Los triunfos del PP desde finales de los años ochenta tuvieron una clave: conseguir ser el único partido de la derecha españolista. Fue un proceso con dificultades, pero exitoso. pero vayamos por partes.
En los primeros momentos de la Transición la derecha estaba fragmentada y contaba con la hegemonía de Unión de Centro Democrático, el partido creado en torno a Adolfo Suárez, con una Alianza Popular, liderada por Manuel Fraga, que se quedó sin alcanzar siquiera el 10% de los votos y una extrema derecha, encabezada por Blas Piñar, que lo más que consiguió fue un diputado en 1979. Entre 1982 y 1993 el campo de la derecha sufrió una especie de travesía del desierto: UCD acabó rota y desapareciendo; el Centro Democrático y Social de Suárez fracasó en su intento por formar un centro-derecha progresista; mientras que AP se veía impotente para hacer frente al PSOE. Tuvo que ser la refundación de AP en el Partido Popular cuando a lo largo de los años noventa se alcanzó el éxito, recogiendo buena parte de los restos de los naufragios y aupando a una nueva generación de dirigentes.
El personaje clave en ese mundo conservador fue José María Aznar, que accedió a la presidencia de la Junta de Castilla y León en 1987 gracias a la ayuda prestada por el CDS. Su corta experiencia en el cargo le abrió el camino para liderar al PP a partir de septiembre de 1989, del que fue candidato, sucesivamente, hasta el año 2004. Sin que apenas le hiciera sombra ningún otro partido de su campo, logró aumentar los votos en cada elección y obtuvo la presidencia del gobierno en las elecciones de 1996 y 2000, esta última con mayoría absoluta.
Durante el paréntesis entre 2004 y 2011, ya con Mariano Rajoy, el que el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero le arrebatara el gobierno se debió a dos factores: uno, los errores del propio Aznar y sobre todo el de su deriva atlantista, con la guerra de Irak como referente; y el otro, la opción del voto útil hacia el PSOE que se dio en el campo de la izquierda y que, a su vez, debilitó a IU.
La crisis económica de 2008, ahora con errores graves de Zapatero, permitió que en noviembre de 2011 el PP recuperara la mayoría absoluta, que se unió a los triunfos electorales en las municipales y las autonómicas de unos meses antes. Parecía que el país, en una inmensa mayoría, se había entregado a los pies del PP, ahora con Rajoy al frente, pero todo era una apariencia. Con anterioridad había sembrado lo que acabó siendo el problema de Catalunya, que empezó a extenderse en forma de independentismo. Las medidas que el gobierno conservador tomó fueron de tal calibre (reforma laboral, educación, justicia, aborto...), que amplios sectores de la sociedad se movilizaron como hacía años que no se conocía. Y a ello se unió la salida a la luz de los escándalos de corrupción en la financiación del PP, empezando con el caso Bárcenas y siguiendo con la Púnica, la Kitchen, la policía patriótica de Interior...
El campo de la derecha se acabó resquebrajando: el PP fue viendo cómo Ciudadanos, primero, empezó a comerle terreno y, ya desde 2019, cómo su flanco más extremo por la derecha se quedó en manos de Vox. A su vez, en el seno de la izquierda, con el surgimiento de Podemos y las confluencias, el PSOE perdió fuelle, como pudo verse en las tres elecciones de 2015. Y el resultado final fue una grave crisis que afectó tanto al bipartidismo de hecho que se había dado desde 1977 como a la institución monárquica, después que Juan Carlos I se viera obligado a abdicar en 2014 cuando se fueron conociendo más episodios de sus tejemanejes financieros y personales.
Con todo, la moción de censura de 2018, que devolvió el gobierno al PSOE en la figura de Pedro Sánchez, y las siguientes elecciones llevaron al PP a la peor de las situaciones vividas en su historia.
En la actualidad la situación ha cambiado. Ciudadanos no ha sido capaz de superar al PP, principalmente por lo ocurrido en el verano de 2019, cuando rechazó un acuerdo con el PSOE. Desde entonces ha iniciado una caída ininterrumpida, que está permitiendo al PP recuperar esos votos. Por su parte, Vox se mantiene fuerte en el flanco a la derecha del PP y, hasta el momento, ha conseguido arrastrarlo hacia posiciones políticas más extremas.
Y es aquí donde se inscriben los últimos pasos dados por el PP, que busca recuperar todo el espacio político o, al menos, que, desaparecido en la práctica Ciudadanos, los votos de Vox queden reducidos a la irrelevancia. Y en ello el sistema electoral le favorece, porque es en las provincias más conservadoras donde mejor puede optimizar los resultados electorales. A eso se añadiría Andalucía, un territorio hoy clave para entender por dónde puede inclinarse la balanza. Lo que hasta 2018 le había servido de mucho al PSOE, ahora se ha convertido en un ámbito conquistado por la derecha, lo que tiene que ver, errores del PSOE aparte, con un anticatalanismo que aporta muchos votos en Andalucía.
El teatro montado por el PP la semana pasada tiene mucho de sainete. Pero -¡ojo!- no tiene por qué salirle mal. Resulta fácil desde la izquierda y desde observadores externos, sobre todo del extranjero, ver cómo lo hecho por el PP contiene elevadas dosis de ridículo: la chulería de Aznar en torno a las pensiones; la invitación a Nicolas Sarkozy y su inmediata segunda condena por corrupción; las palabras de Mario Vargas Llosa sobre el valor de los votos; los ataques al papa Francisco por defender que se pida perdón por lo ocurrido durante la conquista de América; la presencia del imputado por corrupción Francisco Camps; la propia denuncia de una militante del PP de la casi ausencia de mujeres en las mesas redondas; el regreso a España de una inexpresiva Isabel Díaz Ayuso después de su fracasado viaje a EEUU...
Sí, muchas situaciones ridículas, como las que ya hubo durante la campaña de las elecciones madrileñas y que, a la postre, no contaron a la hora de entregar una mayoría absoluta a Ayuso. Lo ridículo está presente en buena medida en el mundo de nuestros días, pero, lejos de penalizar, lo menos que se hace en determinados ámbitos políticos es no tenerlo en cuenta. Ocurrió, por ejemplo, con Donald Trump o con Jair Bolsonaro, pero...
El neoliberalismo ha impregnado de tal manera nuestras vidas, que está haciendo del individualismo el eje de nuestras tomas de decisiones. A ello hay que añadir su banalización, en la que la televisión y las redes sociales funcionan como vehículos de socialización de determinados comportamientos sociales. De esa manera, los problemas colectivos se hacen sentir como individuales. La colaboración social se transforma en la complicidad del grupo a la hora de divertirse. La solidaridad entre las personas se ve alterada por la búsqueda de enemigos en forma de xenofobia, homofobia, violencia contra las mujeres... Y en nuestro país, además, con un añadido: el factor de identidad territorial, que está extremando el sentimiento de lo español, con una recuperación de valores propios de la España negra.
Vistas así las cosas, en el seno de la izquierda se plantean varios retos. En el caso del PSOE, si es capaz de entender lo que supone seguir defendiendo posiciones conservadoras en asuntos como la vivienda, la energía, el mercado laboral... En el de IU, Podemos, Más País, Equo y demás, si consiguen acabar con la división electoral, teniendo en cuenta el fuerte peaje que hay que pagar por presentarse por separado. Y en el de grupos como ERC, EH-Bildu, NG, Compromís..., si optan más por posicionamientos de izquierda o priman lo identitario.
No está de más reflexionar sobre ello.