(José Manuel Caballero Bonald)
Su nombre
era Manuel y Jiménez se repetía en sus dos apellidos. Nació durante la posguerra
en el Hoyo de la Tota ,
lo que fue un pequeño barranco contiguo al casco antiguo del pueblo, donde fueron
apiñándose durante años casetas de madera y hojalata. Las moraban en su mayoría
familias de marineros, el oficio que fue de su padre. De éste alguien me ha
dicho en voz baja, casi sin quererlo, que durante la guerra desfiló entre las
filas prietas de los camisas azules y bordados en rojo. La familia se fue luego
al Zapal, esa barriada inmunda que hería la sensibilidad de quienes visitaban
el pueblo. Esa barriada de “trapos quemados, excrementos, cascotes y cáscaras
de piñas”, como la describió Alfonso Grosso. A Manuel siempre lo conocí como
“el Monte”, pero mucha gente le decía “el Montelegrí”.
Cuentan que
le costó salir de las entrañas de su madre, pero cuando lo hizo, fue para no
parar de vagar de un lado para otro con la compañía del sol y del levante. El
monte de la Breña fue su territorio, por donde, ya desde muy niño, trasegaba sin
parar recogiendo higos de tuna, tagarninas, cardos, palmitos o hierbas
olorosas. Donde, cada dos años, batía las copas de los pinos para obtener su
fruto más preciado, esos piñones que acababan desprendiéndose de los conos
cuando eran abrasados en la hoguera.
Lo más
seguro es que el apodo le viniera por hacer de ese lugar el medio donde
encontró su razón de subsistir. Fue donde aprendió el oficio de piconero. Con
la ayuda de su hermana estuvo incinerando ramas de los pinos en la "Piera Cuajá" para hacer
el carboncillo que luego vendía por las casas. Su tez era morena, quemada por
el aire que acogía los rayos del sol, pero también tiznada del polvo del picón,
lo que hacía que lo fuera más negra. Quizás por eso lo llamaran “el Montelegrí”, como una derivación vulgar de “el Monte Negrín”.
Me han
contado que con su hermana pudo haber hecho que la luna fuera testigo de la
pasión que hierve cuando llega la noche para alumbrar algo más que un destello.
Quién sabe o eso dicen. “No te extrañe, eso lo había así en este pueblo”, me
dijo el otro día un amigo cuando se lo pregunté para cerciorarme.
La
electricidad le dio la puntilla a sus quehaceres con el picón y tuvo que ir buscándose
la vida de otras maneras. Y además, no mucho tiempo después, tuvo que trasladar
de nuevo su residencia, dejando su Zapal de adopción para alejarse a las
barriadas de arriba. A una cuyo nombre recordaba a un viejo marino de guerra,
piadoso por demasía, que en su más que triste destino acabó muriendo en su
ascensión hacia el cielo.
Nunca
abandonó el monte y los frutos que le daba, pero fue la ocasión para centrar su
mirada y sus manos hacia la mar. Me imagino que no fue un descubrimiento, que
ya la habría tanteado desde muy niño. ¿Cómo si no hubiera podido sobrevivir
cuando el calor arreciaba y el picón dejaba de tener sentido? El caso es que
desde entonces se volcó en las oportunidades que dan las aguas para tenerlas en
todo momento y no abandonarlas hasta que sus fuerzas declinaron. No lo hizo para
adentrarse en su lejanía, como lo hizo su padre y la mayoría de la gente, sino mayormente
para quedarse en el remanso salobre de la marisma, donde se juntan las aguas dulces
del Barbate y las saladas del Atlántico. Lo suyo fueron las coquinas negras de
río y, aunque menos, los camarones. En el pozo Montano casi cada día sumergía sus
pies, que entraban suavemente en el fango para acabar inclinando el cuerpo y
alargar las manos que recogían los seres que se escondían en el fondo. Cuando la
mar apretaba poco y su oleaje lo permitía, se aventuraba a las rocas para
arrancar las ortigas, los erizos y los ostiones que se ofrecían entre sus
paredes.
Desde que
llegué al pueblo “el Monte” formó parte del paisaje humano de personajes
singulares de cada día. Lo vi siempre vestido con una ropa desaliñada, casi
rota, un pelo y una barba con greñas, desplegando con timidez una tenue sonrisa
de tristeza. ¿O no era sonrisa y sólo era tristeza?
A mí me
pareció siempre un náufrago. Llevaba en un saco de redes o en una tosca
carretilla su cosecha de cada día, enseñándola allá por donde pasaba. Su andar
era pausado y parsimonioso, como si el tiempo no fuera con él o sintiera que lo
que tuviera que llegar lo haría igual de todas las maneras. Por las mañanas solía
parar en las proximidades del mercado y allí, sentado sobre el suelo con una
pierna extendida y otra recogida o en cuclillas, ofrecía con su mirada y en
silencio la mercancía.
Hay quien
dice que ha muerto. No falta quien lo sitúa en una residencia lejana. Me lo imagino
en silencio y en su soledad permanente. También, al igual que el poeta, ligero
de equipaje, como los hijos de la mar, aunque él la mantuvo a cierta distancia.
Por eso siguieron llamándolo “el Monte” o “el Montelegrí”.
(14-06-2011)
(Imagen: retrato de "El Monte", por Quirós, expuesto en una exposición de pintura en la Lonja Vieja de Barbate, mayo de 2012).