Hoy se cumplen 30 años del referéndum de la OTAN. Algunos medios de comunicación lo están recordando. Fue un momento contradictorio. En los medios políticos y sociales que nos estábamos movilizando casi sin descanso para conseguir la salida de la organización militar y defendíamos el NO en el referéndum convocado existía confianza por alcanzar el objetivo. Parecía que los sondeos reflejaban la posibilidad de ganar. Era, no obstante, una confianza contenida, siempre pensando que podía ocurrir lo contrario.
La campaña fue dura y difícil, desigual en medios económicos y, sobre todo, abrumadoramente desigual en los medios de comunicación, tanto públicos como privados, que se lanzaron en tromba en favor del SÍ. Cuando asistía al recuento del colegio electoral donde estuve de interventor me fui dando cuenta que la cosa pintaba mal. Luego, en la sede del PCE, donde acudí a entregar el acta del escrutinio pude contemplar una gran desazón. Y como la noche fue larga, estuve con otros amigos merodeando lugares donde intercambiar opiniones, tomarnos algunas cervezas y descargar tanta tensión acumulada. Se decía de todo. Recuerdo a un militante del PCP que dijo que se habían conseguido casi siete millones de votos antifascistas. Por supuesto que nos reímos por no llorar.
De unos días después conservo un escrito, que no es sino una breve reflexión hecha, como tantas otras, de madrugada, cuando llegaba de trabajar del periódico. Parte del mismo lo utilicé en un relato breve que publiqué en este cuaderno digital en 2009, titulado Elogio de la memoria. Ahora lo reproduzco en su totalidad y sin modificaciones, respetando lo que escribí en una noche de marzo de 1986 en Salamanca. Buscaba dar una explicación a lo sucedido, tras meses de movilizaciones, dentro de la situación que se vivía en España. Estábamos en pleno dominio político del PSOE y con una derecha todavía descompuesta y desorientada. Era la España que se decía que estaba en proceso de modernización, esa palabra fetiche que sirvió para justificar las políticas desarrolladas por el gobierno. Eso sí, manteniendo los pilares heredados de las cuatro décadas del franquismo, introduciendo algunas novedades del momento dentro del modelo económico neoliberal que estaba naciendo y, por supuesto, en el caso que nos ocupa, consolidando la presencia en las instituciones internacionales del sistema. Recuérdese que 1986, además del referéndum de la OTAN, también fue el de la firma de entrada en lo que empezó a llamarse como Comunidad Europea.
Volviendo ahora a leer el escrito y preparándolo para publicarlo, creo que sigue teniendo actualidad. Como si poco o nada en lo fundamental hubiera cambiado después de tres décadas.
Asistimos a un espectáculo sorprendente. Son tiempos de payasos que obedecen las órdenes de sus directores de escena. Dicen y hacen lo que les dictan. Interpretan su papel a la perfección en cuanto que la mayor parte del público les aplaude. Incluso hasta les aclama y ovaciona. Pero en las gradas hay voces de desagrado. Unas lo hacen permanentemente. Otras, sólo en diversos actos, escenas o pasajes. Las hay que abuchean, otras también patalean y hay quien incluso lanza objetos. El escenario, por ahora, está seguro. Sus actores sonríen ante la ovación mayoritaria. Las voces que se oponen están dispersas y sólo en algunos rincones se muestran más cohesionadas y hasta implacables. La obra, hay que reconocerlo, es fácil de representar. El público lo facilita. Los actores no son de gran categoría. Cumplen, eso sí, más que decentemente lo que les dicen. Lo malo es que empresarios y directivos pueden perfectamente desecharlos en cualquier momento. No ahora, que parece que cumplen su cometido de divertir. La bufonada es perfecta. Se dice, como se ha dicho siempre, que el teatro está en crisis. Es cierto, lo está, sus obras hoy adolecen de la calidad artística, técnica y humana que necesitan. Estará en crisis antagónica mientras subsista esta antítesis entre lo que representan y lo que representa su representación. Existe una manipulación de las mentes. Se hace ver la realidad de una manera diferente a lo que se refleja. Existe un enmascaramiento de la realidad, una ideologización en sentido estrictamente marxista, pero, paradójicamente, bajo unas formas desideologizadas. Existe, en el fondo, un doble enmascaramiento y, por tanto, una doble ideologización. La que corresponde a todo proceso de justificación superestructural de una realidad y la que corresponde al proceso específico en el que la acción se desarrolla. El espectador ríe la bufonada presentada, ideologizada o enmascarada porque se cree que asiste a una obra que le representa. Peor ignora eso. Está alienado con respecto a lo que le ofrecen. Ignora también que todo ello obedece a un trasfondo que pretende justificar la realidad existente como la única manera de verla. Ante este panorama el espectador, si quiere descubrir cuál es la clave de todo el entramado en el que está sumergido, debe abuchear a sus actores preferidos y únicos, y la obra que representan. Luego sólo le queda subir al escenario y convertirse en actor de una nueva obra. En el momento en que se convierta en actor de sí mismo, habrá dejado atrás toda una etapa negra, dominada por directores falsificadores y actores de bufonadas, para romper esa obra falsa en sus esencias y elaborar una obra nueva, distinta, a su medida, verdadera, desideologizada en su sentido estricto y no enmascarada.
La campaña fue dura y difícil, desigual en medios económicos y, sobre todo, abrumadoramente desigual en los medios de comunicación, tanto públicos como privados, que se lanzaron en tromba en favor del SÍ. Cuando asistía al recuento del colegio electoral donde estuve de interventor me fui dando cuenta que la cosa pintaba mal. Luego, en la sede del PCE, donde acudí a entregar el acta del escrutinio pude contemplar una gran desazón. Y como la noche fue larga, estuve con otros amigos merodeando lugares donde intercambiar opiniones, tomarnos algunas cervezas y descargar tanta tensión acumulada. Se decía de todo. Recuerdo a un militante del PCP que dijo que se habían conseguido casi siete millones de votos antifascistas. Por supuesto que nos reímos por no llorar.
De unos días después conservo un escrito, que no es sino una breve reflexión hecha, como tantas otras, de madrugada, cuando llegaba de trabajar del periódico. Parte del mismo lo utilicé en un relato breve que publiqué en este cuaderno digital en 2009, titulado Elogio de la memoria. Ahora lo reproduzco en su totalidad y sin modificaciones, respetando lo que escribí en una noche de marzo de 1986 en Salamanca. Buscaba dar una explicación a lo sucedido, tras meses de movilizaciones, dentro de la situación que se vivía en España. Estábamos en pleno dominio político del PSOE y con una derecha todavía descompuesta y desorientada. Era la España que se decía que estaba en proceso de modernización, esa palabra fetiche que sirvió para justificar las políticas desarrolladas por el gobierno. Eso sí, manteniendo los pilares heredados de las cuatro décadas del franquismo, introduciendo algunas novedades del momento dentro del modelo económico neoliberal que estaba naciendo y, por supuesto, en el caso que nos ocupa, consolidando la presencia en las instituciones internacionales del sistema. Recuérdese que 1986, además del referéndum de la OTAN, también fue el de la firma de entrada en lo que empezó a llamarse como Comunidad Europea.
Volviendo ahora a leer el escrito y preparándolo para publicarlo, creo que sigue teniendo actualidad. Como si poco o nada en lo fundamental hubiera cambiado después de tres décadas.
Asistimos a un espectáculo sorprendente. Son tiempos de payasos que obedecen las órdenes de sus directores de escena. Dicen y hacen lo que les dictan. Interpretan su papel a la perfección en cuanto que la mayor parte del público les aplaude. Incluso hasta les aclama y ovaciona. Pero en las gradas hay voces de desagrado. Unas lo hacen permanentemente. Otras, sólo en diversos actos, escenas o pasajes. Las hay que abuchean, otras también patalean y hay quien incluso lanza objetos. El escenario, por ahora, está seguro. Sus actores sonríen ante la ovación mayoritaria. Las voces que se oponen están dispersas y sólo en algunos rincones se muestran más cohesionadas y hasta implacables. La obra, hay que reconocerlo, es fácil de representar. El público lo facilita. Los actores no son de gran categoría. Cumplen, eso sí, más que decentemente lo que les dicen. Lo malo es que empresarios y directivos pueden perfectamente desecharlos en cualquier momento. No ahora, que parece que cumplen su cometido de divertir. La bufonada es perfecta. Se dice, como se ha dicho siempre, que el teatro está en crisis. Es cierto, lo está, sus obras hoy adolecen de la calidad artística, técnica y humana que necesitan. Estará en crisis antagónica mientras subsista esta antítesis entre lo que representan y lo que representa su representación. Existe una manipulación de las mentes. Se hace ver la realidad de una manera diferente a lo que se refleja. Existe un enmascaramiento de la realidad, una ideologización en sentido estrictamente marxista, pero, paradójicamente, bajo unas formas desideologizadas. Existe, en el fondo, un doble enmascaramiento y, por tanto, una doble ideologización. La que corresponde a todo proceso de justificación superestructural de una realidad y la que corresponde al proceso específico en el que la acción se desarrolla. El espectador ríe la bufonada presentada, ideologizada o enmascarada porque se cree que asiste a una obra que le representa. Peor ignora eso. Está alienado con respecto a lo que le ofrecen. Ignora también que todo ello obedece a un trasfondo que pretende justificar la realidad existente como la única manera de verla. Ante este panorama el espectador, si quiere descubrir cuál es la clave de todo el entramado en el que está sumergido, debe abuchear a sus actores preferidos y únicos, y la obra que representan. Luego sólo le queda subir al escenario y convertirse en actor de una nueva obra. En el momento en que se convierta en actor de sí mismo, habrá dejado atrás toda una etapa negra, dominada por directores falsificadores y actores de bufonadas, para romper esa obra falsa en sus esencias y elaborar una obra nueva, distinta, a su medida, verdadera, desideologizada en su sentido estricto y no enmascarada.
(Salamanca, 18/19 de marzo de 1986)