(1-10-1981).
Historia, política, sociología, arte, música, geografía, literatura, pensamiento...
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miércoles, 6 de enero de 2021
Luz trémula
viernes, 27 de marzo de 2020
Después de clase

Serían las 7,30 de la tarde y ya estaba en casa. Acababa de llegar de clase y las niñas me habían recibido con su natural cariño:
-¡Cuánto tiempo hace que no te vemos! –fueron sus primeras palabras.
Les agradaba verme. La mayor estaba haciendo sus deberes. Muy dócilmente realizaba la tarea lápiz en mano y con la cabeza concentrada.
-¿Me miras esto para ver si me he confundido?
Tenía algún error, como es natural, pero así se aprende. Su hermana pequeña no se separaba de mí. Quería jugar, quería distraerse. Miramos un libro de la mayor, sus dibujos, los títulos de los capítulos... El abuelo dormía en el sillón. Estaba cansado. La huella del infarto y de la aterosclerosis tenía la culpa.
-Pssss, calla, no hables alto –le decía a la pequeña, cuando levantaba la voz.
En la cocina, mientras tanto, la abuela hacía la cena. Con sus manos y su cariño preparaba los ricos manjares de la comida más agradable del día para mí. Y yo ya empezaba cansarme de la niña pequeña, de mirar cuentos, de darle vueltas al aire, de hacer el columpio...
-Pareces un pulpo. ¿No me puedes dejar un poco tranquilo? –llegué a decirle pesaroso.
-¿Quieres que juguemos a estar detrás de la puerta? –me contestó alegremente, igual que me podía haber dicho cualquier otra cosa, manifestando sus deseos de seguir jugando.
El abuelo, dormido; su hermana mayor, haciendo la tarea; la abuela, haciendo la cena... Cada cual con su cosa. Y yo, medio mareado por el tormento -¡qué barbaridad que una niña puede atormentar a un hombre! Pero la pequeña seguía inquieta. Sin poder hacer nada, sin poder hablar, sin poder jugar, con una hermana ocupada... ¿qué podía hacer la pobre niña de pantalón azul con tirantas del mismo color?
-¿Quieres que juguemos a estar callados? -me dijo ilusionada.
Pero en seguida cambió de opinión. Y no sin razón. Porque se había dado cuenta que con eso se estaba condenando al silencio. Y es que una niña, en este caso, nunca puede callarse y menos se le puede mandar callar.
(1979).
martes, 7 de agosto de 2018
¿De la hipocresía?
Dos amigos hablaban. Era el atardecer de la estación otoñal. Desde la ventana se divisaba el paisaje que uno de ellos contemplaba cada día. Los árboles verdes y los tejados rojos salpicados de chimeneas y antenas, y el horizonte donde los edificios nuevos iban incrustándose sobre el campo y habían hecho desaparecer la visión del río. A esa hora la luz iba perdiendo intensidad, mientras en el cielo el azul se fundía con los colores cálidos que la luz del sol en su ocaso iba desprendiendo. Los dos amigos hablaban observando un papel.
-¿Qué ves en este dibujo?
-Veo dos cabezas saliendo a través del cuello del mismo tronco. Están de perfil y unidas por sus respectivas partes posteriores. La cabeza situada en la izquierda es algo mayor en tamaño y en ella se contempla su cara izquierda. Se puede decir que es el reverso de la otra, la situada en la derecha, que, además de ser algo más pequeña, se corresponde con su cara derecha
-En efecto.
-Sus miradas resultan imposibles entre sí… por opuestas.
-Puede ser.
-En cuanto a los ojos en sí, son algo grandes, ¿verdad?
-Sí, pero tampoco mucho.
-Y esquemáticos.
-También.
-Me recuerdan algo los ojos almendrados originarios de las antiguas culturas orientales del Mediterráneo.
-Como la egipcia, la arcaica griega...
-Sus gestos son serios. Lo corroboran sus bocas, que están cerradas.
-¿Y no distingues en las cabezas algunos matices que las haga diferentes entre sí?
-Vamos a ver. La cabeza de la izquierda parece más calmada o, mejor, contenida. Quizás manifieste cierta actitud de sorpresa. En la cabeza derecha… se observa… gravedad.
Sí, eso, una mayor gravedad. Se atisba
en ella un ceño que parece fruncirse.
-¿En qué lo notas?
-Por ejemplo, en la raya negra que hay sobre su óvalo facial. También,
en su ceja, que la tiene algo más pronunciada.
-¿Y la mano?
-Bueno, está separada. Es una mano izquierda. No tiene una conexión
física como tal, aunque sí… digamos que mentalmente. Con la cabeza situada
a la derecha, claro.
-¿Por qué crees que sus trazos no tienen una ligazón con esa cabeza?
-No sé. Ya dije que parece que puede tener una conexión mental con la cabeza
derecha. En cuanto a su significado… No parece amistosa. Más bien, amenazante.
Quizás exagere, pero también podría expresar una advertencia.
-Advertencia... puede. ¿Y paternalismo?
-Bueno, podría ser. Pero no lo veo.
-¿Ves más cosas?
-Hombre, fuera de lo que son los rasgos físicos y psicológicos, veo también a Jano. El dios romano de las dos caras. El protector de las ciudades. El que se situaba en sus puertas. El mismo que despedía tanto al año que se iba como saludaba al nuevo que llegaba. Pero ante todo, lo segundo, hasta el punto que se le atribuyó el nombre del primer mes del año.
-Uno de los dioses favoritos. Era muy popular.
-Es curioso todo esto. Era uno de los meses del año que de niño no
sabía a quién estaba dedicado, como ocurría con febrero, abril y mayo. Sabía lo de marzo, dedicado a Marte; o lo de junio, a la diosa Juno, esposa de Júpiter. También, lo de julio o agosto, dedicados a los dos gobernantes que sentaron las bases del imperio, esto es, Julio César y Augusto. Y lo de los meses que aluden a números ordinales, que acabaron desplazados en el orden por los dos anteriores: septiembre, el noveno; octubre, el décimo... Cuando, ya de joven, averigüé quiénes eran enero, febrero, abril y mayo, entendí entonces, en el caso del primero, por qué en francés se dice janvier o
en inglés, january.
-Jano era un dios protector, pero también expresaba ambivalencia. Sus dos caras muestran una cosa y la contraria. ¿No te sugiere esto último algo?
-La actitud humana de la hipocresía.
-La actitud humana de la hipocresía.
-Por supuesto. Aunque quizás sepas que esta idea fue introducida posteriormente.
-Es que no era propia del mundo romano. Como Jano era una de sus divinidades preferidas, quizás eso explicara que acabara teniendo esa connotación negativa, quizás por influencia del cristianismo.
-¿Estás seguro de esto último?
-Es que no era propia del mundo romano. Como Jano era una de sus divinidades preferidas, quizás eso explicara que acabara teniendo esa connotación negativa, quizás por influencia del cristianismo.
-¿Estás seguro de esto último?
Bueno, es una elucubración.
-Fíjate en el nombre de Juan: ¿no tiene cierto parecido al de Jano? Aun siendo de origen hebreo, su significado etimológico es también positivo: fiel, la gracia de Dios. Y fíjate en los personajes del mundo cristiano con ese nombre: el Bautista, el Apóstol, el Evangelista...
-Sí, pero relacionar Jano con Juan es hacer también conjeturas.
-De acuerdo, pero insisto sobre la hipocresía.
-Sinceramente, no lo sé.
-Sí, pero relacionar Jano con Juan es hacer también conjeturas.
-De acuerdo, pero insisto sobre la hipocresía.
-Sinceramente, no lo sé.
-¿Y el dibujo? ¿Tiene que ver con ello?
-¿Por qué no? Pero, en todo caso, habría que preguntárselo a quien las hizo.
-Ésa es la cuestión.
(¿1983?/2018)
lunes, 26 de febrero de 2018
El tropel de águilas indomables
¿Pero qué ocurrió para que tenga que estar escribiendo ahora estas letras? Aquel día el sol desapareció, escondido por las nubes negras que irrumpieron con lluvia. El cuerpo quedó humedecido y el frío del invierno se encargó de hacerlo tiritar. Ignoro por qué no cogí un catarro o una pulmonía. A lo mejor fue porque el miedo dominaba mis actos y se convirtió en un verdadero anti-virus. Pero en medio de ese espectáculo de oscuridad, lluvia y frío se alzó por encima de todos el vuelo desgarrador del águila indomable. Su vuelo, veloz, y su furia, incontenida, fue un continuo ir y venir por todos los lugares y rincones de la ciudad. El gran tropel de bichos negros volantes no cesó durante horas en su empeño por destruirlo todo: hombres y enseres, moradas y plantas. La tierra ese día no se tragó nada ni a nadie, fue el aire el que recogió sordo los gritos, los llantos y las voces de tanto ser indefenso, humillado y torturado hasta extremos que rayaban con la extinción.
¡Qué terrible espectáculo! Hablar de hombres, mujeres y niños, del agua que corría roja por las calles o por los canalones, de brazos, de piernas o trozos de carne que se amontonaban con los escombros, era hablar de muerte.
Durante días el silencio fue la voz unánime de los sobrevivientes. El luto por los muertos se convirtió en el símbolo del dolor. Era impresionante ver la marcha lenta hacia el enterramiento de los seres queridos o el movimiento de los brazos retirando escombros y construyendo nuevos hogares. Cada hombre era uno solo y todos a la vez.
Ahora, lejos de aquellos momentos, me encuentro sosegado, tranquilo, expectante. La experiencia vivida y sufrida sería vana si no fuéramos capaces de averiguar y comprender el porqué de tanta crueldad humana, la razón de la existencia de tantas águilas devoradoras de vidas. El día de hoy ha amanecido limpio, todo azul, reinado por el sol amarillo que alumbra y calienta este nuevo tiempo, más cálido, verde y de colores.
(3-03-1981)
martes, 30 de enero de 2018
El comienzo de las fiestas
La misa era
oficiada en la Catedral Vieja
por el obispo de la diócesis, que entonces era don Mauro, Mauro Rubio
Repullés. En la ceremonia eucarística se rodeaba de un séquito de sacerdotes,
miembros del cabildo en su mayoría, que iban ataviados con sus relucientes ropajes
de casullas, estolas y manípulos con unos ornamentos cargados de fuerte
simbología religiosa. En el centro, presidiendo, se situaba el obispo, que, una
vez llegado al altar portando el báculo, vestía una reluciente casulla blanca
de filigranas doradas e iba coronado con la mitra que sustituía en ese acto al
solideo violeta propio de su rango. Frente a ellos, en las primeras filas, se
situaban las autoridades de todo tipo. Las civiles y las militares. Las
políticas y las sociales. Una larga lista formada por el gobernador civil y el gobernador
militar, el alcalde y el presidente de la Diputación , los jefes de los cuarteles de Caballería
y de Ingenieros, el jefe de la base aérea de Matacán, los jefes de la Guardia Civil , la Policía Armada y la Municipal , el Comisario
jefe de Policía, el Rector de la
Universidad , los presidentes de la Cámara de Comercio, de la Hermandad de
Agricultores y Ganaderos, y de los diversos colegios profesionales, los delegados
provinciales de los sindicatos verticales, del Frente de Juventudes y de la Sección Femenina … Todos, vestidos
de gala con trajes de chaqué y uniformes, mostrando corbatas, gemelos, galones
e insignias, y, en muchos casos, bigote. Los acompañaban sus esposas, también con
trajes de gala y, como distinción, unas mantillas de encaje sobre sus cabezas.
Autoridades
que no podían faltar en uno de los momentos señalados del año, en que era
necesario hacer una demostración solemne de los poderes que, victoriosos tres
décadas antes, habían sellado un pacto ventajoso e inmejorable. En ese día se
escenificaba mejor que nunca, con todo su boato, la alianza de la cruz, la
espada y el dinero. Como testigo, la feligresía que llenaba los bancos del
templo o se apostaba de pie como mejor podía en sus naves laterales, y que
asistía al oficio religioso por devoción, por conveniencia o por mera rutina.
Y allí,
como espectadores privilegiados, estábamos mi hermano y yo, que íbamos con la
mejor ropa que teníamos -la de domingo- en pantalón corto y estrenando
calcetines. Una presencia que se debía a la iniciativa de mi madre, que seguía así
la tradición heredada de su familia cuando vivía no muy lejos de la catedral. No
le faltaba su disfrute de la música, que no faltaba nunca en ese acto, con el
añadido de sentir in situ la presencia de dos de sus hijas en uno de los coros de la
ciudad. Una madre, en fin, devota, fiel al cumplimiento de los preceptos
religiosos y en la asistencia al rito anual de la ceremonia solemne que se dedicaba
a la que llamaba su Virgen.
Mi hermano
disfrutaba por completo de la misa. Su devoción religiosa era tan grande, que a
lo largo del año no perdía ninguna ocasión para demostrarlo. En mi caso,
ocurría lo contrario. La duración del acto me parecía una eternidad, me
provocaba aburrimiento y, en ocasiones, lo sufría como una tortura. Sólo el
canto del himno de la Virgen
de la Vega , el canto
eucarístico “Beberemos la copa” y el “Aleluya” de Haendel hacían que mi
estancia fuera por ratos más llevadera. Eran tres de lo cantos que interpretaba
un coro de voces acompañado de un órgano y una pequeña orquesta que se formada
para la ocasión.
El nombre de
la Coral , como
oficialmente se llamaba, lo pronunciábamos con el orgullo de tener dos hermanas
que aportaban sus modestas, pero necesarias, voces. Una, la de tiple segunda, y
la otra, la de contralto. Le gustaba decir a mi hermano con cierta maldad que
eran de las del “chum-chum la-la-la”, para diferenciarlas del papel más
relevante de las tiples primeras, donde destacaban ante todo las voces de las
dos Pepitas, la Iñigo
y la Albarrán ,
que se repartían los solos. Y yo, también malvado, le acompañaba con una risita
cómplice.
No recuerdo
cuándo se cantaba el himno dedicado a la Virgen , quizás lo fuera al final, no lo sé, pero
sí mantengo el eco de su melodía y algunos pasajes de sus versos. Como el
arranque tenue a base de voces femeninas: “Abre, madre, tus brazos / al hijo
que a ti llega…”. Había momentos en que todo el coro, el órgano y los
instrumentos de la pequeña orquesta resonaban con más fuerza en el amplio
espacio del templo románico. Las bóvedas -ya de crucería- de su nave central y
la espectacular cúpula semiesférica elevada desde el crucero con la ayuda de
cuatro pechinas y un cimborrio acogían un sonido que si no me parecía salido
del mismo cielo, al menos me sacaba de la antesala del sopor para llenarme de emoción.
En
ocasiones, para evitar derrumbarme entre canto y canto, paliaba la situación mirando
el ábside del templo. Buscando la imagen, casi imperceptibles para mí, de la
escultura de madera bronceada -hierática, por románica-, dedicada a la virgen que
era motivo de celebración. Pero, ante todo, curioseando el grandioso fresco del
Juicio Final que Nicolás Delli, llamado el Florentino, había pintado en el
siglo XV sobre el cascarón del ábside. Un fresco que se superponía sobre el
retablo donde se multiplicaban las escenas de la Biblia que el mismo artista
y dos de sus hermanos plasmaron en tablas enmarcadas con molduras de motivos
góticos.
Y hacia ese
cascarón miraba yo con la curiosidad de un niño al que no le habían dejado de contar
en casa y en la escuela lo habido y por haber sobre el cielo y el infierno. El
fresco se mostraba ante mí como la ocasión ideal para poder imaginarme cuál
podía ser mi paradero futuro según hubiera obrado en la vida. Una escenificación
del bien y del mal, presentados frente a frente. A la diestra de Jesús, que era
mi siniestra, estaban quienes se salvaban. Y a su siniestra, mi diestra,
quienes se condenaban.
Mi mirada
apenas se fijaba en ese juez severo y gesticulante que, situado en la parte
superior y central, emitía su veredicto rodeado de su corte de ángeles,
mientras el Bautista y la
Virgen , en posición orante, testimoniaban su autoridad. Más
atención yo prestaba al tropel de ánimas benditas que con los brazos levantados
y las manos unidas iban ataviadas con unas túnicas blancas y pulcras, mostrando
el agradecimiento por el premio de la salvación. Pero donde mi mirada y mi
atención se centraban era en los cuerpos desnudos que, situados en la parte
derecha de la pintura, iban saliendo de sus tumbas y acababan siendo devorados
por un gran monstruo con dientes espinosos, paladar rojo y cabeza verde, como
rotunda representación del Diablo. Una atención, la mía, que quizás fuera morbosa,
pues no dejaba de ser una forma de presenciar lo prohibido. La contemplación de
cuerpos desnudos, casi asexuados, que el catecismo nos señalaba como uno de los
enemigos de la humanidad, esto es, la carne, el mundo –de los que nunca supe a
qué se referirían- y el demonio.
Me he preguntado
muchas veces el porqué de esa mayor atención hacia lo escabroso del infierno en
vez de centrarme en la dulzura del cielo. Por qué me fijaba más en los rostros
aterrorizados de quienes caminaban hacia el abismo en vez de preferir el gozo de
quienes habían alcanzado el reino de la felicidad eterna. Hace unos años pude
contemplar en Padova los frescos que Giotto pintó para la capilla Strovegni.
Allí se encuentra representada otra escena del cielo y del infierno. Más
clasista, eso sí, pues estaba erigida, con una finalidad entre expiatoria y purificadora, para salvar al padre pecador, un rico
comerciante de esa ciudad italiana. Es un tema recurrente en el mundo del arte, por lo
que parece seguro que existe una clara intencionalidad de buscar un efecto.
Desde siglos, durante casi dos milenios, la Iglesia ha ido inculcando a generaciones y
generaciones una conciencia moral para hacer del miedo uno de los pilares del
control de nuestras vidas, presentando el premio final, pero a la vez resaltando
la advertencia amenazante del mal. Y en la mente del niño que yo era desde
luego que surtió el efecto suficiente para creérmelo y para temer que me pudiera ocurrir.
Pasado el
ecuador de la liturgia y llegado ya el momento de la eucaristía, la letanía del
canto “Beberemos la copa” me elevaba de nuevo el ánimo. Hoy me parece una
melodía un tanto simplona, plana y de ritmo cansino, con la repetición constante de un
“Amén, Aleluya” como coletilla en cada estrofa. Puede que fuera esa sencillez,
que la hacía más pegadiza, la que me atrajera más y, quizás también, por coincidir
con el movimiento de gentes que a ritmo procesional se acercaban en busca de la
comunión que administraban el obispo y sus sacerdotes. Era, en fin, el momento en
que se rompía para mí la monotonía y el paso lento del tiempo. Ese “Amén,
Aleluya” lo prefería, en todo caso, al majestuoso “Aleluya” de Haendel, cuya
mayor riqueza compositiva y armónica me parecía estridente. Para mi madre y mi
hermano, sin embargo, era el canto preferido. “Hijo, dónde vas a ir parar. Es
mucho más solemne y más bonito. Fíjate en las voces y en la orquesta cómo
resuenan. Emociona mucho más”, me decía mi madre. “Pues a mí, no. Me gusta más
el ‘Amén-Aleluyá’”, le contestaba.
Acabada la
misa, por fin, a la salida del templo me esperaba la alegría y el paseo por las
calles entre el bullicio de la gente. Era el momento de poder ver a las charras,
ataviados con sus vestidos espectaculares de lentejuelas de colores y sus
pañuelos blancos sobre la cabeza, y a los charros, con sus trajes negros y
austeros de chaqueta corta y sus gorros alados y cónicos en el centro. Bailaban
con las castañuelas al ritmo de la gaita y el tamboril, ofreciendo un espectáculo
de música, color y movimiento.
Era también
el momento de poder ver a los gigantes y al inmenso Gargantúa que se apostaban en
la Plaza Mayor.
Y, cómo no, poder ver a los temibles cabezudos. Hacerlo junto a mi padre, mi
madre y mi hermano me daba seguridad, aunque no acababa de perder el miedo.
Otra cosa era verlos con mis amigos. ¡Ay, los cabezudos! ¡El terror que me invadía
cuando en el barrio oía a lo lejos el sonido atávico del tamborilero que
anunciaba su llegada con el ritmo monótono que no cesaba! Los cabezudos el Padre
Lucas y la Lechera ,
a quienes cantábamos eso de “que venden leche por cuatro perras”. O el Negrito
y la Bruja , los
que creía más terribles, que se dedicaban a arrear a diestro y siniestro con
sus varas a la chiquillería.
Al cabo de
unos años, todavía niño, dejé de tenerles miedo. Fue el día que me atreví a ir solo
con ellos y echando carreras para evitar los palos. Ya
adolescente dejé de tener miedo al infierno y sus demonios y al poco, sin
embargo, empezó otro. Éste, sí, de carne y hueso. Provenía de las autoridades
civiles y militares de la ciudad. Las mismas con las que habíamos coincidido mi
hermano y yo en la misa en honor de la patrona de la ciudad. Ya no corría delante
de los cabezudos, sino de los uniformados de color gris y porra en la mano que
ya no jugaban en broma, sino en serio. Fue un tiempo de miedo. O de miedos.
viernes, 1 de diciembre de 2017
Vida en la oscuridad
Podrían ser
las nueve y media de la noche. Menos papá y mamá, que solían hacerlo antes,
estábamos cenando mi hermano, mi hermana y yo mientras veíamos el telediario. Se
oyó el timbre de la puerta y de inmediato sentimos cierto encogimiento, a la
vez que nos miramos fugazmente, quizás buscando información por lo que pudiera
ocurrir. No sé qué pasó por la cabeza del resto, pero estoy seguro que pesaba
el recuerdo de no hacía tres meses antes, cuando de madrugada llegó la policía
a casa para llevarse a mi hermano. No era normal que alguien llamase a la
puerta a esas horas y menos en el invierno que acababa de llegar. Sí lo eran
las llamadas telefónicas, que abundaban en mi casa a lo largo del día, incluida
la noche. Pese a la brevedad de ese instante, fue mi hermana la que se levantó
rauda, como solía hacerlo en casi todo, para abrir la puerta. Pronto volvió a
entrar en el comedor y se dirigió a mí para decirme: “Es para ti”.
En la
puerta de casa estaba ella, a la que hice pasar al despacho, que estaba situado
al lado, frente al propio comedor. Sorprendido por la visita y todavía
impactado por lo que pudiera haber sido, no sé si mostrando mi nerviosismo,
procuré mantenerme tranquilo. Con su voz tenue y su aspecto tranquilo me habló
del motivo de su visita: “Mañana va a llegar una camarada de Valladolid. Tiene
problemas con la policía y va a pasar unos días aquí, aunque no se sabe
cuántos. Hemos pensado que podría estar contigo en el club del barrio. Mañana
mismo te avisaré para presentártela y así podréis quedar”. Apenas emití alguna
palabra que no fuera el simple asentimiento a lo que me dijo. La conversación
fue corta y en poco tiempo se fue.
Cuando
regresé al comedor, lo primero que hizo mi padre fue preguntarme quién era. No
me resultó difícil contestar, improvisando un asunto que podía ser creíble: “Era
una compañera del Femenino. Ha venido por lo de las actividades culturales que
organizamos entre los dos institutos”. No fue una respuesta descabellada, pues
yo estaba metido en esas cosas de las actividades culturales y además de los
dos institutos, el Masculino y el Femenino. Sabía también que los sábados por
la mañana iba a la residencia de las monjas de la avenida a ver la películas
del ciclo de cine que habíamos organizado. Lo que no era verdad era que ella se
dedicase a esas actividades y fuese del grupo de cine, y menos que la razón de
su visita hubiera estado relacionado con eso. Pero como se trataba de salir del
paso, creo que la respuesta fue convincente y mi padre no fue más allá en sus
preguntas o en mostrar su curiosidad por saber más.
Distinta
fue la reacción de mi hermano, que un poco más tarde, cuando nos quedamos a
solas, se puso muy serio conmigo para echarme una pequeña reprimenda: “No debía
haber venido a casa y menos a esas horas”. Resultaba evidente que no fue idea
mía y que fui el primer sorprendido, por lo que le contesté algo así como: “Y yo
qué sé. No ha sido cosa mía”. “Pues diles que eviten venir a casa a esas
horas”, me replicó.
Sé que mi
hermano se encontraba todavía bajo el golpe de su detención y posterior
encarcelamiento. También de su marcha de casa hacía pocos días, tras la muerte
de Franco, como medida preventiva por si la policía llevaba a cabo una redada
dentro de lo que se había llamado “operación Lucero”. Quería evitar también que
en casa hubiera más malestar del que ya se había creado por todo eso. No dejaba
de estar preocupado, aunque no tanto por lo que le ocurrió a él personalmente como
por el hecho de que su libertad provisional le había costado a la familia el pago de una
fianza de bastante elevada. Sé que sufría, como
también lo hacia por la presión que ejercía papá para que dejara de “meterse en
líos”. Era una situación dura, donde tomar una decisión era un verdadero dilema.
Elegir entre el compromiso político y la familia resultaba bastante doloroso.
Al día
siguiente me vi con ella durante la hora el recreo de media hora que teníamos a
las once. Como los dos institutos estaban contiguos y coincidían en los
horarios, era normal que nos viéramos frecuentemente, casi a diario, aunque
evitando que fuera todo el tiempo. Era a la vez una medida de seguridad y una
forma de mantener relación con otra
gente. Teníamos por norma vernos nada más que lo imprescindible los miembros de
la célula de "la Joven" que formábamos entre los dos institutos, para así poder pasar
desapercibidos. De esa manera también podíamos realizar lo que llamábamos “trabajo
de masas”, que consistía en estar con la gente normal, la de la calle. Una
forma de ser como ella y sentir cómo vivía, como un medio de captación para los círculos en
los que nos movíamos políticamente. Se veía mal que estuviéramos solos por
nuestra cuenta, lo que no era ni útil ni seguro, excepto en lo necesario. No se
veía bien tampoco estar con la gente de otros grupos políticos, en especial con
la de "las Jotacé", de las que decíamos que sólo les iba lo de
hablar y discutir. Era nuestra forma de actuar, coherente con las intenciones,
aunque, hay que decirlo, resultaba difícil de cumplirla a rajatabla.
(12 de mayo de 2013)
jueves, 23 de noviembre de 2017
A propósito de lo que fue la trasera de mi casa (desde "Una mirada" )
Me
han mandado unas imágenes de la trasera de la casa de mis ancestros familiares.
La trasera, sí, como la llamábamos. Un espacio ancho con dos hileras de árboles
que le aportaban un verdor sano y, en cierta medida, bello. Un espacio donde se
podían oír los cantos de los pájaros y las voces de los niños cuando jugábamos.
Estos días la están transformando. Pero para mal. Y todo con el objetivo de
convertirla en zona de aparcamiento para coches a costa de destruir los
árboles que llevaban décadas allí plantados.
Los
árboles son vida y destruirlos sólo puede contribuir a lo contrario. Poco a poco
muchas ciudades van perdiendo sus espacios naturales, aun cuando, como en
el caso de nuestra trasera, sean pequeños. Han transformado un rincón modesto,
pero rico en los árboles que lo poblaban y lo que fue parta mí un tesoro de
recuerdos.
Hace siete años publiqué en este cuaderno un pequeño relato que escribí en 1980 y que titulé "Una mirada". En él expresaba lo que sentía mirando por la ventana de mi cuarto de estudio, lo que en casa llamábamos el despacho. Aunque repita su publicación, pretendo que sirva de recuerdo de algo que fue y ya no es. Y también denuncia del arboricidio que tantas veces cometen quienes administran ciudades a costa del bienestar de la gente.
Una mirada
Es la tarde. Desde esta ventana estoy divisando el horizonte de naturaleza que poco a poco va desapareciendo. Aquí, al lado, las acacias, los negrillos y los ailantos; al fondo, junto al río, los chopos; y más allá, ascendiendo por los Montalvos, no llego a distinguir los árboles. La tierra seca, amarilla, ayer surcada por los surcos del arado, hoy está baldía por el paso del tiempo y va cediendo su lugar a los bloques de ladrillos rojos que poco a poco levantan. Un horizonte austero es el que diviso, que con el tiempo se va transformado. Un horizonte tejido de antenas que se levantan y entrecruzan, formando una malla de metales y ondas.
Las ramas de las acacias, los negrillos y los ailantos, que se mueven guiadas por el viento, me llevan a un pasado inocente...
-Gallo, gallina, gallo, gallina, gallo…
Y las voces, los gritos, los balones, los escondites, los daos, el pico-zorro-zaina, el dólar, la rueda del tío Repique, los guardias y ladrones, los platillos, las bolas, los clavos… Todo va quedando en el recuerdo. Una infancia verdadera, que fue vida, vida alegre y espontánea.
Hoy me conformo con estos niños que oigo gritar y veo jugar cada día.
(5-9-1980)
(La primera imagen es de Víctor Montero Rico).
martes, 25 de diciembre de 2012
El portero elegido por votación popular

A principio de curso le gustaba al maestro dividir la clase en dos grupos: los Campeones y los Invencibles. Después de ser elegidos sendos capitanes por nosotros mismos, éstos de dedicaban a escoger uno a uno a los componentes de sus respectivos grupos. Todos los días el maestro solía colocarnos en algún momento de pie y alrededor del aula. Era la ocasión en que se producía una doble competición: entre los equipos y dentro de cada equipo. Las preguntas que hacía sobre cualquier asignatura servían para crear en cada grupo la jerarquía interna del saber, que iba variando según se contestaban correctamente o no. Lo normal era ver a los capitanes en el puesto número de cada grupo, pues, la verdad sea dicha, eran con diferencia superiores: Los demás luchábamos cada día por subir algún peldaño en el escalafón, lo que en realidad variaba poco. Siempre había un grupo de adelantados, otro intermedio y finalmente el que llamábamos de los torpes. A su vez, cuando en uno de los grupos no se sabía contestar algo, pasaba el turno al contrario, de manera que así acumulaba los consiguientes puntos que servían al final de cada trimestre para saber cuál de los dos había sido el vencedor. Yo pertenecía a los Campeones y tenía como capitán a un compañero que me acompañó desde el primer curso de primaria hasta el cuarto de bachillerato. No estoy muy seguro, pero creo que los Invencibles nos superaron en más ocasiones. Curiosamente su capitán habría de ser, pasados bastantes años, un buen amigo y compañero de fatigas políticas, cuya amistad mantenemos todavía hoy.
Quizás pueda parecer me he desviado un poco de la historia, pero resulta necesario referirme a lo que acabo de contar si se quiere entender el sentido de lo que ocurrió. Respondiendo a la división de la clase en dos grupos, la confección del equipo de fútbol que habría de enfrentarse al rival se hizo de una manera paritaria para los jugadores de campo. Es decir, cinco por cada grupo, que fueron propuestos a viva voz por cada grupo, sin que hubiera más problemas que irlos jaleando con arreglo a lo que cada día hacíamos en el patio, pues era costumbre antes de empezar a jugar que sendos capitanes escogieran a sus jugadores.
Recuerdo de esos momentos que en la organización de los jugadores en el campo, don Secundino nos habló de varias formas, mostrándose partidario del novedoso 4-2-4. Era distinto del 3-2-5 que era la que se estilaba en las alineaciones de los equipos, que se nombraban por estricto orden: el portero, con el 1; los defensas, con el 2, el 5 y el 3; los medios, con el 4 y el 6; y los delanteros, sucesivamente, desde el 7 hasta el 11. Yo sabía por mi padre que la anomalía del 5 como central se debía a que en cierto momento se decidió bajar de posición al medio centro, reforzando así la defensa, por lo que se pasó del 2-3-5 de los primeros tiempos del fútbol al 3-2-5, que era lo propio en esos años.
Claro que esos años también vivieron cambios en los planteamientos de los partidos y don Secundino, por lo que se ve, sabía algo de ello. Nos dijo que su propuesta del 4-2-4 era más coherente, porque reforzaba aún más la defensa. No andaba desatinado el hombre, pues en aquellos años había surgido la figura del defensa escoba, uno de los medios que se dedicaba a labores defensivas, a la vez que estaba exento de las de marcaje, pues su misión era la de "barrer" -de ahí el nombre tan doméstico- cualquier balón que se colara sin que los tres defensas oficiales hubieran podido contenerlo. En España tenía esos años como principal referente al futbolista del Real Madrid Zoco. Estoy seguro que estaba bien informado de la evolución que se estaba dando en el mundo del fútbol, pues en los años siguientes se fueron consolidando los planteamientos de los partidos en la dirección de reforzar la defensa y el centro del campo, bien con el 4-3-3 o bien con el 4-4-2.
No recuerdo en qué momento de los preparativos de la alineación nos contó esas cosas el maestro, pero lo que llevó más tiempo fue la elección del portero. Si la paridad resultó fácil de aplicar en los jugadores de campo, el problema vino cuando hubo que elegir al único portero que en un equipo de fútbol existe. Cada grupo propuso el suyo, siendo yo el de los Campeones. Tenía yo fama de buen portero y de hecho en los recreos solía hacer esas funciones con frecuencia. Tampoco lo hacía mal como jugador, pero como ha sido siempre un puesto poco apetecido, nunca me importó situarme entre los palos -en el colegio eran árboles- cuando era necesario. El portero propuesto por los invencibles se llamaba Rubén, como el hermano mayor de los hermanos que lideraron cada una de las tribus de Israel. No sé de dónde salió, pues en el patio nunca jugó en esa posición, pero el caso es que encontró entre sus compañeros unos apoyos más que sólidos.
El maestro primero quiso oírnos y, como era de esperar, cada grupo se volcó con el propio, que a gritos intentaban convencerlo. Como eso resultó imposible, nos mandó salir al pasillo a los dos contrincantes para intentar llegar a un acuerdo. Al principio resultó imposible, pues nos contábamos mutuamente las hazañas que habíamos protagonizado volando por los aires y evitando goles cantados. Mientras intentábamos convencernos, apareció un muchacho de otra clase que había salido al servicio y que al vernos discutir se le ocurrió la idea de resolver el dilema lanzándonos una bola o canica que llevaba en el bolsillo, de manera que quien la parara sería el ganador. Aunque aceptamos la alternativa, lo que vino después no se acomodó a lo acordado. En el primer intento salí ganador, pero el compañero Rubén no aceptó el resultado, alegando no sé qué escusa. Como en la siguiente volvió a repetirse la situación, el muchacho que intentó mediar se quitó de en medio, porque, como es lógico, tenía que regresar a clase.
Ya en nuestra aula, viendo don Secundino que era imposible llegar a un acuerdo, resolvió que lo mejor era hacer una votación. Una decisión democrática, palabra que entonces no estaba bien vista y que al maestro ni se le ocurrió nombrar. Una vez emitidos los votos en papel, resultó elegido el aspirante de los Invencibles, quedándome yo con las ganas de ser el portero del equipo que habría de disputar un partido con el de otro colegio.
Cuando el sábado por la tarde tuvo lugar el partido, salió de portero titular, como era lógico, el elegido por votación popular, aunque, no sé por qué, pude jugar los minutos finales. Creo que perdimos, pero eso a mí me importó menos. Tras el resultado de la votación había sufrido una dura decepción y me sentía víctima de una tremenda injusticia. No me sentía solo, la verdad, pues también fue considerada como tal por los compañeros de mi grupo, los Campeones. Y lo peor es que, pasados los días, al puñetero Rubén se le seguía sin ver jugar entre los palos -que eran árboles- del patio del colegio.
viernes, 9 de noviembre de 2012
Un sueño de futuro
(30-11-1983)
martes, 27 de septiembre de 2011
Pura inocencia

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