Las dos últimas decisiones de la Junta Electoral Central sobre Quim Torra y Oriol Junqueras acaban de levantar una tormenta política. En el mismo día y casi a la misma hora han decidido, por un lado, inhabilitar al presidente de la Generalitat y, por otro, quitar la inmunidad al europarlamentario. Lo ha hecho un órgano administrativo, que no judicial, y que dispone entre sus componentes de una mayoría conservadora.
En el primer caso la JEC lo ha hecho basándose en una sentencia no firme emitida en su día por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, saltándose todas las medidas garantistas y a la espera de una decisión del Tribunal Supremo. La votación ha sido reñida: siete votos sobre seis. Y a la espera de mayor información, debe de haber generado una gran discusión en su seno. Basta con haber escuchado a Joaquim Boch, uno de los portavoces de Jueces y Juezas para la Democracia, y la cosa es, con mucho, más que dudosa.
En el caso de Junqueras la JEC, con cinco votos particulares, ha recordado su inelegibilidad por tener una sentencia de cárcel firme. Al igual que con Torra, sin embargo, el Tribunal Supremo ha de tomar una decisión la próxima semana, como respuesta a la sentencia del Tribunal de Justicia Europeo, que puso en tela de juicio el procedimiento llevado a cabo por el Tribunal Supremo al vulnerar el derecho de inmunidad de Junqueras como europarlamentario.
Es lo que tenemos. Una justicia desacreditada técnicamente por diversos órganos judiciales de otros países y de la propia Unión Europea. Una derecha que hace de la judicialización de lo político uno de los fundamentos de su acción. Y los principales órganos judiciales o administrativos que actúan con vergonzosa parcialidad. Lo hecho hoy por la JEC no es otra cosa que echar gasolina a un incendio que iba aminorándose.