Ayer dediqué a la proclamación una entrada hecha con rapidez, basada en un texto de María Zambrano. Dado que a lo largo del día había estado ocupado en otras cosas, no me dio tiempo a más. Hoy voy a reproducir el texto más amplio del que forma parte lo ayer publicado. Pertenece a su obra autobiográfica Delirio y Destino, escrita en 1952 en La Habana, mientras Zambrano se encontraba en el exilio, y publicada bastantes años más, en 1989, después de haber regresado a España. En uno de sus capítulos, titulado "14 de abril", rememora lo vivido en esa jornada, de la que fue testigo en el mismo Madrid junto a su hermana Araceli.
Es un texto bello, poético, como suele ser en muchas ocasiones la prosa de la pensadora malagueña. Está cargado de una fuerte emoción, acompañado a veces de un fuerte simbolismo, como se refleja, por ejemplo, en estas dos frases: "Florecieron las banderas republicanas, florecieron no se sabía desde qué campo de amapolas o de tomillo. Hasta había perfume a campo, a campo de España". La misma emoción que sintieron numerosas personas, en los distintos rincones del país, desde Éibar, que fue la pionera en proclamar la República, hasta la propia capital, donde se hizo de una forma oficial en el marco de la Puerta de Sol.
Se ha dicho que lo ocurrido en esos días fue una manifestación colectiva de alegría. No era para menos. Se salía de una dictadura, pero también de varias décadas de dominio de un bloque de poder oligárquico que tenía sumido a la mayoría de la población en la miseria económica, política y cultural. Y la República se presentaba para ellas como una esperanza.
He aquí el texto de María Zambrano:
En el himno
de Homero, Afrodita se hace merecedora de ese mismo epíteto: La Naciente. Así
es llamada. Y de Afrodita fue aquel día, un día naciente, donde todo nació:
hasta el día, hasta las nubes, hasta la gente.
Pasaban
guardias civiles llevados a hombros por el pueblo, por las gentes del pueblo de
Madrid, y ellos eran felices. Los rateros se declararon en huelga; no hubo un
solo hurto, por pequeño que fuera. Las personas entraban en los bares, donde
pedían y pagaban; nadie intentó tomarse ni siquiera un café sin pagar. Las
joyerías estaban intactas, con sus alhajas resplandecientes; nadie pensó en
romper los cristales, nadie pensó en romper nada.
Creo yo que
era la claridad del día. Pero si esa claridad del día se dio precisamente el 14
de abril, y si lo que nació ese día naciente fue la República, no puede ser por
azar. Fue, pues, un nacimiento y no una proclamación.
(…) Florecieron
las banderas republicanas, florecieron no se sabía desde qué campo de amapolas
o de tomillo. Hasta había perfume a campo, a campo de España. Y, entonces, todo
fue muy sencillo: Miguel Maura avanzó con la bandera republicana en los brazos.
La llevaba tiernamente, como se lleva un depósito sagrado, un ser querido. La
desplegó y dijo simplemente: “Queda proclamada la República”. Fue un momento de
puro éxtasis. (…).
Los
tranvías se habían ido quedando parados, no había lugar para uno más, ni dentro
de ellos para un ser viviente más, ni sobre su techumbre, ni sobre el tejadillo
de la Estación de Metro, ¡oh, cómo les envidiaban, eran los privilegiados!
Se
enracimaban los cuerpos humanos en los balcones, de pie en los barandales;
festoneaban los áticos de todos los edificios, se erguían como bandadas de
cigüeñas en los tejados, buscando respaldo en las chimeneas. Y seguían, seguían
viniendo; más no era posible, sin codazos, pisotones, tropiezos.
Llegaron
aún unas oleadas desde las calles Mayor y Arenal, y como el viento en un campo
de trigo, se extendió la onda sonora: “Se ha ido, se acaba de ir, ahora, en
este momento”… Y en este momento todas las cabezas se alzaron hacia arriba,
hacia el Ministerio de la Gobernación; se abrió el balcón, apareció un hombre,
un hombre solo, alto, vestido de oscuro traje ciudadano; sobrio, dueño de sí,
izó la bandera de la República que traía en sus brazos y se adelantó un
instante para decir unas pocas palabras, una sola frase que apenas rozó el
aire, y levantando los brazos con el mismo gesto sobrio, en una voz más sonora,
como se cantan las verdades, gritó: “¡Viva la República!” “¡Viva España!”.
Y como una
sola voz de mil registros, llenó el aire, subió hacia las nubes blancas,
redondas, que habían venido también, no acababa de extinguirse y en tonos
diferentes, en cien registros como en un gigantesco y nunca oído órgano en una
coral, que entonaba todo un pueblo, subía la voz a las nubes, y volvía a bajar
y así el aire estuvo lleno de esos gritos, que aunque ya no hubieran repetido
estarían allí llenándolo todo.
El cielo de
abril dejaba caer su luz blanca, azul y blanca hasta tocar transfigurando a la
multitud. La luz era también de mil reflejos, en un blanco único toda la
infinitud que hay en el blanco.
En la
blancura destacándose, perfilándose en el cielo. Alta, alta, ondeaba la bandera
republicana, ahora ya del todo desplegada.
Y
mirándola, fijó los ojos en el reloj de la torre
Eran las
seis y veinte.
Las seis y
veinte de la tarde de un martes 14 de abril de 1931.
(Fuente del texto que se reproduce de María Zambrano: https://errepublikaplaza.wordpress.com/2016/04/15/un-martes-14-de-abril-de-1931-con-maria-zambrano/).