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miércoles, 1 de marzo de 2023

Mi martenitza de 1984 y el deseo de salud, suerte y larga vida


El 1 de marzo es una fecha señalada en Bulgaria, porque se celebra la llegada de la primavera. Y se hace de una manera curiosa: de un lado, se regalan a familiares y gente allegada parejas de muñequitos de lana, uno rojo y otro blanco; y de otro, se colocan en los lugares más insospechados de las calles. 

Hoy me ha venido el recuerdo de ese día durante mi estancia en Bulgaria, allá por el año 1984. Amaneció soleado, lo que supuso para mí un respiro tras dos meses de haber pasado mucho frío y nevadas periódicas. Es cierto que pocos días después las calles volvieron a vestirse de blanco, pero al menos fue el arranque de un tiempo más llevadero.

Desde días atrás me había llamado la atención la cantidad de pequeños puestos callejeros donde se exponía una infinidad de modelos de esos muñequitos de lana y en los que la gente se paraba para adquirirlos. Pero fue en el inicio de la clase de búlgaro cuando la profesora nos obsequió, a mí y a mis otros cuatro compañeros tunecinos, con el correspondiente regalo. Fue el primero de otros tantos a lo largo del día. Luego vino la explicación de los orígenes y el significado de esa fiesta. 

El día de la martenitza  se conoce también con el nombre de Баба Mарт (Baba Marta / Abuela Marzo), cuyas raíces paganas se hunden en siglos lejanos. Y como trasfondo, en medio del optimismo que permite el inicio del fin del invierno, se encuentra entre la gente una manifestación recíproca de amistad y de buenos deseos.

He estado ojeando la тетрадка (esto es, el cuaderno) de mis clases de búlgaro y en medio de los ejercicios gramaticales del día 1 de marzo aparece un texto rodeado de un "bocadillo" ovalado, cuyo contorno tiene forma de alambre en espiral y en cuyas partes centrales, superior e inferior, destacan sendos círculos, como si fueran soles. En el mismo puede leerse lo siguiente:

Blanco y rojo: МАРТЕНИЦА. El blanco por la piel, el rojo por los "coloretes". 1º de marzo.
"Пожелаваи эи здраъе, щастие и дълъг живот!".
"Os deseo salud, suerte y larga vida!".

domingo, 24 de abril de 2022

El santuario familiar de la cultura

Desde la altura, cuasi presidiendo, el abuelo Severiano y la abuela Pilar parecían contemplar lo que allí ocurría cada día. Por debajo, el título académico de Jorge dejaba constancia de su buen hacer como músico en proceso de preparación. Y abajo, a la derecha, la guitarra que Seve y el propio Jorge habían comprado cuando acababa la década de los sesenta, completaba el paisaje de una de las paredes. El despacho fue uno de los centros de gravedad de la casa familiar. Un pequeño santuario dedicado a la cultura. El lugar de los libros y del estudio. Una herencia que nuestro padre, también maestro, respetó y cultivó. Ya entrada la década de los años setenta del siglo pasado, algunos de sus hijos, sin pretender ser irredentos, le añadimos una función más: la música. Del magnetofón traído unos años antes de Alemania por Juan Miguel, al principio destinado a escuchar las voces de las tradicionales zarzuelas, fueron emanando las canciones más modernas de los Beatles, Moody Blues, Simon & Garfunkel y otros grupos. Luego llegaron, ya en los primeros reproductores de casetes, las canciones de los Quilapayún, Inti Illimani, Víctor Jara o Violeta Parra que Seve grababa en Madrid. Y, ante todo, cobró importancia la guitarra, que se convirtió en un habitante señero del santuario. Seve dejaba caer su "Abuelo" de Atahualpa Yupanqui o su "Porompompero revolucionario". A dúo, Jose y yo cantábamos lo que se terciase, a veces con el sonido de la flauta de madera, que tenía en "El cóndor pasa" como emblema. Y en trío, con Jorge, dejábamos sentir la armonía de voces con las que experimentaba el hermano músico. Jose, como bajo, yo, como voz principal, y el propio Jorge, con la más aguda, entonábamos, entre otras, "El pueblo unido", la adaptación de la banda sonora de El atentado en "¡Abajo la opresión...!" o el poema de Pedro Salinas "Te busqué con la duda". En solitario practicaba con mis propias composiciones, desde la primigenia "Mundo cruel" hasta las  musicalizaciones que hacía de poemas de Miguel Hernández, Pablo Neruda o Rafael Alberti. El santuario se llenaba, así, de notas musicales. Con los años fue conociendo un trasiego en su ubicación: de la primera habitación a la derecha de la casa pasó a las dos del fondo (primero, la de la izquierda y después, la de la derecha), para finalmente regresar a la del principio. Pero apenas nada cambió, salvo el retrato del abuelo Severiano y la abuela Pilar, que pasó al comedor, o el título de Jorge, que desapareció. Siguieron los libros y la guitarra. Y fueron llegando nuevos moradores, niñas y niños que pululaban a lo largo de la semana para hacer sus deberes escolares, cantar, pintar y a veces hasta entablar largas conversaciones. Siempre respetando ese lugar como un santuario de la cultura. El mismo que supo custodiar nuestra querida hermana. Amén.


miércoles, 16 de marzo de 2022

Karl Marx en mi visita a Londres en 1991


El pasado día 14 de marzo se cumplió el 139 aniversario del fallecimiento de Karl Marx. Murió en Londres, la ciudad que le acogió en 1849, después de haber sufrido interminables persecuciones en su país de origen, Prusia -que estaba iniciando el proceso de unificación hacia lo que acabó siendo lo que hoy llamamos Alemania-, Bélgica y Francia.

En la capital británica estuve en julio de 1991. Fue una visita bonita, realizada en compañía de Juan Miguel, Chony y Felisa, que en algunos días contó con la presencia de Marta, joven y Guillermo, niño, y claro está, gracias a la generosidad de nuestro hermano Seve, que por entonces estaba destinado como profesor en un instituto londinense y nos acogió en su casa del barrio de Candem. Muchos fueron los lugares que visitamos y no faltaron algunos episodios más que curiosos, merecedores de ser contados en otra ocasión. De todo ello ha quedado un recuerdo imborrable y como testimonio, las fotografías de Juan Miguel y la grabación que hice con mi vídeo recién comprado para ocasión. Lástima que de las primeras, hechas con una cámara analógica, no se hicieran tantas como las que hoy aprovechamos con las cámaras digitales. Y en cuanto al vídeo, el problema deriva de la mala conservación de las imágenes y una digitalización defectuosa, algo que espero resolver, si es posible, en cuanto pueda. 


Volviendo a Marx, tuve la oportunidad de visitar tres lugares donde todavía permanece su huella. El primero fue en el popular, y céntrico a la vez, barrio del Soho y más concretamente en Dean Street, donde está instalada  sobre la pared exterior de un edificio una placa recordatoria del piso que fue la vivienda familiar de Marx entre los años 1851 y 1855. Allí llegamos paseando una mañana tranquila del 17 de julio, para después disfrutar de una momento de reposo en la la plaza contigua. 

El segundo lugar fue la visita a la Marx Memorial Library, en las cercanías del céntrico barrio del Temple, una institución ligada, al menos en aquellos años, al Partido Comunista Británico. La realizamos Juan Miguel y yo en la tarde del día 18, para posteriormente aprovechar para tomarnos una pinta de cerveza. Dado que nuestro dominio del inglés era muy pobre, fue gracias al buen hacer de mi hermano, conocedor del alemán, como pudimos informarnos de algunos pormenores de las actividades que se llevaban a cabo. Me viene a la memoria el mural que había pintado en una de sus paredes, donde aparecía la figura del socialista utópico William Morris, acerca del cual formulé algunas preguntas. De aquella visita sólo he mantenido como recuerdo material una publicación breve titulada Lenin in Britain, escrita por Andrew Rothstein, del que ahora he sabido que fue periodista y militante comunista, y que durante un tiempo llegó a presidir la Biblioteca conmemorativa de Marx.


Por último, el día 23 nos acercamos al Highgate Cemetery, donde reposan los restos de Marx, junto a los de su compañera Jenny, su hija Eleanor, su nieto Harry y Helene Demuth. Junto a la tumba se erigió en 1956 una escultura, donada por el Partido Comunista y obra del artista Laurence Bradshaw, en la que aparece representada su cabeza. Sostenida sobre un pedestal, en la cara frontal pueden leerse dos inscripciones, dedicadas a sendas frases muy conocidas del revolucionario alemán: "WORKERS OF ALL LANDS UNITE" [Trabajadores de todos los países, uníos]. "THE FILOSOPHERS HAVE ONLY INTERPRETED THE WORLD IN VARIOUS WAYS. THE POINT HOWEVER IS TO CHANGE IT" [Los filósofos han interpretado el mundo de varias maneras. La clave está en transformarlo]. 


Fue el lugar donde el 17 de marzo de 1883, tres días después de su fallecimiento, su compañero y amigo Friedrich Engels pronunció un memorable y emotivo discurso de despedida, entre lo que dijo cosas como las que siguen:

“Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan sencillo, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.; que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por consiguiente, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una época es la base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta entonces se había venido haciendo. Pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley específica que mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa creada por él. El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto estos problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores, tanto las de los economistas burgueses como las de los críticos socialistas, habían vagado en las tinieblas”.


(La última imagen se corresponde con la inauguración del monumento erigido junto a su tumba en 1956; https://www.akg-images.com/archive/-2UMDHUF9AZU5.html).

jueves, 13 de enero de 2022

Esa mole blanca y azul que se contempla desde el balcón familiar


El balcón de la cocina de mi casa familiar salmantina ha sido siempre un lugar privilegiado por las vistas que tiene. Orientado hacia el sur y el suroeste, tiene como horizonte los Montalvos, ese pequeño bloque montañoso de pizarras y cuarcitas muy arrasado por le erosión que flanquea por el sur el paso del río Tormes. 

El horizonte que se divisaba fue una fuente de aprendizaje, cuando mi madre me señalaba la silueta de la Peña de Francia, visible en los días más claros. O cuando me decía que los atardeceres de colores cálidos anunciaban días soleados. E incluso cuando me decía que las lluvias venían por los Montalvos, cuando se veían esos cielos que se iban oscureciendo. Y de las dos últimas cosas no erraba, porque, aun desde su inconsciencia cognitiva, lo que reflejaba era una realidad meridiana. Y es que es desde el oeste de donde proviene la circulación atmosférica general que afecta a nuestro continente y de ahí que pudiera intuir lo que podía ocurrir cada día siguiente o que captara que iban a llegar lluvias, lo que la llevaba a recoger la ropa tendida en el balcón.   

Sí, un balcón desde el que también he sido testigo de cómo ha ido cambiando en parte el paisaje a lo largo de los años. Aunque con un gran consuelo: el de poder seguir contemplando los atardeceres, tantas veces encendidos por sus coloraciones cálidas, en el momento en que el sol se va ocultando.

El primero de esos cambios en el paisaje fue la aparición por la izquierda de lo que durante mi niñez y juventud llamábamos "el Ambulatorio". Lo habían ubicado en la cuesta de San Vicente, la subida empinada desde el río Tormes que bordeaba por el oeste el cerro del mismo nombre, que es, a su vez, el núcleo histórico originario de la ciudad. Inaugurado en 1965, fue el primer complejo sanitario público de la ciudad, formado por el edificio de las consultas externas, esto es, el Ambulatorio propiamente dicho, y la residencia hospitalaria, que recibió el nombre de Virgen de la Vega. Corrían los años del desarrollismo del régimen franquista, cuando, con un retraso de más de una década en relación a los países de la Europa occidental, se decidió crear un sistema de salud cuasi universal, basado en las cotizaciones obligatorias a la Seguridad Social  por parte de las empresas.

Con "el Ambulatorio" surgió, así, un imponente bloque de hormigón de color blanco, complementado por una cristalería azul en sus ventanas, que se erigía como un coloso. Y por delante, ese bosque de antenas de televisión, acompañadas de alguna que otra chimenea, que se fue levantando sobre los tejados rojos de los edificios del barrio. Eran los  tiempos -los sesenta y los setenta- en que los televisores se convirtieron en el aparato rey de cada casa. Símbolos de la modernidad, como lo fueron las lavadoras, los frigoríficos y también los teléfonos -de cable, por supuesto-, aunque en lo más alto de la jerarquía doméstica. Estaban situados en el corazón de los hogares -el comedor o la sala de estar- y sobresalían al exterior a través de sus esos cables blancos colgantes sobre las fachadas y esas antenas metálicas levantadas sobre los tejados. 

Me llegó el otro día un correo de mi amigo Chema, veterano ecologista y compinche por los años ochenta en las andanzas en el Comité Antinuclear de Salamanca. Me informaba de un acto que se va a celebrar próximamente en protesta por lo que está ocurriendo en el entorno hospitalario situado en la cuesta de San Vicente. Lo que fue el Hospital Clínico, inaugurado en 1976, ha sido sustituido recientemente por un edificio nuevo y contiguo, junto al río. Sobre el viejo, que será derruido, se levantará otro nuevo para consultas sanitarias externas. Y el edificio de lo que fue el primer hospital público y primer ambulatorio de Salamanca, el Virgen de la Vega, se irá abandonando, sin que se sepa todavía qué hacer con él. Una nuestra, una vez más, de la forma que tiene el PP de gastar el dinero público: la concesión permanente de obras a las empresas privadas para su beneficio, sin contar con esas mordidas para otros fines que son tan frecuentes. No importa el coste, aunque luego se lleven a cabo recortes en lo primordial: la atención primaria, las especialidades médicas...

No sé cuándo la mole blanca y azul dejará de formar parte del paisaje del balcón familiar. Ya desde hace años el bosque de antenas sobre los tejados rojos fue dando paso -para bien- a unos postes metálicos de menor densidad. Las chimeneas siguen presentes, aunque, desaparecidas hace muchos años las chapas de las cocinas, ya apenas sin funciones. Pero, ante todo, sigue permaneciendo el horizonte en el que los Montalvos se erigen en la última barrera que cruza el sol cuando se va escondiendo para dar paso a la noche. 

sábado, 15 de mayo de 2021

Mi recuerdo de lo que fue el barrio del Castigo

La que acabó siendo la penúltima conversación con mi hermana Conchi -la enésima que por teléfono mantuvimos cada dos o tres días desde que se iniciara la  maldita pandemia que nos azota- dejó una cosa pendiente: haberle enviado unas fotos que hice años atrás de lo que había quedado del barrio del Castigo. Me preguntó ese día sobre su ubicación concreta, después que apenas hayan quedado restos de lo que fue hasta finales del siglo pasado. Le respondí que había estado situado cerca del final de lo que ahora se conoce como barrio de Huerta Otea, precisamente donde otro hermano nuestro, Jose, tuvo durante unos años un piso. 

El barrio del Castigo fue un espacio enigmático durante nuestra infancia. Muy separado del casco urbano de la ciudad y situado en la orilla derecha del río Tormes, en el recodo donde, enfrente, se encuentra el legendario Tejares -antaño, una aldea, y más recientemente, quizás desde alrededor de medio siglo, un barrio de Salamanca-, su nombre y sus gentes nos llevaron a hacernos preguntas entre el temor y el silencio. Tengo recuerdos vagos de haber pasado por su callejuelas, acompañado de mi padre, mi madre y algunos de mis hermanos, cuando regresábamos de paseos por sus cercanías: la finca de Marín, el puente de la Salud... Era para mí un paso entre miedoso y misterioso, siempre acompañado de un coro de ladridos, cuyos emisores abundaban y se movían sin cesar. 

Nunca estuve en ese barrio con mis amigos de la calle -pese a que, en realidad, fuese una avenida donde vivíamos-, ya que para nuestro espacio de juegos y aventuras la mayor lejanía se quedó en la fuente de la Zagalona -a la que también denominábamos con el nombre escatológico de la Cagalona- y la también legendaria cueva de la Múcheres -cuyo artículo, no sé por qué, lo convertíamos en plural

Una parte de las casas y el blanco de su pequeña capilla eran visibles desde el balcón trasero de nuestra casa familiar. Desde él siempre hemos podido divisar el paisaje que se dirige por el sur hacia la hondonada por donde discurre el río Tormes y que luego vuelve a alzarse hacia las alturas suaves de los Montalvos. En algunas ocasiones pude contemplar ese barrio desde el balcón rocoso natural que se levanta sobre la Chopera del río, en el extremo sur donde durante un tiempo, en la segunda mitad de los años sesenta, estuvo la Feria de Muestras. El mismo balcón natural donde, en un escalón más bajo, se sigue encontrando la cueva de la Múcheres.  

Podría tener unos 10 años cuando otra hermana, Irene, nos habló de ese barrio con motivo de algunas visitas ocasionales que había realizado dentro de sus actividades de apostolado religioso como estudiante. Recuerdo cuando se refirió a las carencias alimentarias e higiénicas de parte de sus moradores, y las secuelas en forma de infecciones de boca que solían tener los más pequeños. Dos o tres años después, organizado desde el colegio de los Maristas, llegué a disputar un partido de fútbol entre chavales de nuestro entorno y del barrio del Castigo. 

Con los años el paso por ese barrio dejó de ser para mí motivo de miedo. Fue en la Semana Santa de 1996 cuando, acompañado de mi hermano Seve, pude ver por última vez las casas apiladas en torno a su callejuela central y puede -no puedo afirmarlo con rotundidad- que hasta lo que fue su capilla. No faltó, eso sí, el coro de ladridos que le aportaba una parte de su idiosincrasia. 

Hurgando en mi archivo de fotografías, he encontrado, por fin, algunas de las que prometí enviar a mi hermana. Unas las hice a principios de 2013 y otras parecidas, por las mismas fechas, pero dos años después. Por mi cabeza pasa la idea de que debe haber más, pero por ahora no las he encontrado. Como cuando, también por esos años, estuve dando con mi hermano Juan Miguel un largo paseo que tuvo su comienzo por ese lugar, desde donde cruzamos el río por la pasarela que lleva a Tejares, para seguir caminando por la orilla izquierda hasta Villamayor. Pero eso pertenece a otra historia.   

La primera imagen de esta entrada, hecha cuando tenía alrededor de los 13 años, es una recreación mental del barrio del Castigo, más que fidedigna, idealizada en su entorno natural. Se trata de un dibujo coloreado con pinturas de témpera, en el que se mezcla la ingenuidad de la edad y la simpleza técnica. Una fusión de lo que veían mis ojos desde el balcón de casa, la perspectiva del antes referido balcón natural sobre la Chopera y el recuerdo de mis pasos por el lugar. 

La segunda imagen es más reciente, concretamente de 2015. Una de las fotografías que debía haber enviado a mi hermana Conchi, pero que el destino lo ha impedido. Una  deuda que contraje con ella hace algo más de dos semanas y que, por desgracia, no he podido saldar. 
   

domingo, 13 de diciembre de 2020

La película El atentado y "La canción de la esperanza"


Supe por primera vez de lo que se conoció como asunto Ben Barka cuando mi hermano Jorge vio en un cine de Madrid la película El atentado (L'attentat). Pudo haber sido entre los años 1973 ó 1974, cuando estudiaba 5º de Bachillerato. Además de lo que me contó sobre el contenido de la película, le puso una letra a la melodía final, a la que dio el título de "Canción de la esperanza". En esos años del tardofranquismo era frecuente que la cantáramos cuando, durante las vacaciones, pasaba algunos días en la casa familiar. 

Acabo de publicar una entrada en la que trato sobre lo ocurrido con quien fuera el principal opositor a Hassán II, a quien Ben Barka denunció de estar al frente de una monarquía autoritaria, arcaica y corrupta. El precio que pagó por ello fue el exilio, en 1962, y su asesinato y desaparición, en 1965, donde participaron los servicios secretos marroquíes, franceses e israelíes.

Aunque he mantenido  en mi memoria la primera de las dos estrofas, he conservado entre mis papeles una copia que mi hermana Conchi hizo en su día de la letra de la "La canción de la esperanza", cuyos versos son los que siguen:

¡Abajo la opresión, 
cantemos igualdad, 
que pronto llegará 
la nueva sociedad!

Volvamos a intentar
luchando con afán
y el pueblo logrará
la deseada libertad.

Pese a mi interés por ver la película, no lo logré hasta pasados unos años, a principios de los noventa. La encontré por casualidad en uno de esos vídeo-clubes donde se alquilaban por un módico precio. Fue también la primera vez que pude escuchar orquestada la melodía que cantábamos en casa (que aparece al cabo de 1 hora y 56 minutos con el inicio de los créditos finales).   

Dirigida por Yves Boisset, tuvo entre sus guionistas a Jorge Semprún, y contó con la participación de actores famosos, como Jean-Louis Trintignant, Michel Piccoli o Gian Marie Volonté, el mismo que interpreta a Ben Barka. Y cosas de la vida, hoy mismo he descubierto algo en lo que reparé cuando la visioné hace casi tres décadas: el autor de la banda sonora no es otro que el genial Ennio Morricone.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Expresiones de mi madre

Mi santa madre hacía uso de algunas frases y expresiones que solía repetirlas con más o menos frecuencia. Entre ellas estaba eso de "¡Equilicuantis!", cuando daba con lo que podía parecer inverosímil; "Ni que andemos para arriba ni que andemos para abajo", para redundar algo categóricamente; o "Todo se arregla en la vida menos la muerte", dando una muestra de optimismo ante lo que podría parecer inevitable. 

Durante los años de la Transición y siguientes, acuñó otras frases, esta vez dentro de lo político. Una, muy utilizada sobre todo en los primeros años de ese periodo, fue la de "¡Vamos hacia un caos!". Muy apropiada para una persona que había vivido de joven la guerra y que durante los años que la siguieron fue, dentro de su generación, socializada en el miedo, independientemente de lo que pudiera haber pensado o hecho. 

Otra de sus expresiones iba dirigida a Adolfo Suárez, jefe de gobierno entre 1976 y 1981, de quien gustaba decir: "Tiene cara de bueno", para añadir "Lo veo en su mirada". Esto último lo hacía cuando, por mi parte, le preguntaba acerca de en qué se basaba para sacar esa conclusión. 

No le faltó una apelación al entonces rey, conocido como Juan Carlos I, sobre el que soltó en alguna ocasión eso de que "No es como su abuelo". Se refería a su abuelo Alfonso XIII, claro, de quien era consciente que había sido un mujeriego. Pecados de hombre y de rey, pensaría para sus adentros la pobre. Y como hiciera con Adolfo Suárez, cuando le preguntaba la razón de su aseveración, volvía a argumentarlo en lo de la mirada. 

Si mi madre siguiera viviendo, seguro que estaría más asustada que entonces. Lo del caos, en este tiempo de pandemia, le vendría al pelo para seguir repitiéndolo. Distinto ocurriría con lo de Suárez, del que ya conoció que fue defenestrado, aunque no tuviera mucha conciencia de ello. Curioso que quien fuera uno de los protagonistas de la Transición acabara perdiendo la memoria, atacado por esa enfermedad que la devora. ¿Y de Juan Carlos I? No sé si cuantitativamente ha superado a su abuelo en los asuntos de faldas y tal, pero con lo que no hubiera contado la santa de mi madre es que haya sido un verdadero depredador de comisiones, blanqueos, evasiones...

¿Vamos hacia un caos? Pues lo respondo con otras de sus expresiones, que hasta ahora me había guardado en la guantera: "No te acobardes, hijo. No dejes que venza el miedo". Pues eso.

viernes, 24 de julio de 2020

Cuatro estampas y tres poemas del verano de 1979

Mi verano de 1979 fue bastante movido. Había acabado el curso y emprendí un viaje en autobús rumbo a Barcelona con el fin de buscar un trabajo en la hostelería. Estuve en Calella y Arenys de Mar, pero no dio resultado. Como tenía un amigo trabajando en El Vendrell, en Tarragona, me fui en su busca y di con la pensión donde pernoctaba. Le dejé una nota, pero un error de un empleado me hizo creer que allí no paraba. Decidí volver a Salamanca, no sin antes aprovechar la llegada de la noche para visitar en Barcelona el Museo Picasso o ver dos películas: El regreso, de Hal Ashby, y La caza, de Michael Cimino. De esta última, además, se me ha quedado grabada como imperecedera la pieza principal se su banda sonora, esa "Cavatina" genialmente interpretada por John Williams. 

Ya en casa, Jose me convenció para viajar a la Seo de Urgell, desde donde cada día se trasladaba a Andorra la Viella, junto a Espe y su amiga Merche,  para trabajar en los grandes almacenes de la ciudad, los famosos Pyrenées. No me lo pensé dos veces y me puse de nuevo en camino. En Lleida conocí a un jornalero andaluz, afiliado al SOC, que iba recoger fruta y juntos hicimos parte del viaje que me llevó a la Seo. Fue en el parque de la  ciudad donde había quedado con mi hermano, que me encontró durmiendo, vencido por una noche entera sin haber dormido. En Andorra me tuve que hacer una foto, que aún conservo, y, cada vez que veo, pienso en la impresión que debía causar sin afeitar y despeinado. La cosa resultó desesperante, porque cada día me encontraba con un "si no hay permiso de la policía, no hay contrato" y con otro "si no hay contrato, no hay permiso de la policía". 

Derrotado, regresé de nuevo a casa. Allí estaba Jorge, deseoso de la complicidad de mi compañía y en busca de sus aventuras. Un día asistimos al festival que se había organizado en el Pabellón de Deportes con motivo del triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua. Fue bonito, por emotivo, y se hizo con una cinta con canciones de Carlos Mejía Godoy. Entre ellas estaba el poema que Tomás Borge dedicó a Carlos Fonseca, cuyos versos aún recuerdo:"Poseídas por el dios de la furia / y el demonio de la ternura, salen de la cárcel mis palabras / hacia  la lluvia. / Y sediento de luz te nombro, hermano, / en las horas de aislamiento. / Vienes derribando los muros de la noche, / nítido inmenso.

Luego me desplacé a Miraflores de los Ángeles, en la sierra madrileña de Guadarrama, donde Seve, me invitó a pasar unos días con él, África y la pequeña Diana. Allí estuvimos, viajando por distintos lugares de la sierra, intentando abrir el suelo con un pico para un huerto imposible y observando por la noche el cielo estrellado. Y como música de fondo, escuchando a Pablo Milanés y la novedad que suponía el rock andaluz con Alameda, su disco homónimo y esa canción que empezaba  con "La luna se levanta tiento a tiento, / suenan sones, palmas y quejas, / un manto de cristal al firmamento, / ¡ay!, susurros que la noche deja".  

De esas semanas conservo muchos recuerdos. Y también, varios poemas y hasta algunos dibujos míos. Son humildes muestras de lo que vi y sentí.        
    

Mar

Desde aquí te veo, 
mar,
y casi me tocas con tus olas,
olas de fuerza y espuma,
olas de genio y bravura,
como si estuvieras enfadada
-no sé por qué-.
Cuando te vi de niño,
apenas me sorprendí,
pero hoy,
bajo el sol y con la brisa que me acaricia,
me tienes inquieto.

(Arenys de Mar, 12-07-1979).


Lejos de mi tierra

Llegué lejano,
al lugar de las montañas
y la hierba verde.
Llegué lejano,
sudoroso,
cansado 
y expectante de lo que ha de venir.
Llegué lejano,
cerca de una mayor lejanía
y sin pensar en el viaje de vuelta,
en lo que habré de obtener cada día,
en lo que ahora no pasa de ser un sueño.
Llegué lejano,
aquí,
y, sentado junto al agua que corre tímida,
espero lo que ha de venir.

(Seo de Urgel, 28-07-1979).


Nicaragua

Años de sangre y lucha,
de muerte y dolor,
de lágrimas y sacrificio.
Pero ya pasó el tiempo del pasado
y hoy,
cuando se inicia el porvenir,
podemos hacer un homenaje a los caídos
y celebrar el triunfo de la esperanza.
Nicaragua, la victoria.

(Dedicado a la lucha de un pueblo heroico que, conducido por el FSLN, logró asentar una derrota a la dictadura y el imperialismo yanqui).


(Salamanca, 5-08-1979).








viernes, 11 de octubre de 2019

La cesta de flores secas
























Fueron los primeros momentos de su tiempo entre costuras. Y su taller no fue nada menos que el comedor de la casa. La cosa -y la casa- no daba para más. Pero en ese espacio todo se hacía compatible, porque se montaba y desmontaba, en palabras de mamá, "en un santiamén". La tele llegó tarde, a finales de 1968, y el gran Schneider Boreal de no se cuántas pulgadas se entronizó en uno de los rincones del comedor para erigirse por la noche en el centro de atención en blanco y negro. Para entonces, previa cena familiar, el taller ya se había desmontado y se habían recogido los numerosos hilos que alfombraban el suelo. En cierta ocasión -no recuerdo cómo: ¿algunos de los regalos navideños a papá?- llegó a casa una cesta con flores secas y acabó coronando el televisor. Desde su lugar acabó siendo uno de los referentes silenciosos del comedor, pero no el principal. Y es que resultaba imposible que  pudiera desbancar el prestigio del Corazón de Jesús, las fotografías de Pili y de la familia, el cuadro bendecido de Juan XXIII o los dos tapices descoloridos que había heredado papá. La cesta, aun así, fue testigo de las labores de costura que mi hermana, ayudada durante un tiempo por una amiga, hacía mañana y tarde, y cuando urgía, hasta de noche, después, eso sí, de que acabara la sesión televisiva. Fue testigo de sus conversaciones, de las idas y venidas de tanta gente que pululaba por una casa de familia numerosa y las clientas que se presentaban para elegir modelo, tomarse las medidas y hacerse las pruebas. Lo de recoger las prendas era otra cosa. Solía ser mi hermana la que las entregaba y a veces, cuando los destinos eran lejanos, con mi compañía. Y a veces también era yo mismo quien lo hacía, sosteniendo sobre mi brazo izquierdo la prenda, mientras el derecho quedaba libre para llevar la factura desglosada y escrita a mano. Casi siempre me pagaban y casi siempre recibía una propina que me sabía a gloria. ¡Ay, hermana, qué primeros tiempos esos entre costuras! 

viernes, 27 de septiembre de 2019

Hace 44 años, pocos días después


































Fue un día al que
, muy poco después, le siguió otro con su madrugada. Fui testigo de oír la voz de mi hermana que le decía a mi hermano: "¡está aquí la policía!" y de ver cómo se alzó de golpe desde su cama, impulsado por la sorpresa y el miedo. Testigo de oír la voz de un policía, que resultó ser el comisario, que con con un tono grave le decía a mi hermano algo así como "¡Venga, vístete rápido!", mientras yo escondía mi miedo agazapado en la cama. Testigo de lo que vino después, calmándonos los nervios, aclarando algunas cosas, desprendiéndonos de algunos papeles que se filtraron por las desagües, ocultando otros que se camuflaron entre libros de medicina... No lo olvido, hermano. Gracias, hermana. ¿Te acuerdas, hermano mayor? 

miércoles, 29 de mayo de 2019

Recordando a papá, el abuelo, don Juan...











































Hoy 
nuestro padre habría cumplido 105 años. Su recuerdo lo mantenemos vivo en la familia. En lo bueno, que era mucho, y también en esos momentos donde las desavenencias afloraban en una mezcla de lo generacional y de esas herencias recibidas que hemos hecho lo posible por evitar. 


Un maestro de escuela que llevó su entusiasmo a un pueblo perdido de la Sierra salmantina, Valdelageve, allá por los años de la República, cuando empezó a llevarse la cultura a quienes habían estado desde siglos en el olvido; que luego, ya en los años de la dictadura, supo adaptarse, en la villa de Tolosa, a ese mundo tan diferente como era el País Vasco, del que, a su  regreso, nos transmitió el grato recuerdo que tenía de sus gentes; y que finalmente, ya en la capital salmantina, hubo de transitar por dos colegios, en Pizarrales y Garrido, hasta recalar en el céntrico colegio Francisco de Vitoria, donde acabó jubilándose. Y fue de uno de esos colegios donde un hijo de esta tierra, reconocido como ilustre en el mundo del deporte, se refirió en una de sus entrevistas a "don Juan" como un caballero castellano. Hablo, sí, de Vicente del Bosque, cuyo reconocimiento, de haber vivido, le hubiera llenado de orgullo. 


Tal día como hoy celebrábamos su cumpleaños de una forma austera, porque a él le gustaba destacarse en su familia en el día de su santo. Pero eso es lo de menos. Hoy, como en cada ocasión que podemos, lo recordamos. Y sobre todo a ese abuelo despojado de las tensiones de otro tiempo, feliz por las ocasiones en que reunía a su gran familia y adorado por la recua de nietas y nietos que se iban añadiendo poco a poco. 


El abuelo que incrementó su amor por los paseos, sin que le faltara el recuento de los pasos para saber la distancia recorrida. Tributario de sus vueltas frecuentes, a veces diarias, por la Plaza Mayor, donde se juntaba con otros compañeros a modo de tertulia andante. Devoto de la lectura, algo que hemos sabido a bien heredar. Cultivador de una afición que, no por rara, le permitió hacer un acopio de miles y miles de refranes, guardados paciente y celosamente en sus archiveros. Y hasta amante de los toros, que veía con gusto por la televisión, en especial la feria madrileña de San Isidro. 

No puedo olvidarme de sus dos estancias en Málaga, paseando alegremente a la orilla del Mediterráneo, comiendo el delicioso pescaíto frito y feliz en el segundo año de ver en mi propia hija una especie de reencarnación de su hija fallecida Pili. En mi memoria han quedado grabadas una de sus últimas palabras, que acabaron siendo para mí de despedida. 


Ése era papá, el abuelo, don Juan... Inseparable siempre, hasta su muerte, de su abnegada esposa.  

       

miércoles, 23 de enero de 2019

La poesía a través de la luz



























Una mesa en el centro de la habitación. La luz de una bombilla que descompone con su halo los colores y los transforma en sus secundarios. Un espacio que no está cerrado, sino abierto. Una puerta que nos permite ver, al fondo, un mueble pequeño. Todo son diagonales. Y verticalidad. Composición atectónica, sin que rompa la unidad. Ausencia de deformidad, aun cuando lo parezca. Y una perspectiva que, siendo caprichosa, nos ofrece lo principal. Un cuaderno y un lápiz, o acaso un bolígrafo, en el centro, y escorado hacia la derecha un portalápices. La huella de lo escrito. Poesía, quizás. Expuesta para ser leída e iluminada para facilitarlo. Recuerdo. Memoria. La misma que, después de algo más de cuatro décadas, intento recuperar a través de la imagen. 

martes, 30 de octubre de 2018

Mi verano del 75 en Madrid























Tenía 16 años para 17. Había acabado 6º de Bachillerato y tomé la decisión de dar mi primer salto de madurez: irme a trabajar a Madrid durante el verano. En la estación del Auto Res, sita en Conde de Casal, me fue a recoger con su Vespino África y hacia el norte de la ciudad nos dirigimos: 
ella, entre atrevida y temerosa de que nos parara la policía, delante; y yo, entre emocionado e incrédulo, detrás con mi maletaFue cerca de la Ciudad de los Periodistas, en la calle Fermín Caballero, donde pasé el verano, en compañía de Seve y su compañera. Durante dos semanas estuve mirando diariamente los anuncios de empleo del Ya y yendo de un lado para otro. Visité una fábrica de electrodomésticos, bares, pastelerías y comercios, y busqué clientes para una academia de enseñanza en Alcobendas y San Sebastián de los Reyes hasta recalar, por fin, en el mesón El Churrasco de la calle Áncora. Aún recuerdo, ya 
de vuelta a casa, el miedo que pasé esa noche oscura -sería la 1 de madrugada- transitando por la Vaguada que separaba el barrio del Pilar y la Ciudad de los Periodistas, y luego la sorpresa de mi hermano cuando le dije que me habían dado 200 pesetas por mi primer y último día de trabajo en el mesón.  Y es que al día siguiente me fui al restaurante Sau Sau, donde me ofrecieron ganar más y tener mejor horario. A partir de entonces, hasta los primeros días de septiembre, mi rutina diaria pasó a ser el autobús 67, que me dejaba o cogía en la Plaza de Castilla, y recorrer andando el trayecto entre esa plaza y la calle Pedro Teixeira, donde estaba el restaurante autoservicio que regentaban unos chilenos. Se encontraba situado en una zona de postín, sin que todavía se hubiera convertido en lo que pocos años después pasó a ser la milla de oro madrileña. Vivía en el piso que habían prestado a mi hermano y su compañera. Era tan grande, que dormía en la habitación de la chacha, a la que no le faltaba una mesa y hasta un cuarto de baño propio. Fueron semanas emocionantes. Aproveché los huecos en el horario para conocer el centro de Madrid. Me lancé, en lo que para mí eran aventuras, a recorrer de arriba a abajo andando la calle de Alcalá, las avenidas de la Castellana y Generalísimo, la calle Bravo Murillo... Visité el Museo del Prado, asistí a alguna que otra exposición de arte y acudí a ver varias películas, de las que recuerdo La familia de Pascual Duarte. No me faltaron los chapuzones en la piscina de la urbanización. En cierta ocasión, durante dos días, tuve que pernoctar en el cercano barrio de Peña Grande, mientras el piso donde vivíamos se transformaba en un centro de reuniones clandestinas. Era el año 1975, a pocos meses de la muerte del dictador, el mismo que aún nos sigue incordiando. Y tanto.    

viernes, 28 de septiembre de 2018

La poesía, la música y el amor





















No recuerdo el año. Pudo ser a finales de los 70. ¿El 76, el 77...? ¿O algo más tarde, quizás? No lo sé. Apenas puedo decir algo del motivo concreto de su creación. Sí, que, cuando este verano me lo envió Jorge a través de María, se me encendió el recuerdo de esos primeros años de juventud. Cuando la poesía y la música ya iban para mí de la mano. Y así han seguido yendo. La poesía, en el segundo plano, sobre el papel de un libro o un cuaderno. La guitarra, enfrente y en un primer plano, como si fuera una mujer tumbada, a modo de una Venus que nos muestra su belleza. Y como testigos, en medio, dos flores, una margarita y un clavel. La poesía y la música. El papel y la guitarra. La palabra escrita y la melodía que la acompaña. Una representación del amor, seguro.

Post data de 8 de enero de 2019

No se trataba tanto de "un nuevo lenguaje (...) u otra forma de hacer como lo más que doy de sí", escribí un día de diciembre de 1985. Estaba dedicado a mi hermano Jorge, a quien le seguía diciendo: "gracias por la generosidad e ilusión con que acoges mis colores". ¡Qué tiempos aquellos, hermano!  

sábado, 25 de agosto de 2018

Lo que fue un erial












































Mientras paseaba a última hora de la tarde, puse mis pies sobre lo que hace medio siglo estuvo ocupado por la Feria de Muestras, convertida en un efímero escaparate de cartón-piedra del desarrollismo franquista. Situado junto al Prado Rico, que alimentaba las aguas del regato Sabadell, se levantó en muy poco tiempo lo que antes había sido un erial de areniscas rojizas por el óxido de hierro y tapizado por hierbas olorosas, cuya parte sur acababa precipitándose hacia la chopera del río. En el centro del escalón se abría la oquedad natural de la Cueva de las Múcheres.

Allí construyeron varias casetas, un pabellón central, un espacio para la exposición de ganado y hasta una cafetería, que se rodeó de un muro simple de ladrillo pintado de blanco. Durante los días de celebración del evento, en pleno verano, la gente se convertía en la protagonista principal, entre sorprendida y emocionada por el ambiente de "modernidad" que se respiraba. Desfilaba como un reguero de hormigas a lo largo de la vía de acceso construida para la ocasión, a la que se puso el nombre de Avenida del Campo Charro. Llenaba con su presencia cada rincón de la Feria, mirando lo que se ofrecía en cada puesto comercial, escuchando las palabras que pronunciaban quienes los atendían o disfrutando de los animales. Los logos publicitarios de empresas e instituciones daban colorido a todo el recinto y los altavoces, puestos a todo volumen, se encargaban de animar con anuncios y música las horas que estaba abierto cada día.

Pero la feria duró poco. Apenas duró un par de años o, como mucho, tres. Y por ello acabó convirtiéndose en un lugar ruinoso, consecuencia del abandono y de la precariedad con la que construyeron las instalaciones. Para mí, como para otros tantos niños, la calzada interior que lo rodeaba fue un excelente circuito para correr con las modestas bicicletas que disponíamos. Resultaba emocionante bajar a toda velocidad la cuesta de la Avenida del Campo Charro, entrar por la puerta principal girando hacia la derecha, circular cómodamente por el circuito durante la mitad del recorrido y, ante todo, subir la rampa final en curva, que se nos hacía larga y pesada.

Pasados unos años, el Prado Rico desapareció, ocupado en parte por un colegio de educación primaria, y sobre el solar de lo que mi padre solía llamar "la feria monográfica" -ignoro por qué- se fueron construyendo varios edificios universitarios. El primero fue el Hospital Clínico y más adelante empezó a destacar la mole de color rojo de la facultad de Farmacia.