martes, 30 de enero de 2018

El comienzo de las fiestas

























Cada 8 de septiembre, durante algunos años de mi niñez, acompañé a mis progenitores a la misa que abría las fiestas dedicadas a la patrona de la ciudad, la Virgen de la Vega. Al principio nos acompañaba mi hermano más próximo en edad, hasta que se hizo algo mayor y dejó de venir. La ceremonia religiosa era muy preciada en mi casa, pues era como el punto de arranque principal de las ferias, unos días para nosotros de alegría y emoción. Por las tardes teníamos ocasión de acercarnos a los cacharritos de feria, al circo o al cine, que nos servían de amortiguador en el tránsito de las vacaciones al curso escolar, cuyas clases empezaban oficialmente el día 15.

La misa era oficiada en la Catedral Vieja por el obispo de la diócesis, que entonces era don Mauro, Mauro Rubio Repullés. En la ceremonia eucarística se rodeaba de un séquito de sacerdotes, miembros del cabildo en su mayoría, que iban ataviados con sus relucientes ropajes de casullas, estolas y manípulos con unos ornamentos cargados de fuerte simbología religiosa. En el centro, presidiendo, se situaba el obispo, que, una vez llegado al altar portando el báculo, vestía una reluciente casulla blanca de filigranas doradas e iba coronado con la mitra que sustituía en ese acto al solideo violeta propio de su rango. Frente a ellos, en las primeras filas, se situaban las autoridades de todo tipo. Las civiles y las militares. Las políticas y las sociales. Una larga lista formada por el gobernador civil y el gobernador militar, el alcalde y el presidente de la Diputación, los jefes de los cuarteles de Caballería y de Ingenieros, el jefe de la base aérea de Matacán, los jefes de la Guardia Civil, la Policía Armada y la Municipal, el Comisario jefe de Policía, el Rector de la Universidad, los presidentes de la Cámara de Comercio, de la Hermandad de Agricultores y Ganaderos, y de los diversos colegios profesionales, los delegados provinciales de los sindicatos verticales, del Frente de Juventudes y de la Sección Femenina… Todos, vestidos de gala con trajes de chaqué y uniformes, mostrando corbatas, gemelos, galones e insignias, y, en muchos casos, bigote. Los acompañaban sus esposas, también con trajes de gala y, como distinción, unas mantillas de encaje sobre sus cabezas.

Autoridades que no podían faltar en uno de los momentos señalados del año, en que era necesario hacer una demostración solemne de los poderes que, victoriosos tres décadas antes, habían sellado un pacto ventajoso e inmejorable. En ese día se escenificaba mejor que nunca, con todo su boato, la alianza de la cruz, la espada y el dinero. Como testigo, la feligresía que llenaba los bancos del templo o se apostaba de pie como mejor podía en sus naves laterales, y que asistía al oficio religioso por devoción, por conveniencia o por mera rutina.

Y allí, como espectadores privilegiados, estábamos mi hermano y yo, que íbamos con la mejor ropa que teníamos -la de domingo- en pantalón corto y estrenando calcetines. Una presencia que se debía a la iniciativa de mi madre, que seguía así la tradición heredada de su familia cuando vivía no muy lejos de la catedral. No le faltaba su disfrute de la música, que no faltaba nunca en ese acto, con el añadido de  sentir in situ la presencia de dos de sus hijas en uno de los coros de la ciudad. Una madre, en fin, devota, fiel al cumplimiento de los preceptos religiosos y en la asistencia al rito anual de la ceremonia solemne que se dedicaba a la que llamaba su Virgen.

Mi hermano disfrutaba por completo de la misa. Su devoción religiosa era tan grande, que a lo largo del año no perdía ninguna ocasión para demostrarlo. En mi caso, ocurría lo contrario. La duración del acto me parecía una eternidad, me provocaba aburrimiento y, en ocasiones, lo sufría como una tortura. Sólo el canto del himno de la Virgen de la Vega, el canto eucarístico “Beberemos la copa” y el “Aleluya” de Haendel hacían que mi estancia fuera por ratos más llevadera. Eran tres de lo cantos que interpretaba un coro de voces acompañado de un órgano y una pequeña orquesta que se formada para la ocasión.

El nombre de la Coral, como oficialmente se llamaba, lo pronunciábamos con el orgullo de tener dos hermanas que aportaban sus modestas, pero necesarias, voces. Una, la de tiple segunda, y la otra, la de contralto. Le gustaba decir a mi hermano con cierta maldad que eran de las del “chum-chum la-la-la”, para diferenciarlas del papel más relevante de las tiples primeras, donde destacaban ante todo las voces de las dos Pepitas, la Iñigo y la Albarrán, que se repartían los solos. Y yo, también malvado, le acompañaba con una risita cómplice.
  
No recuerdo cuándo se cantaba el himno dedicado a la Virgen, quizás lo fuera al final, no lo sé, pero sí mantengo el eco de su melodía y algunos pasajes de sus versos. Como el arranque tenue a base de voces femeninas: “Abre, madre, tus brazos / al hijo que a ti llega…”. Había momentos en que todo el coro, el órgano y los instrumentos de la pequeña orquesta resonaban con más fuerza en el amplio espacio del templo románico. Las bóvedas -ya de crucería- de su nave central y la espectacular cúpula semiesférica elevada desde el crucero con la ayuda de cuatro pechinas y un cimborrio acogían un sonido que si no me parecía salido del mismo cielo, al menos me sacaba de la antesala del sopor para llenarme de emoción.  

En ocasiones, para evitar derrumbarme entre canto y canto, paliaba la situación mirando el ábside del templo. Buscando la imagen, casi imperceptibles para mí, de la escultura de madera bronceada -hierática, por románica-, dedicada a la virgen que era motivo de celebración. Pero, ante todo, curioseando el grandioso fresco del Juicio Final que Nicolás Delli, llamado el Florentino, había pintado en el siglo XV sobre el cascarón del ábside. Un fresco que se superponía sobre el retablo donde se multiplicaban las escenas de la Biblia que el mismo artista y dos de sus hermanos plasmaron en tablas enmarcadas con molduras de motivos góticos.

Y hacia ese cascarón miraba yo con la curiosidad de un niño al que no le habían dejado de contar en casa y en la escuela lo habido y por haber sobre el cielo y el infierno. El fresco se mostraba ante mí como la ocasión ideal para poder imaginarme cuál podía ser mi paradero futuro según hubiera obrado en la vida. Una escenificación del bien y del mal, presentados frente a frente. A la diestra de Jesús, que era mi siniestra, estaban quienes se salvaban. Y a su siniestra, mi diestra, quienes se condenaban.

Mi mirada apenas se fijaba en ese juez severo y gesticulante que, situado en la parte superior y central, emitía su veredicto rodeado de su corte de ángeles, mientras el Bautista y la Virgen, en posición orante, testimoniaban su autoridad. Más atención yo prestaba al tropel de ánimas benditas que con los brazos levantados y las manos unidas iban ataviadas con unas túnicas blancas y pulcras, mostrando el agradecimiento por el premio de la salvación. Pero donde mi mirada y mi atención se centraban era en los cuerpos desnudos que, situados en la parte derecha de la pintura, iban saliendo de sus tumbas y acababan siendo devorados por un gran monstruo con dientes espinosos, paladar rojo y cabeza verde, como rotunda representación del Diablo. Una atención, la mía, que quizás fuera morbosa, pues no dejaba de ser una forma de presenciar lo prohibido. La contemplación de cuerpos desnudos, casi asexuados, que el catecismo nos señalaba como uno de los enemigos de la humanidad, esto es, la carne, el mundo –de los que nunca supe a qué se referirían- y el demonio.

Me he preguntado muchas veces el porqué de esa mayor atención hacia lo escabroso del infierno en vez de centrarme en la dulzura del cielo. Por qué me fijaba más en los rostros aterrorizados de quienes caminaban hacia el abismo en vez de preferir el gozo de quienes habían alcanzado el reino de la felicidad eterna. Hace unos años pude contemplar en Padova los frescos que Giotto pintó para la capilla Strovegni. Allí se encuentra representada otra escena del cielo y del infierno. Más clasista, eso sí, pues estaba erigida, con una finalidad entre expiatoria y purificadora, para salvar al padre pecador, un rico comerciante de esa ciudad italiana. Es un tema recurrente en el mundo del arte, por lo que parece seguro que existe una clara intencionalidad de buscar un efecto. Desde siglos, durante casi dos milenios, la Iglesia ha ido inculcando a generaciones y generaciones una conciencia moral para hacer del miedo uno de los pilares del control de nuestras vidas, presentando el premio final, pero a la vez resaltando la advertencia amenazante del mal. Y en la mente del niño que yo era desde luego que surtió el efecto suficiente para creérmelo y para temer que me pudiera ocurrir.

Pasado el ecuador de la liturgia y llegado ya el momento de la eucaristía, la letanía del canto “Beberemos la copa” me elevaba de nuevo el ánimo. Hoy me parece una melodía un tanto simplona, plana y de ritmo cansino, con la repetición constante de un “Amén, Aleluya” como coletilla en cada estrofa. Puede que fuera esa sencillez, que la hacía más pegadiza, la que me atrajera más y, quizás también, por coincidir con el movimiento de gentes que a ritmo procesional se acercaban en busca de la comunión que administraban el obispo y sus sacerdotes. Era, en fin, el momento en que se rompía para mí la monotonía y el paso lento del tiempo. Ese “Amén, Aleluya” lo prefería, en todo caso, al majestuoso “Aleluya” de Haendel, cuya mayor riqueza compositiva y armónica me parecía estridente. Para mi madre y mi hermano, sin embargo, era el canto preferido. “Hijo, dónde vas a ir parar. Es mucho más solemne y más bonito. Fíjate en las voces y en la orquesta cómo resuenan. Emociona mucho más”, me decía mi madre. “Pues a mí, no. Me gusta más el ‘Amén-Aleluyá’”, le contestaba.   

Acabada la misa, por fin, a la salida del templo me esperaba la alegría y el paseo por las calles entre el bullicio de la gente. Era el momento de poder ver a las charras, ataviados con sus vestidos espectaculares de lentejuelas de colores y sus pañuelos blancos sobre la cabeza, y a los charros, con sus trajes negros y austeros de chaqueta corta y sus gorros alados y cónicos en el centro. Bailaban con las castañuelas al ritmo de la gaita y el tamboril, ofreciendo un espectáculo de música, color y movimiento.

Era también el momento de poder ver a los gigantes y al inmenso Gargantúa que se apostaban en la Plaza Mayor. Y, cómo no, poder ver a los temibles cabezudos. Hacerlo junto a mi padre, mi madre y mi hermano me daba seguridad, aunque no acababa de perder el miedo. Otra cosa era verlos con mis amigos. ¡Ay, los cabezudos! ¡El terror que me invadía cuando en el barrio oía a lo lejos el sonido atávico del tamborilero que anunciaba su llegada con el ritmo monótono que no cesaba! Los cabezudos el Padre Lucas y la Lechera, a quienes cantábamos eso de “que venden leche por cuatro perras”. O el Negrito y la Bruja, los que creía más terribles, que se dedicaban a arrear a diestro y siniestro con sus varas a la chiquillería.

Al cabo de unos años, todavía niño, dejé de tenerles miedo. Fue el día que me atreví a ir solo con ellos y echando carreras para evitar los palos. Ya adolescente dejé de tener miedo al infierno y sus demonios y al poco, sin embargo, empezó otro. Éste, sí, de carne y hueso. Provenía de las autoridades civiles y militares de la ciudad. Las mismas con las que habíamos coincidido mi hermano y yo en la misa en honor de la patrona de la ciudad. Ya no corría delante de los cabezudos, sino de los uniformados de color gris y porra en la mano que ya no jugaban en broma, sino en serio. Fue un tiempo de miedo. O de miedos.

No mucho más tarde fueron cambiando las caras y las formas de las autoridades, y a la vez, el color de los uniformes. Supe también que el Padre Lucas era en realidad una deformación puritana del Padre Putas, el mayordomo principal de la casa de la mancebía que hubo en mi ciudad siglos atrás. Y que la Lechera era, por así decirlo, la puta principal. En el tiempo de mi niñez, en vez de la casa de la mancebía, había, sí, un Barrio Chino lleno de casas y putas para todas las clases. Unas, para los hombres que se decían de bien y que por allí aparecían; y las más, para el resto de la clientela. Quién sabe, pero quizás en consonancia con la distribución de las almas que se hacía en el cielo y en el infierno. En la capilla Strovegni así se ve, no hay duda. En la Catedral Vieja de mi ciudad, puede que no. ¿O sí? Qué más da. A mí ya se me pasó ese miedo atávico que me había atrapado cuando era niño.