"Hay en el cementerio del Pêre-Lachaise (...) [una] piedra [que] está desnuda. Al cortarla, únicamente se pensó en las necesidades de la tumba, y no se tomó otra precaución que la de hacer aquella piedra lo bastante larga y ancha como para cubrir a un hombre.
En ella no se lee nombre alguno.
Solamente, hace ya muchos años, una mano escribió con lápiz cuatro versos que poco a poco se fueron volviendo ilegibles bajo la lluvia y el polvo, y que probablemente hoy ya estarán borrados:
Duerme. Aunque la suerte no le fue propicia,
vivía. Y murió cuando perdió a su ángel.
La muerte le llegó sencillamente,
como llega la noche cuando se marcha el día".
Es así como acaba la novela Los miserables, de Victor Hugo (Madrid, Bibliotex, 1999, 2 vv.). He estado leyéndola a lo largo de casi tres semanas y puedo asegurar que, pese a su larga extensión, he disfrutado del relato. Recuerdo de principios de los setenta una adaptación televisiva por capítulos, dentro del programa Novela, que me atrapó, como le ocurrió también a mi querida madre. Eran los tiempos del Conde de Montecristo, Crimen y castigo, David Coperfield, Cuentos de Chejov..., libros llevados a la pequeña pantalla bajo la dirección de Pilar Miró, Pedro Amalio López o Gustavo Pérez Puig, entre otros, y por donde iban saliendo Pablo Sanz, Luisa Sala, Elvira Ramírez, José Bódalo, Lola Herrera, Pepe Martín, María Luisa Merlo y largo etcétera de nombres de artistas.
Ha sido esta mañana cuando he puesto fin a la lectura de las vicisitudes de Jean Valjean y el torrente de personajes que lo han ido acompañando a lo largo de las alrededor de 1.300 páginas que dura el relato de Hugo. Ese Valjean que recuerdo de mi niñez permanentemente perseguido, el mismo que, siendo muy joven, por haber robado un pan con el que alimentarse él y su familia,
"había entrado en el presidio sollozando y temblando; salió de él impasible. Había entrado desesperado, salió de él sombrío".
Y esta misma mañana otro libro, no tan conocido ni su título ni su autora, le ha tomado el relevo: El largo sueño de tu nombre, de Amaia Oloriz Rivas (Tafalla, Txalaparta, 2021). Una novela basada en un hecho real: la fuga masiva de casi 800 prisioneros republicanos del Fuerte de San Cristóbal, en Pamplona, que tuvo lugar en mayo de 1938. Una prisión donde, por cierto, estuvo preso varios meses un marinero barbateño, José Prieto Gutiérrez, que había sido hecho prisionero el año anterior y fue condenado a 12 años de cárcel en San Sebastián por un tribunal militar bajo el delito de auxilio a la rebelión.
La novela promete ser interesante, pero, salvo el triste final que tuvo el acontecimiento (casi 600 de los fugados fueron detenidos y pudieron haber muerto más de 200), no puedo contar más de ella. Sólo que empieza de esta manera:
"-¡Podéis salir, camaradas, somos libres!
La voz potente del preso se abrió camino por el patio de la cárcel.
Joaquín se levantó de inmediato y zarandeó a Tomás, sentado junto a él en el suelo de la celda.
-¡Vamos chico! -le dijo tirándole del jersey y levantándolo en volandas.
Pertenecían a la segunda brigada. Su calabozo estaba en la primera planta del fuerte de San Cristóbal. Apenas veinticinco metros cuadrados que les constreñían el ánimo, obligados como estaban a permanecer entre sus muros prácticamente el día entero, hacinados junto a una veintena de hombres más".
¡Buen día del libro!