pinturas. Tuvimos desavenencias, que no voy a mencionar ahora, pero de los buenos momentos destaco dos. Uno, la subida en dos ocasiones al Cherni Brej (Pico Negro), con caminatas gloriosas sobre un suelo nevado, donde la espectacularidad se unía a la belleza del paisaje. El otro, con motivo del 8 de marzo, en una velada con gente de varias nacionalidades, un momento muy agradable donde no faltaron los cantos que cada cual entonó de su país de origen.

Precisamente ayer, ojeando las cartas que conservo de aquellos años, me topé con la de Yuri. Eso me llevó a buscarlo en la red, lo que tuvo éxito pronto. Por lo que he podido averiguar, me resulta llamativo descubrir aspectos interesantes de su vida. Se trata de un personaje bastante conocido en  el mundo cultural de su país de origen, Hungría, pero también en el de su corazón, esto es, Bulgaria. Considerado como “bulgarista”, dispone de un currículum prestigioso y extenso: es experto en biblioteconomía, ha trabajado como profesor universitario en los dos países, es autor de varias obras de filología y literatura, es un reconocido traductor literario, ha sido editor de revistas y no le ha faltado sumergirse en el mundo de la poesía. 

Precisamente por esto último recibió en 2015 el que puede considerarse como el premio más importante de Hungría, el Attila Jozsef, dedicado a un célebre vate  húngaro de principios del siglo XX, conocido como el "gran poeta proletario". Nunca supe cuáles eran las opiniones políticas de Yuri, si bien mostraba interés por la actualidad de Bulgaria. Una actitud diferente, quizás prudente, de la de otro compatriota suyo, Csaba, que no me escondía sus opiniones claramente anticomunistas.     


Doce años mayor que yo, algo que se notaba cuando convivimos bajo el mismo techo, no parece que su edad actual, pasados los setenta, sea impedimento para seguir manteniendo una actividad intelectual fructífera. 


¡Quién iba a decir que después de tanto tiempo iba a reencontrarme virtualmente con él y que siga conservándose tan fresco como cuando ultimaba su tesis doctoral o subíamos por las nevadas rampas del Cherni Brej!

sábado, 20 de enero de 2018

El juicio de la Gürtel: puede que estén cantando (algo), pero suena a cachondeo

Hace unos días Rafael Correa, como cabeza del caso Gürtel, empezó a declarar cosas atrevidas en el juicio que se está celebrando. Mencionó por ello a Pablo Crespo, su segundo en la jerarquía de la trama y anteriormente alto cargo del PP gallego, como la persona que trataba directamente con la dirigencia del PP valenciano. Se veía venir, dada su mala situación procesal, como una forma de ir reduciendo penas y estar el menor tiempo posible en la cárcel. 

Eso obligó a que los otros dos capos de la trama, Pablo Crespo y Álvaro Pérez, tuvieran que cambiar de estrategia defensiva. E incluso a que por ello el juicio se suspendiera por dos días. De esa manera, de estar calladitos y sentirse, como Correa al principio, víctimas de una conjura, han pasado a cantar... hasta la Traviata, como se ha dicho en muchos medios. En efecto, Crespo señaló directamente ayer por la mañana a Ricardo Costa, antaño secretario general del PP valenciano. Y Álvarez, ya por la tarde, lo hizo con Francisco Camps, presidente de la Generalitat valenciana hasta  2011, y Juan Cotino, uno de sus vicepresidentes. De paso exculpó a Costa, de quien dijo que era un mandado de Camps.

Toda una cadena de señalamientos, donde cada acusado se va desentendiendo de la responsabilidad principal, pero que tiene un final curioso: si en la cúspide se encontraría Camps, quedaría exonerado judicialmente, pues no está imputado en la causa y, en última instancia, vería prescritos sus delitos. Magistral. 

Por eso me refiero en el titular a lo de cachondeo. Porque los juicios con este tipo de gente suelen acabar convirtiéndose en pantomimas. Gente poderosa, con enormes tentáculos en diferentes ámbitos políticos, económicos y hasta judiciales. Que dispone, porque así las han creado, de leyes hechas a su medida. Que no le faltan equipos jurídicos que se las saben todas. Que no tiene vergüenza en decir una cosa y la contraria, o en mentir con descaro. Y que al final acaba, si no saliendo casi siempre de rositas, al menos minimizando al máximo sus daños. Y por supuesto, con sus patrimonios obtenidos ilegalmente a costa de los erarios públicos, indemnes total o parcialmente. 

Este es el PP nuestro de cada día, como en Catalunya lo ha sido también la CiU suya de cada día. Estructuras de corrupción dedicadas a obtener fondos para financiar sus partidos respectivos (en burocracia, campañas electorales, sobresueldos a dirigentes, clientela...) y de permitir que se hayan enriquecido personas mediante fórmulas a cuál más inverosímil. Estructuras vinculadas al mundo de las empresas, sobre todo grandes, beneficiarias de numerosas y cuantiosas concesiones provenientes de las administraciones públicas.       

miércoles, 17 de enero de 2018

Celia Villalobos, con más cara que vergüenza

Es el PP un partido de gente caradura. Y sin ninguna vergüenza. Es responsable del mayor ataque a los derechos sociales, recortando el gasto público y precarizando el empleo. También, a los derechos civiles, mordaza incluida. Está corrompido hasta la médula, saqueando las arcas públicas para autofinanciarse, pagar sobresueldos a sus dirigentes, enchufar a amiguetes, escaquearse del pago de impuestos o permitir que se enriquezcan amantes del dinero. Y ahora nos sale Celia Villalobos -y no es la primera vez- queriéndonos dar lecciones de honradez. Creyéndose una trabajadora pertinaz, a sus 68 años se permite el lujo de decir que hay demasiada gente cobrando pensiones sin haber trabajado lo suficiente. Ella, que lleva tres décadas como cargo publico cobrando suculentos sueldos y gratificaciones. Que ha sido un modelo de buen hacer como diputada, alcaldesa, ministra, eurodiputada y vicepresidenta del Congreso, plena de sabiduría, rigurosa en sus apreciaciones. La misma que ha sido pillada in fraganti jugando una partidita con su tablet o echándose un sueñecito en los escaños del Congreso... Para qué seguir.  

martes, 16 de enero de 2018

Solidaridad con las porteadoras de las fronteras














































Me acaba de llegar un correo electrónico de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía sobre la convocatoria de una concentración a celebrar mañana por la mañana en Cádiz por la muerte de dos porteadoras marroquíes en la frontera de Marruecos con España de Ceuta. No voy a poder ir, pero me siento solidario.


El drama de esas mujeres, que cargan a sus espaldas decenas de kilogramos con diversas mercancías a cambio de unas miserables monedas, resulta llamativo. Por eso el cartel reza "Porteadoras, la injusticia a la espalda". Pero también porque las condiciones que sufren en el tránsito de un país a otro son degradantes. El trato que reciben, en un lado u otro de la frontera, está exento en la mayoría de las ocasiones de dignidad. Las humillaciones y los malos tratos de todo tipo están presentes de una forma continuada. Y la muerte ayer de dos porteadoras como consecuencia de una avalancha ilustra lo que tienen que sufrir estas mujeres.   

En 2015 publiqué en este cuaderno el artículo con el título "En torno a los discursos sobre las migraciones, el racismo y el capitalismo". Escrito cinco años antes, intentaba dar una explicación a una situación similar del caso que nos ocupa. En esa ocasión analizaba un artículo periodístico que trataba la muerte de una porteadora por aplastamiento en la frontera de Melilla. Teniendo en cuenta que las dos ciudades españolas sitas en el norte de África viven situaciones similares, considero que el contenido de mi artículo sirve para ayudar a entender lo que ha pasado ayer en Ceuta.     

lunes, 15 de enero de 2018

La decapitación de Puigdemont en el Carnaval de Cádiz

Llevaba varios días rumiando una entrada dedicada a una chirigota de Chiclana, concursante en el Teatro Falla, que ha dedicado como base de su actuación la puesta en escena de una especie de versión del "a por ellos" vivido en los días previos del referéndum catalán del pasado 1-O. La polémica se ha desatado porque incluye la petición al público de la "decapitación" de Carles Puigdemont

Mis dudas no derivaban tanto de aunar dos principios en contradicción, esto es, la defensa de la libertad de expresión y el carácter simbólicamente violento del momento final, como de la forma de reflejar mi postura. No debemos perder la idea, compartida por bastante gente, acerca de la naturaleza del carnaval, que supone la transgresión frecuente de la realidad hasta convertirla en una inversión de los valores dominantes. Traducido al román paladino, el carnaval, como ocurre con el gaditano, conlleva en la mayor parte de los casos la puesta en duda simbólica de los poderes dominantes y los valores establecidos, su ridiculización, para reírse de ellos. Se complementan  así temporalmente la tolerancia de quienes mandan y hacen sufrir, y una catarsis colectiva de quienes cotidianamente obedecen y les toca sufrir en la sociedad. Una válvula de escape colectiva, en fin, que ha perdurado por los siglos de los siglos, y que en la provincia de Cádiz, a su manera, ha alcanzado cotas de ingenio inigualables.

Pues bien, acabo de leer un artículo de Isidoro Moreno en Rebelión, "El carnaval de Cádiz y Puigdemont", que refleja magníficamente lo que pienso. Lógico, dada la sabiduría del autor, toda una eminencia en el mundo de la antropología y en otro tiempo experimentado en las lides de la política. Mejor es leer el escrito, pero no está de más referirme a dos aspectos. Parte Moreno, en primer lugar, que las fiestas populares "constituyen un importante escenario de combate simbólico e ideológico que, lamentable mente y salvo excepciones, apenas si ha sido tenido en cuenta en sus potencialidades por los sectores de izquierda, en contraste con la atención que siempre les ha concedido la derecha para imponer su interpretación sobre ellas, controlarlas y ponerlas a su servicio".

Considera también que el ejercicio de libertad de expresión "debiera tener, en este y cualquier otro contexto, una cierta autocontención sobre todo cuando el tema refiera a relaciones de poder y a derechos humanos". Añadiendo algo después que en "el conflicto entre Catalunya (o si se quiere la mitad de la ciudadanía catalana) y el Estado español es evidente cual es la parte fuerte (la que posee los instrumentos de poder) y cuál la débil. ¿O no?".

Ahí lo dejo.


Post data 

Ayer, a última hora de la tarde, cuando comenzaba mi última clase, un alumno me preguntó dos veces: "¿Le cortamos la cabeza a Puigdemont?", a lo que sucesivamente le respondí que nunca hay que cortar al cabeza a nadie. El muchacho es carnavalero  y también se mueve en ambientes conservadores. Y he añadido esta post data porque creo que puede ilustrar, dado el estado de opinión que existe en algunos sectores de la población en Cádiz, lo que puede suponer banalizar un asunto tan grave como es lo de cortar cabezas. Simbólicamente, sí, ¿pero sólo?   

sábado, 13 de enero de 2018

Arqueros, guardametas, porteros, goleros..., en la literatura



















El fútbol siempre ha sido mi deporte favorito. Cosa muy normal en mi mundo y en mi generación. Desde edad muy temprana lo practiqué hasta bien entrados los treinta años. Luego hube de colgar las zapatillas ante la sucesión de pequeños percances que me ocasionaba. De niño vi cuantos partidos pude. Por televisión, al principio, en casas vecinas, pues en mi casa ese aparato llegó tarde. En directo, acudiendo al Calvario, como se llamaba el campo de fútbol de la Unión Deportiva Salamanca, próximo a mi casa. En vacaciones acudía a ver los entrenamientos del equipo y pude ver muchos partidos de la competición liguera, si bien en formas diversas. Al principio, en el balcón de casa, desde donde veíamos más la mitad del campo. Luego, interpuesto un maldito bloque de edificios, logré acceder a otro balcón, esta vez más próximo al campo. A veces intentaba entrar en el campo  con la ayuda de alguna persona mayor, a quien le preguntaba “¿me mete?” y me hacía pasar como su hijo. Más tarde, ya con 16 años y con la UDS inaugurando su estancia en la primera división, disfruté de un carnet gratuito por pertenecer a uno de sus equipos canteranos.   

Modestia aparte, no lo hacía mal, pudiendo jugar en cualquiera de las posiciones, incluida la de portero. Y como éste era un puesto especial, pues requería de habilidades muy concretas, acabé encerrándome en ese puesto cuando había que jugar competiciones oficiales. Una mezcla de resignación y de sentirme algo de héroe. Con posterioridad he pensado en más de una ocasión la razón por la que no fui más atrevido para reivindicarme como centrocampista o delantero, donde hubiera tenido más ocasiones de jugar que bajo los palos. Mi baja estatura y luego una miopía galopante acabaron dándome la puntilla, agotando mi ilusión, lógica para la edad, de haber querido emular al que era mi referente de entonces: Iríbar, el portero del Atlhletic de Bilbao y de la selección española.

En cierta ocasión, entre  1974 y 1975, cuando con 16 años jugaba (de reserva, claro) en el Real Monterrey, un compañero, del que no recuerdo su nombre, me regaló el poema de Miguel Hernández “Elegía al guardameta”. Era sabedor de mi preferencia por el poeta de Orihuela, pero ignoro cómo le llegaron unos versos que no dejaban de ser raros, más allá de los tan conocidos aquellos años de El rayo que no cesaViento del Pueblo o Cancionero y romancero de ausencias. Conservo el papel, que escribió a mano, aunque ya con la marca amarilla del paso del tiempo. 

Y precisamente hoy lo vuelto a tener en mis manos, guardado entre la famosa Antología del poeta editada por la bonaerense editorial Losada. Antes de hacerlo había estado leyendo una noticia del que fuera futbolista del Barça y el Inter de Milán en los años 50 y 60, Luis Suárez, en la que éste mencionaba a quien fue uno de sus entrenadores: Platko. De ahí me fui a Alberti, autor de su “Oda a Platko”, luego a Hernández y lo que vino finalmente fue indagar en la red buscando literatos que de una forma u otra han dedicado al fútbol algunos escritos y, más concretamente, a quienes en el campo tienen como misión impedir bajo los palos que  sus porterías sean batidas. Esto es, en sus diferentes denominaciones, los porteros, guardametas, arqueros, cancerberos… y hasta goleros, un término, este último, que desconocía, pero que debió de utilizarse mucho en América Latina.

Se trata de escritores bastante conocidos, con el común denominador de ser o haberlo sido (casi todos ya han fallecido) amantes de un deporte que levanta muchas pasiones –demasiadas, la verdad sea dicha-.  No he pretendido una búsqueda minuciosa de autores y textos. Apenas ha sido un ejercicio de entretenimiento, complementado por la curiosidad, al que le he dedicado unas pocas horas.


Patadas…

Al arco:–

El arquero esperaba de rodillas la pelota que corría hacia él como el niño que comienza a caminar y se precipita. Parecía que iba a darle un beso desalado sobre la mejilla sucia…

(Bernardo Canal Feijóo, 1924; en Penúltimo poema del fútbol, http://descontexto.blogspot.com.es/2016/04/penultimo-poema-del-futbol-de-bernardo.html).


El arco

Al arco!–

(Hay un secreto y húmedo entendimiento entre el arquero y la pelota).

La pelota, llena de la congoja del patadón cruel del jugador, se refugió en el vientre del arquero, que pareció envolverla en el consuelo de una dialéctica intestinal, toda desordenada y revuelta de ternuras y amenazas, con una mirada dura clavada sobre el jugador…

(Bernardo Canal Feijóo, 1924; en Penúltimo poema del fútbol, http://descontexto.blogspot.com.es/2016/04/penultimo-poema-del-futbol-de-bernardo.html).


Ansiedad
(El juego se agolpaba contra unos de los arcos, como en un peloteo a la pared. El arquero tenía ya empastelados los ojos, y aunque volvía las espaldas en las contorsiones bruscas, quedaba siempre mirando de frente como un búho idiota…).

(Bernardo Canal Feijóo, 1924; en Penúltimo poema del fútbol, http://descontexto.blogspot.com.es/2016/04/penultimo-poema-del-futbol-de-bernardo.html).


Oda a Platko

Ni el mar,
que frente a ti saltaba sin poder defenderte.
Ni la lluvia. Ni el viento, que era el que más rugía.

Ni el mar, ni el viento, Platko,
rubio Platko de sangre,
guardameta en el polvo,
pararrayos.

No, nadie, nadie, nadie.

Camisetas azules y blancas, sobre el aire.
Camisetas reales,
contrarias, contra ti, volando y arrastrándote.

Platko, Platko lejano,
rubio Platko tronchado,
tigre ardiente en la yerba de otro país.
¡Tú, llave, Platko, tu llave rota,
llave áurea caída ante el pórtico áureo!

No, nadie, nadie, nadie,
nadie se olvida, Platko.

Volvió su espalda al cielo.
Camisetas azules y granas flamearon,
apagadas sin viento.

El mar, vueltos los ojos,
se tumbó y nada dijo.
Sangrando en los ojales,
sangrando por ti, Platko,
por ti, sangre de Hungría,
sin tu sangre, tu impulso, tu parada, tu salto
temieron las insignias.

No, nadie, Platko, nadie,
nadie se olvida.

Fue la vuelta del mar.
Fueron diez rápidas banderas
incendiadas sin freno.
Fue la vuelta del viento.
La vuelta al corazón de la esperanza.
Fue tu vuelta.

Azul heroico y grana,
mando el aire en las venas.
Alas, alas celestes y blancas,
rotas alas, combatidas, sin plumas,
escalaron la yerba.

Y el aire tuvo piernas,
tronco, brazos, cabeza.

¡Y todo por ti, Platko,
rubio Platko de Hungría!

Y en tu honor, por tu vuelta,
porque volviste el pulso perdido a la pelea,
en el arco contrario al viento abrió una brecha.

Nadie, nadie se olvida.

El cielo, el mar, la lluvia lo recuerdan.
Las insignias.
Las doradas insignias, flores de los ojales,
cerradas, por ti abiertas.

No, nadie, nadie, nadie,
nadie se olvida, Platko.

Ni el final: tu salida,
oso rubio de sangre,
desmayada bandera en hombros por el campo.

¡Oh, Platko, Platko, Platko
tú, tan lejos de Hungría!

¿Qué mar hubiera sido capaz de no llorarte?

Nadie, nadie se olvida,
no, nadie, nadie, nadie.

(Rafael Alberti, 1928).


Elegía al guardameta
         
          A Lolo, sampedro joven en la portería del cielo de Orihuela

Tu grillo, por tus labios promotores,
de plata compostura,
árbitro, domador de jugadores,
director de bravura,
¿no silbará la muerte por ventura?

En el alpiste verde de sosiego,
de tiza galonado
para siempre quedó fuera del juego
sampedro, el apostado
en su puerta de cáñamo anudado.

Goles para enredar en sí, derrotas,
¿no la mundial moscarda?
que zumba por la punta de las botas,
ante su red aguarda
la portería aún, araña parda.

Entre las trabas que prendió la meta
de una esquina a otra esquina,
por su sexo al balón, a su bragueta
asomado, se arruina,
su redondez airosamente orina.

Delación de las faltas, mensajeras
de colores, plurales,
amparador del aire en vivos cueros,
en tu campo, imparciales,
agitaron de córner las señales.

Ante tu puerta se formó un tumulto
de breves pantalones
donde bailan los príapos su bulto
sin otros eslabones
que los de sus esclavas relaciones.

Combinada la brisa en su envoltura
bien, y mejor chutada,
la esfera terrenal de su figura
¡cómo! fue interceptada
por lo pez y fugaz de tu estirada.

Te sorprendió el fotógrafo el momento
más bello de tu historia
deportiva, tumbándote en el viento
para evitar victoria,
y un ventalle de palmas te aireó gloria.

Y te quedaste en la fotografía,
a un metro del alpiste,
con tu vida mejor en vilo, en vía
ya de tu muerte triste,
sin coger el balón que ya cogiste.

Fue un plongeón mortal. Con ¡cuánto tino!
y efecto, tu cabeza
dio al poste. Como un sexo femenino,
abrió la ligereza
del golpe una granada de tristeza.

Aplaudieron tu fin por tu jugada.
Tu gorra, sin visera,
de tu manida testa fue lanzada,
como oreja tercera,
al área que a tus pasos fue frontera.

Te arrancaron cogido por la punta,
el cabello del guante,
si inofensiva garra, ya difunta,
zarpa que a lo elegante
corroboraba tu actitud rampante.

¡Ay fiera! en tu jauleón medio de lino
se eliminó tu vida.
Nunca más, eficaz como un camino,
harás una salida
interrumpiendo el baile apolonida.

Inflamado en amor por los balones
sin mano que lo imante,
no implicarás su viento a tus riñones,
como un seno ambulante
escapado a los senos de tu amante.

Ya no pones obstáculos de mano
al ímpetu, a la bota
en los que el gol avanza. Pide en vano,
tu equipo en la derrota,
tus bien brincados saques de pelota.

A los penaltys que tan bien parabas
acechando tu acierto,
nadie más que la red le pone trabas,
porque nadie ha cubierto
el sitio, vivo, que has dejado, muerto.

El marcador, al número contrario,
le acumula en la frente
su sangre negra. Y ve el extraordinario,
el sampedro suplente,
vacío que dejó tu estilo ausente.

(Miguel Hernández, 1931).


Lo que le debo al fútbol

Sí, lo jugué varios años en la Universidad de Argel. Me parece que fue ayer. Pero cuando, en 1940, volví a calzarme los zapatos, me di cuenta de que no había sido ayer. Antes de terminar el primer tiempo, tenía la lengua como uno de esos perros con los que la gente se cruza a las dos de la tarde en Tizi-Ouzou. Fue, entonces, hace bastante tiempo, en 1928 para adelante, supongo. Hice mi debut con el club deportivo Montpensier. Sólo Dios sabe por qué, dado que yo vivía en Belcourt y el equipo de Belcourt-Mustapha era el Gallia.

Pero tenía un amigo, un tipo velludo, que nadaba en el puerto conmigo y jugaba waterpolo para Montpensier. Así es como a veces la vida de una persona queda determinada. Montpensier jugaba a menudo en los jardines de Manoeuvre, aparentemente por ninguna razón especial. El césped tenía en su haber más porrazos que la canilla de un centro forward visitante del estadio de Alenda, Orán. Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha.

Pero al cabo de un año de porrazos y Montpensier en el “Lycée” me hicieron sentir avergonzado de mí mismo: un “universitario” debe jugar con la Universidad de Argel, RUA. En ese periodo, el tipo velludo ya había salido de mi vida. No nos habíamos peleado, sólo que ahora él prefería irse a nadar a Padovani donde el agua no era tan “pura”. Ni tampoco, para ser sincero, eran “puros” sus motivos. Personalmente, encontré que su motivo era “adorable”, aunque ella bailaba muy mal, lo que me parecía insoportable en una mujer. ¿Es el hombre, o no es, quien debe pisarle los dedos de los pies? El tipo velludo y yo prometimos volver a vernos. Pero los años fueron pasando. Mucho después comencé a frecuentar el restaurante de Padovani (por motivos “puros”) pero el tipo velludo se había casado con su paralítica, quien seguramente le prohibía bañarse, como suele ocurrir.

¿Pero qué es lo que estaba diciendo? Ah, sí, el RUA. Estaba encantado, lo importante para mí era jugar. Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de práctica, y del jueves al domingo, día del partido. Así fue como me uní a los universitarios. Y allí estaba yo, golero del equipo juvenil. Sí, todo parecía muy fácil. Pero no sabía que se acababa de establecer un vínculo de años, que abarcaría cada estadio de la provincia, y que nunca tendría fin.

No sabía entonces que veinte años después, en las calles de París e incluso en Buenos Aires (sí, me ha sucedido) la palabra RUA mencionada por un amigo con el que tropecé, me haría saltar el corazón tan tontamente como fuera posible. Y ya que estoy confesando mis secretos, debo admitir que en París, por ejemplo, voy a ver los partidos del Racing Club, al que convertí en mi favorito sólo porque usan las mismas camisas que el RUA, azul con rayas blancas. También debo decir que Racing tiene algunas de las mismas excentricidades que el RUA. Juega “científicamente”, pierde partidos que debería ganar. Parece que esto ahora ha cambiado (eso es lo que me escriben de Argel), cambiado -pero no mucho-. Después de todo, era por eso que quería tanto a mi equipo, no solo por la alegría de la victoria cuando estaba combinada con la fatiga que sigue al esfuerzo, sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de cada derrota.

Como zaguero está el “Grandote” -quiero decir Raymond Couard. Le dábamos bastante trabajo, si mal no recuerdo. Jugábamos duro. Los estudiantes, los nenes de papá, no escatiman nada. Pobres de nosotros -en todo sentido- ¡muchos nos burlábamos de la dureza de nuestros propios pies! No teníamos más remedio que admitirlo. Y teníamos que jugar “deportivamente”, porque ésa era la dorada regla del RUA, y “firmes”, porque, cuando todo está dicho y hecho, un hombre es un hombre. ¡Difícil compromiso! Eso no puede haber cambiado, estoy seguro.

El equipo más difícil era el Olympic Hussein Dey. El estadio quedaba detrás del cementerio. Ellos nos hicieron notar, sin piedad, que podíamos tener acceso directo. En cuanto a mí, ¡pobre golero!, vinieron por mi cadáver. Sin Roger ¡lo que hubiera sufrido! Estaba Boufarik, ese centro forward grande y gordo (entre nosotros lo llamábamos “Sandia”) se excusaba con un: “Lo siento nenito“ y una sonrisa franciscana.

No voy a seguir. Ya me excedí de mis límites. Y entonces, me pongo reblandecido. Hasta en “Sandía” veo bondad. Además, seamos sinceros, bien que esto era lo que habían enseñado. Y a esta altura, no quiero seguir bromeando. Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, lo que aprendí con el RUA no puede morir. Preservémoslo. Preservemos esta gran y digna imagen de nuestra juventud. También estará vigilándolos a ustedes.



Habla, memoria

De todos los deportes que practiqué en Cambridge, el fútbol ha seguido siendo un viento claro en mitad de un período notablemente confuso. Me apasionaba jugar de portero. En Rusia y los países latinos ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de singular luminosidad. Distante, solitario, impasible, el portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis. Está a la misma altura que el torero y el as de la aviación en lo que se refiere a la emocionada adulación que suscita. Su jersey, su gorra de visera, sus rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus pantalones cortos, lo colocan en un lugar aparte del resto. Es el águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor.

Los fotógrafos, doblando reverentemente una rodilla, le sacan instantáneas cuando se lanza espectacularmente en plancha hacia un extremo de la meta para desviar con la punta de los dedos un disparo raso y veloz como un rayo, y el estadio entero ruge de aprobación mientras él permanece unos instantes tendido en el mismo lugar donde ha caído, intacta aún su portería.

Oh, desde luego tuve mis días brillantes y vigorosos: el magnífico olor del césped, aquel famoso delantero del campeonato universitario que se me aproximaba cada vez más sorteando defensas, empujando el leonado balón con la punta de su centelleante bota, y después el disparo envenenado, la afortunada parada, la prolongada comezón… Pero hubo otras jornadas, más memorables, más esotéricas, bajo tristes cielos, con las inmediaciones de la meta convertidas en una masa de barro negro, el balón tan resbaladizo como un budín de ciruela, y mi cabeza despistada por la neuralgia, tras una noche insomne de versificación. En esos días apenas si daba malos manotazos y acababa recogiendo el balón junto a la red. Compasivamente el juego pasaba a desarrollarse en el otro extremo del encharcado terreno. Comenzaba a caer una llovizna cansina, vacilaba, y volvía a empezar.

El partido no era más que una vaga agitación de cabezas junto a la remota portería del St. John o del Christ College, o cualquiera que fuese nuestro rival. Los lejanos y confusos sonidos, un grito, un toque de silbato, el golpe seco de un chut, nada de todo aquello tenía importancia o relación conmigo. Ya no era tanto el guardián de una portería de fútbol como el guardián de un secreto.

Cruzados los brazos, apoyaba mi espalda en el poste izquierdo, disfrutaba del lujo de cerrar los ojos y escuchaba los latidos de mi corazón, notaba la ciega llovizna en mi cara, oía, alejados, los ruidos sueltos del partido, y me veía a mí mismo como un fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés, que componía versos en un idioma que nadie entendía, acerca de un país que nadie conocía. No era de extrañar que no gozase de muy buena reputación entre mis compañeros de equipo.

(Vladimir Nabokov, 1967; fragmento de Habla, memoria, en Revista Diners, n. 435, junio de 2006, http://revistadiners.com.co/ocio/15754_nabokov-arquero/).


El miedo del portero al penalty

“El portero miraba cómo la pelota rodaba por encima de la línea...”.

(…) Josef Bloch, antiguo portero de un equipo de fútbol, es despedido de su trabajo como mecánico y debe empezar una nueva etapa en su vida por cauces tan dolorosos como desconocidos para él.

Vivirá escrupulosamente cada momento del día, pero también los atravesará como si un velo de algodón lo envolviera todo. Ni el cine, ni el crimen, ni el viaje lograrán crear sensaciones capaces de llegar a su conciencia de una forma clara. Sólo los recuerdos de su época de futbolista serán capaces de presentarse ante él de un modo más o menos aprehensible.

“(…) Bloch vio cómo poco a poco todos los jugadores iban saliendo del área de castigo. El que iba a lanzar el penalty colocó el balón en el sitio adecuado. Entonces él mismo retrocedió y salió del área de castigo.

-Cuando el jugador toma la carrerilla, el portero indica con el cuerpo inconscientemente la dirección en que se va a lanzar, antes de que haya dado la patada al balón, y el jugador puede entonces lanzar el balón tranquilamente en la otra dirección-, dijo Bloch. Es como si el portero intentara abrir una puerta con una brizna de paja.

De repente, el jugador echó a correr. El portero, que llevaba una camiseta de un amarillo chillón, se quedó parado sin hacer un solo movimiento, y el jugador le lanzó el balón a las manos (…)”.

(Peter Handke 1970; fragmentos de la novela El miedo del portero al penalty).


Un buen guardameta…

Un buen guardameta es aquél que con su peculiar actuación sobrepasa sus facultades y salva más veces a su equipo.

(Jean Paul Sartre; frase atribuida al pensador francés).


Estadio de noche

Lentamente ascendió el balón en el cielo.
Entonces se vio que estaba lleno el graderío.
En la portería estaba el poeta solitario,
pero el árbitro pitó fuera de juego.

(Gunter Grass; http://amediavoz.com/grass.htm).


El césped

Sólo cuando, después de los comentarios y risotadas de rigor, el sordo consideró oportuno regresar a su puente de mando, o sea la caja, Martín empezó a poner sus preocupaciones y dudas sobre la mesa. Comenzó con rodeos, aproximándose al tema pero sin abordarlo directamente. Por ejemplo, preguntándole a un Benja, más callado que de costumbre, si pensaba en España o en Brasil. Que no pensaba nada, dijo Benja, pero el otro fue contundente: pues yo sí. Benja comentó que hacía bien, que todo era cuestión de temperamento. O de alergias. Y Martín, qué temperamento ni qué alergias, vos podés pegar el brinco más fácilmente que cualquier otro; un buen delantero siempre es codiciable, ya que es un producto que no abunda; para los dirigentes los campeonatos se ganan con los goles que se meten, no con los que se evitan. Benja intenta refutar y recuerda que ha habido sonados pases de goleros. Sí, ya sé: Fillol, Pumpido, y ahora ese ruso Dassaev. Pero no vas a comparar, es tan raro que los intermediarios se rompan los cuernos por conseguir el pase de un arquero. Ustedes los delanteros son los que maradonean, los que prometen (y a veces consiguen) el paraíso; decime Benja, cuántos números ocho tiene este país que puedan verdaderamente hacerte sombra; tenés que irte y si podés no cruces el charco chico sino el charco grande. España, Italia. Además, sos el modelito más codiciado aquí, allá y acullá, o sea el número ocho que colabora con la defensa, domina el medio campo, pasa como un maestro, y por añadidura, hace goles de campeonato. Te juro que si yo fuera delantero ya me habría ido, pero no soy un metegoles sino un evitagoles y eso no cuenta. Si en un partido te meten tres, sabés cómo te putean: si te rompiste todo y no te hacen ninguno, si te pasaste los noventa minutos sacando pelotas imposibles y aguantaste todo el chaparrón de una delantera dribleadora, sorpresiva, potente, nadie se acuerda, pero si en un solo contraataque el número diez pescó a la defensa adelantada y corrió como un gamo e hizo el gol, el héroe es él, nunca el atajapelotas que quedó allá atrás, olvidado y a solas. En cambio, cuando el equipo contrario mete un gol, no se lo hace al cuadro entero sino al guardameta, es él quien falla en el instante decisivo, el que pese a la estirada no pudo alcanzar la pelota, el que tiene que ir mansa y humilladamente a recogerla en el fondo de la red, y también el que es enfocado por las cámaras para que el espectador pueda aquilatar su vergüenza, su bronca, su desconcierto, como contrapeso de la euforia, el estallido y la corrida triunfal del otro enfocado, o sea el autor del gol. Y encima te pasan el replay, para que tu humillación se duplique, se triplique, se multiplique hasta el infinito.

(Mario Benedetti, 1989; fragmento del relato breve El césped; http://www.poesi.as/mb96b066.htm).


El arquero

También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped.

Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.

Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace. Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos.

Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.

(Eduardo Galeano, 1995; de El fútbol a sol y sombra).


Moacir Barbosa

A la hora de elegir el arquero del campeonato, los periodistas del Mundial del 50 votaron, por unanimidad, al brasileño Moacir Barbosa. Barbosa era también, sin duda, el mejor arquero de su país, piernas con resortes, hombre sereno y seguro que transmitía confianza al equipo, y siguió siendo el mejor hasta que se retiró de las canchas, tiempo después, con más de cuarenta años de edad. En tantos años de fútbol, Barbosa evitó quién sabe cuántos goles, sin lesionar jamás a ningún delantero. Pero en aquella final del 50, el atacante uruguayo Ghiggia lo había sorprendido con un certero disparo desde la punta derecha. Barbosa, que estaba adelantado, pegó un salto hacia atrás, rozó la pelota y cayó. Cuando se levantó, seguro de que había  desviado el tiro, encontró la pelota al fondo de la red. Y ése fue el gol que apabulló al estadio de Maracaná y consagró campeón al Uruguay. Pasaron los años y Barbosa nunca fue perdonado. En 1993, durante las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos, él quiso dar aliento a los jugadores de la selección brasileña. Fue a visitarlos a la concentración, pero las autoridades le prohibieron la entrada. Por entonces, vivía de favor en casa de una cuñada, sin más ingresos que una jubilación miserable. Barbosa comentó:

-“En Brasil, la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Hace 43 años que yo pago por un crimen que no cometí”.

(Eduardo Galeano, 1995; de El fútbol a sol y sombra).


Un recuerdo de la infancia

En 1962 vivía en Quilpué, a cincuenta metros de donde estaba alojada la selección brasileña de fútbol. Conocí a Pelé, a Garrincha, a Vavá (delantero brasileño). Recuerdo por ejemplo que Vavá me tiró un penal y se lo atajé. Y para mí es la mayor hazaña que he hecho: ¡le atajé un penal a Vavá!

(Roberto Bolaño, 1998; anécdota contada  en una entrevista realizada por Marcelo Soto para la revista Qué Pasa, http://www.vivaleercopec.cl/2014/06/19/cuando-roberto-bolano-le-atajo-un-penal-vava/). 


(Imagen: El partido del fútbol, de L. S. Lowry)