La misa era
oficiada en la Catedral Vieja
por el obispo de la diócesis, que entonces era don Mauro, Mauro Rubio
Repullés. En la ceremonia eucarística se rodeaba de un séquito de sacerdotes,
miembros del cabildo en su mayoría, que iban ataviados con sus relucientes ropajes
de casullas, estolas y manípulos con unos ornamentos cargados de fuerte
simbología religiosa. En el centro, presidiendo, se situaba el obispo, que, una
vez llegado al altar portando el báculo, vestía una reluciente casulla blanca
de filigranas doradas e iba coronado con la mitra que sustituía en ese acto al
solideo violeta propio de su rango. Frente a ellos, en las primeras filas, se
situaban las autoridades de todo tipo. Las civiles y las militares. Las
políticas y las sociales. Una larga lista formada por el gobernador civil y el gobernador
militar, el alcalde y el presidente de la Diputación , los jefes de los cuarteles de Caballería
y de Ingenieros, el jefe de la base aérea de Matacán, los jefes de la Guardia Civil , la Policía Armada y la Municipal , el Comisario
jefe de Policía, el Rector de la
Universidad , los presidentes de la Cámara de Comercio, de la Hermandad de
Agricultores y Ganaderos, y de los diversos colegios profesionales, los delegados
provinciales de los sindicatos verticales, del Frente de Juventudes y de la Sección Femenina … Todos, vestidos
de gala con trajes de chaqué y uniformes, mostrando corbatas, gemelos, galones
e insignias, y, en muchos casos, bigote. Los acompañaban sus esposas, también con
trajes de gala y, como distinción, unas mantillas de encaje sobre sus cabezas.
Autoridades
que no podían faltar en uno de los momentos señalados del año, en que era
necesario hacer una demostración solemne de los poderes que, victoriosos tres
décadas antes, habían sellado un pacto ventajoso e inmejorable. En ese día se
escenificaba mejor que nunca, con todo su boato, la alianza de la cruz, la
espada y el dinero. Como testigo, la feligresía que llenaba los bancos del
templo o se apostaba de pie como mejor podía en sus naves laterales, y que
asistía al oficio religioso por devoción, por conveniencia o por mera rutina.
Y allí,
como espectadores privilegiados, estábamos mi hermano y yo, que íbamos con la
mejor ropa que teníamos -la de domingo- en pantalón corto y estrenando
calcetines. Una presencia que se debía a la iniciativa de mi madre, que seguía así
la tradición heredada de su familia cuando vivía no muy lejos de la catedral. No
le faltaba su disfrute de la música, que no faltaba nunca en ese acto, con el
añadido de sentir in situ la presencia de dos de sus hijas en uno de los coros de la
ciudad. Una madre, en fin, devota, fiel al cumplimiento de los preceptos
religiosos y en la asistencia al rito anual de la ceremonia solemne que se dedicaba
a la que llamaba su Virgen.
Mi hermano
disfrutaba por completo de la misa. Su devoción religiosa era tan grande, que a
lo largo del año no perdía ninguna ocasión para demostrarlo. En mi caso,
ocurría lo contrario. La duración del acto me parecía una eternidad, me
provocaba aburrimiento y, en ocasiones, lo sufría como una tortura. Sólo el
canto del himno de la Virgen
de la Vega , el canto
eucarístico “Beberemos la copa” y el “Aleluya” de Haendel hacían que mi
estancia fuera por ratos más llevadera. Eran tres de lo cantos que interpretaba
un coro de voces acompañado de un órgano y una pequeña orquesta que se formada
para la ocasión.
El nombre de
la Coral , como
oficialmente se llamaba, lo pronunciábamos con el orgullo de tener dos hermanas
que aportaban sus modestas, pero necesarias, voces. Una, la de tiple segunda, y
la otra, la de contralto. Le gustaba decir a mi hermano con cierta maldad que
eran de las del “chum-chum la-la-la”, para diferenciarlas del papel más
relevante de las tiples primeras, donde destacaban ante todo las voces de las
dos Pepitas, la Iñigo
y la Albarrán ,
que se repartían los solos. Y yo, también malvado, le acompañaba con una risita
cómplice.
No recuerdo
cuándo se cantaba el himno dedicado a la Virgen , quizás lo fuera al final, no lo sé, pero
sí mantengo el eco de su melodía y algunos pasajes de sus versos. Como el
arranque tenue a base de voces femeninas: “Abre, madre, tus brazos / al hijo
que a ti llega…”. Había momentos en que todo el coro, el órgano y los
instrumentos de la pequeña orquesta resonaban con más fuerza en el amplio
espacio del templo románico. Las bóvedas -ya de crucería- de su nave central y
la espectacular cúpula semiesférica elevada desde el crucero con la ayuda de
cuatro pechinas y un cimborrio acogían un sonido que si no me parecía salido
del mismo cielo, al menos me sacaba de la antesala del sopor para llenarme de emoción.
En
ocasiones, para evitar derrumbarme entre canto y canto, paliaba la situación mirando
el ábside del templo. Buscando la imagen, casi imperceptibles para mí, de la
escultura de madera bronceada -hierática, por románica-, dedicada a la virgen que
era motivo de celebración. Pero, ante todo, curioseando el grandioso fresco del
Juicio Final que Nicolás Delli, llamado el Florentino, había pintado en el
siglo XV sobre el cascarón del ábside. Un fresco que se superponía sobre el
retablo donde se multiplicaban las escenas de la Biblia que el mismo artista
y dos de sus hermanos plasmaron en tablas enmarcadas con molduras de motivos
góticos.
Y hacia ese
cascarón miraba yo con la curiosidad de un niño al que no le habían dejado de contar
en casa y en la escuela lo habido y por haber sobre el cielo y el infierno. El
fresco se mostraba ante mí como la ocasión ideal para poder imaginarme cuál
podía ser mi paradero futuro según hubiera obrado en la vida. Una escenificación
del bien y del mal, presentados frente a frente. A la diestra de Jesús, que era
mi siniestra, estaban quienes se salvaban. Y a su siniestra, mi diestra,
quienes se condenaban.
Mi mirada
apenas se fijaba en ese juez severo y gesticulante que, situado en la parte
superior y central, emitía su veredicto rodeado de su corte de ángeles,
mientras el Bautista y la
Virgen , en posición orante, testimoniaban su autoridad. Más
atención yo prestaba al tropel de ánimas benditas que con los brazos levantados
y las manos unidas iban ataviadas con unas túnicas blancas y pulcras, mostrando
el agradecimiento por el premio de la salvación. Pero donde mi mirada y mi
atención se centraban era en los cuerpos desnudos que, situados en la parte
derecha de la pintura, iban saliendo de sus tumbas y acababan siendo devorados
por un gran monstruo con dientes espinosos, paladar rojo y cabeza verde, como
rotunda representación del Diablo. Una atención, la mía, que quizás fuera morbosa,
pues no dejaba de ser una forma de presenciar lo prohibido. La contemplación de
cuerpos desnudos, casi asexuados, que el catecismo nos señalaba como uno de los
enemigos de la humanidad, esto es, la carne, el mundo –de los que nunca supe a
qué se referirían- y el demonio.
Me he preguntado
muchas veces el porqué de esa mayor atención hacia lo escabroso del infierno en
vez de centrarme en la dulzura del cielo. Por qué me fijaba más en los rostros
aterrorizados de quienes caminaban hacia el abismo en vez de preferir el gozo de
quienes habían alcanzado el reino de la felicidad eterna. Hace unos años pude
contemplar en Padova los frescos que Giotto pintó para la capilla Strovegni.
Allí se encuentra representada otra escena del cielo y del infierno. Más
clasista, eso sí, pues estaba erigida, con una finalidad entre expiatoria y purificadora, para salvar al padre pecador, un rico
comerciante de esa ciudad italiana. Es un tema recurrente en el mundo del arte, por lo
que parece seguro que existe una clara intencionalidad de buscar un efecto.
Desde siglos, durante casi dos milenios, la Iglesia ha ido inculcando a generaciones y
generaciones una conciencia moral para hacer del miedo uno de los pilares del
control de nuestras vidas, presentando el premio final, pero a la vez resaltando
la advertencia amenazante del mal. Y en la mente del niño que yo era desde
luego que surtió el efecto suficiente para creérmelo y para temer que me pudiera ocurrir.
Pasado el
ecuador de la liturgia y llegado ya el momento de la eucaristía, la letanía del
canto “Beberemos la copa” me elevaba de nuevo el ánimo. Hoy me parece una
melodía un tanto simplona, plana y de ritmo cansino, con la repetición constante de un
“Amén, Aleluya” como coletilla en cada estrofa. Puede que fuera esa sencillez,
que la hacía más pegadiza, la que me atrajera más y, quizás también, por coincidir
con el movimiento de gentes que a ritmo procesional se acercaban en busca de la
comunión que administraban el obispo y sus sacerdotes. Era, en fin, el momento en
que se rompía para mí la monotonía y el paso lento del tiempo. Ese “Amén,
Aleluya” lo prefería, en todo caso, al majestuoso “Aleluya” de Haendel, cuya
mayor riqueza compositiva y armónica me parecía estridente. Para mi madre y mi
hermano, sin embargo, era el canto preferido. “Hijo, dónde vas a ir parar. Es
mucho más solemne y más bonito. Fíjate en las voces y en la orquesta cómo
resuenan. Emociona mucho más”, me decía mi madre. “Pues a mí, no. Me gusta más
el ‘Amén-Aleluyá’”, le contestaba.
Acabada la
misa, por fin, a la salida del templo me esperaba la alegría y el paseo por las
calles entre el bullicio de la gente. Era el momento de poder ver a las charras,
ataviados con sus vestidos espectaculares de lentejuelas de colores y sus
pañuelos blancos sobre la cabeza, y a los charros, con sus trajes negros y
austeros de chaqueta corta y sus gorros alados y cónicos en el centro. Bailaban
con las castañuelas al ritmo de la gaita y el tamboril, ofreciendo un espectáculo
de música, color y movimiento.
Era también
el momento de poder ver a los gigantes y al inmenso Gargantúa que se apostaban en
la Plaza Mayor.
Y, cómo no, poder ver a los temibles cabezudos. Hacerlo junto a mi padre, mi
madre y mi hermano me daba seguridad, aunque no acababa de perder el miedo.
Otra cosa era verlos con mis amigos. ¡Ay, los cabezudos! ¡El terror que me invadía
cuando en el barrio oía a lo lejos el sonido atávico del tamborilero que
anunciaba su llegada con el ritmo monótono que no cesaba! Los cabezudos el Padre
Lucas y la Lechera ,
a quienes cantábamos eso de “que venden leche por cuatro perras”. O el Negrito
y la Bruja , los
que creía más terribles, que se dedicaban a arrear a diestro y siniestro con
sus varas a la chiquillería.
Al cabo de
unos años, todavía niño, dejé de tenerles miedo. Fue el día que me atreví a ir solo
con ellos y echando carreras para evitar los palos. Ya
adolescente dejé de tener miedo al infierno y sus demonios y al poco, sin
embargo, empezó otro. Éste, sí, de carne y hueso. Provenía de las autoridades
civiles y militares de la ciudad. Las mismas con las que habíamos coincidido mi
hermano y yo en la misa en honor de la patrona de la ciudad. Ya no corría delante
de los cabezudos, sino de los uniformados de color gris y porra en la mano que
ya no jugaban en broma, sino en serio. Fue un tiempo de miedo. O de miedos.