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miércoles, 6 de enero de 2021

Luz trémula


La luz trémula se confunde con la atonía de la tarde. Todo gira como metafísicamente alrededor de una misma órbita y salir de ella supone enredarse en una madeja que lo impide. Aquí y allá todo es lo mismo, roza con la esquizofrenia, la locura, la neurosis, el hastío. La risa burlona, que escondida mira a través de una ranura desde la oscuridad, se escucha como un eco lejano que nunca cesa. La sombra destaca como el único elemento dinámico que acompaña al hombre que habita ese mundo. Todo en apariencia está tranquilo. Pero nadie sabe que detrás de todo ello se encuentra un verdadero mar de tormentas, rayos, truenos, olas y remolinos. Esta metáfora de un mar violento no es sino la traducción de algo real: en el interior de ese hombre se libran arduas batallas y la atmósfera que le rodea y le da vida está infectada. Guerra interna e infección es su más sencilla descripción. No hay ruidos, existe el más profundo silencio, un mismo sordo apenas notaría diferencia entre esto y el más infernal de los ruidos. Pero, sin embargo, el oído, como recordando ancestrales sonidos, percibe un agudísimo silbido con cierto aire de ciencia-ficción. Lo demás todo es igual, pues llueve, se nubla el día, hace sol, frío, calor, el viento se agita, hasta la misma agua se congela… Describir todo esto, haberlo conocido antes, confiar en que alguien lo comprenda supone una misma cosa y una realidad común, la de todas la personas, miles, millones, que habitan en este planeta y viven como amuralladas en muros no de piedra, sino de silencio, nebulosos, casi imperceptibles.

(1-10-1981).

viernes, 27 de marzo de 2020

Después de clase










































Serían las 7,30 de la tarde y ya estaba en casa. Acababa de llegar de clase y las niñas me habían recibido con su natural cariño:

-¡Cuánto tiempo hace que no te vemos! –fueron sus primeras palabras.

Les agradaba verme. La mayor estaba haciendo sus deberes. Muy dócilmente realizaba la tarea lápiz en mano y con la cabeza concentrada.

-¿Me miras esto para ver si me he confundido?

Tenía algún error, como es natural, pero así se aprende. Su hermana pequeña no se separaba de mí. Quería jugar, quería distraerse. Miramos un libro de la mayor, sus dibujos, los títulos de los capítulos... El abuelo dormía en el sillón. Estaba cansado. La huella del infarto y de la aterosclerosis tenía la culpa.

-Pssss, calla, no hables alto –le decía a la pequeña, cuando levantaba la voz.

En la cocina, m
ientras tanto, la abuela hacía la cena. Con sus manos y su cariño preparaba los ricos manjares de la comida más agradable del día para mí. Y yo ya empezaba cansarme de la niña pequeña, de mirar cuentos, de darle vueltas al aire, de hacer el columpio... 


-Pareces un pulpo. ¿No me puedes dejar un poco tranquilo? –llegué a decirle pesaroso.


-¿Quieres que juguemos a estar detrás de la puerta? –me contestó alegremente, igual que me podía haber dicho cualquier otra cosa, manifestando sus deseos de seguir jugando.

El abuelo, dormido; su hermana mayor, haciendo la tarea; la abuela, haciendo la cena... Cada cual con su cosa. Y yo, medio mareado por el tormento -¡qué barbaridad que una niña puede atormentar a un hombre! Pero la pequeña seguía inquieta. Sin poder hacer nada, sin poder hablar, sin poder jugar, con una hermana ocupada... ¿qué podía hacer la pobre niña de pantalón azul con tirantas del mismo color?

-¿Quieres que juguemos a estar callados? -me dijo ilusionada.

Pero en seguida cambió de opinión. Y no sin razón. Porque se había dado cuenta que con eso se estaba condenando al silencio. Y es que una niña, en este caso, nunca puede callarse y menos se le puede mandar callar.

(1979).

martes, 7 de agosto de 2018

¿De la hipocresía?






















Dos amigos hablaban. Era el atardecer de la estación otoñal. Desde la ventana se divisaba el paisaje que uno de ellos contemplaba cada día. Los árboles verdes y los tejados rojos salpicados de chimeneas y antenas, y el horizonte donde los edificios nuevos iban incrustándose sobre el campo y habían hecho desaparecer la visión del río. A esa hora la luz iba perdiendo intensidad, mientras en el cielo el azul se fundía con los colores cálidos que la luz del sol en su ocaso iba desprendiendo. Los dos amigos hablaban observando un papel. 

-¿Qué ves en este dibujo?

-Veo dos cabezas saliendo a través del cuello del mismo tronco. Están de perfil y unidas por sus respectivas partes posteriores. La cabeza situada en la izquierda es algo mayor en tamaño y en ella se contempla su cara izquierda. Se puede decir que es el reverso de la otra, la situada en la derecha, que, además de ser algo más pequeña, se corresponde con su cara derecha


-En efecto.

-Sus miradas resultan imposibles entre sí… por opuestas.

-Puede ser.

-En cuanto a los ojos en sí, son algo grandes, ¿verdad? 


-Sí, pero tampoco mucho.

-Y esquemáticos.

 -También. 

-Me recuerdan algo los ojos almendrados originarios de las antiguas culturas orientales del Mediterráneo.

-Como la egipcia, la arcaica griega...

-Sus gestos son serios. Lo corroboran sus bocas, que están cerradas.

-¿Y no distingues en las cabezas algunos matices que las haga diferentes entre sí?

-Vamos a ver. La cabeza de la izquierda parece más calmada o, mejor, contenida. Quizás manifieste cierta actitud de sorpresa.  En la cabeza derecha… se observa…  gravedad. Sí, eso, una mayor gravedad.  Se atisba en ella un ceño que parece fruncirse. 

-¿En qué lo notas?

-Por ejemplo, en la raya negra que hay sobre su óvalo facial. También, en su ceja, que la tiene algo más pronunciada.

-¿Y la mano?

-Bueno, está separada. Es una mano izquierda. No tiene una conexión física como tal, aunque sí… digamos que mentalmente. Con la cabeza situada a la derecha, claro.

-¿Por qué crees que sus trazos no tienen una ligazón con esa cabeza?

-No sé. Ya dije que parece que puede tener una conexión mental con la cabeza derecha. En cuanto a su significado… No parece amistosa. Más bien, amenazante. Quizás exagere, pero también podría expresar una advertencia.

-Advertencia... puede. ¿Y paternalismo?

-Bueno, podría ser. Pero no lo veo.


-¿Ves más cosas? 


-Hombre, fuera de lo que son los rasgos físicos y psicológicos, veo también a Jano. El dios romano de las dos caras. El protector de las ciudades. El que se situaba en sus puertas. El mismo que despedía tanto al año que se iba como saludaba al nuevo que llegaba. Pero ante todo, lo segundo, hasta el punto que se le atribuyó el nombre del primer mes del año.

-Uno de los dioses favoritos. Era muy popular.


-Es curioso todo esto. Era uno de los meses del año que de niño no sabía a quién estaba dedicado, como ocurría con febrero, abril y mayo. Sabía lo de marzo, dedicado a Marte; o lo de junio, a la diosa Juno, esposa de Júpiter. También, lo de julio o agosto, dedicados a los dos gobernantes que sentaron las bases del imperio, esto es, Julio César y Augusto. Y lo de los meses que aluden a números ordinales, que acabaron desplazados en el orden por los dos anteriores: septiembre, el noveno; octubre, el décimo...  Cuando, ya de joven, averigüé quiénes eran enero, febrero, abril y mayo, entendí entonces, en el caso del primero, por qué en francés se dice janvier o en inglés, january.
  
-Jano era un dios protector, pero también expresaba ambivalencia. Sus dos caras muestran una cosa y la contraria. ¿No te sugiere esto último algo?

-La actitud humana de la hipocresía. 

-Por supuesto. Aunque quizás sepas que esta idea fue introducida posteriormente. 

-Es que no era propia del mundo romano. Como Jano era una de sus divinidades preferidas, quizás eso explicara que acabara teniendo esa connotación negativa, quizás por influencia del cristianismo.


-¿Estás seguro de esto último?

Bueno, es una elucubración. 

-Fíjate en el nombre de Juan: ¿no tiene cierto parecido al de Jano? Aun siendo de origen hebreo, su significado etimológico es también positivo: fiel, la gracia de Dios. Y fíjate en los personajes  del mundo cristiano con ese nombre: el Bautista, el Apóstol, el Evangelista...

-Sí, pero relacionar Jano con Juan es hacer también conjeturas. 

-De acuerdo, pero insisto sobre la hipocresía.

-Sinceramente, no lo sé.

-¿Y el dibujo? ¿Tiene que ver con ello?

-¿Por qué no? Pero, en todo caso, habría que preguntárselo a quien las hizo.

-Ésa es la cuestión.   

(¿1983?/2018) 

lunes, 26 de febrero de 2018

El tropel de águilas indomables




































Hace mucho tiempo que ocurrió. En aquel momento sentí cómo el corazón me 
daba un vuelco y los escalofríos por cuerpo no cesaban. Hubieron de pasar varios días para que pudiera volver a mi estado normal, aunque tuve siempre presente la presencia de esas horas terribles.


¿Pero qué ocurrió para que tenga que estar escribiendo ahora estas letras? Aquel día el sol desapareció, escondido por las nubes negras que irrumpieron con lluvia. El cuerpo quedó humedecido y el frío del invierno se encargó de hacerlo tiritar. Ignoro por qué no cogí un catarro o una pulmonía. A lo mejor fue porque el miedo dominaba mis actos y se convirtió en un verdadero anti-virus. Pero en medio de ese espectáculo de oscuridad, lluvia y frío se alzó por encima de todos el vuelo desgarrador del águila indomable. Su vuelo, veloz, y su furia, incontenida, fue un continuo ir y venir por todos los lugares y rincones de la ciudad. El gran tropel de bichos negros volantes no cesó durante horas en su empeño por destruirlo todo: hombres y enseres, moradas y plantas. La tierra ese día no se tragó nada ni a nadie, fue el aire el que recogió sordo los gritos, los llantos y las voces de tanto ser indefenso, humillado y torturado hasta extremos que rayaban con la extinción.


¡Qué terrible espectáculo! Hablar de hombres, mujeres y niños, del agua que corría roja por las calles o por los canalones, de brazos, de piernas o trozos de carne que se amontonaban con los escombros, era hablar de muerte.


Durante días el silencio fue la voz unánime de los sobrevivientes. El luto por los muertos se convirtió en el símbolo del dolor. Era impresionante ver la marcha lenta hacia el enterramiento de los seres queridos o el movimiento de los brazos retirando escombros y construyendo nuevos hogares. Cada hombre era uno solo y todos a la vez.


Ahora, lejos de aquellos momentos, me encuentro sosegado, tranquilo, expectante. La experiencia vivida y sufrida sería vana si no fuéramos capaces de averiguar y comprender el porqué de tanta crueldad humana, la razón de la existencia de  tantas águilas devoradoras de vidas. El día de hoy ha amanecido limpio, todo azul, reinado por el sol amarillo que alumbra y calienta este nuevo tiempo, más cálido, verde y de colores.


(3-03-1981)

martes, 30 de enero de 2018

El comienzo de las fiestas

























Cada 8 de septiembre, durante algunos años de mi niñez, acompañé a mis progenitores a la misa que abría las fiestas dedicadas a la patrona de la ciudad, la Virgen de la Vega. Al principio nos acompañaba mi hermano más próximo en edad, hasta que se hizo algo mayor y dejó de venir. La ceremonia religiosa era muy preciada en mi casa, pues era como el punto de arranque principal de las ferias, unos días para nosotros de alegría y emoción. Por las tardes teníamos ocasión de acercarnos a los cacharritos de feria, al circo o al cine, que nos servían de amortiguador en el tránsito de las vacaciones al curso escolar, cuyas clases empezaban oficialmente el día 15.

La misa era oficiada en la Catedral Vieja por el obispo de la diócesis, que entonces era don Mauro, Mauro Rubio Repullés. En la ceremonia eucarística se rodeaba de un séquito de sacerdotes, miembros del cabildo en su mayoría, que iban ataviados con sus relucientes ropajes de casullas, estolas y manípulos con unos ornamentos cargados de fuerte simbología religiosa. En el centro, presidiendo, se situaba el obispo, que, una vez llegado al altar portando el báculo, vestía una reluciente casulla blanca de filigranas doradas e iba coronado con la mitra que sustituía en ese acto al solideo violeta propio de su rango. Frente a ellos, en las primeras filas, se situaban las autoridades de todo tipo. Las civiles y las militares. Las políticas y las sociales. Una larga lista formada por el gobernador civil y el gobernador militar, el alcalde y el presidente de la Diputación, los jefes de los cuarteles de Caballería y de Ingenieros, el jefe de la base aérea de Matacán, los jefes de la Guardia Civil, la Policía Armada y la Municipal, el Comisario jefe de Policía, el Rector de la Universidad, los presidentes de la Cámara de Comercio, de la Hermandad de Agricultores y Ganaderos, y de los diversos colegios profesionales, los delegados provinciales de los sindicatos verticales, del Frente de Juventudes y de la Sección Femenina… Todos, vestidos de gala con trajes de chaqué y uniformes, mostrando corbatas, gemelos, galones e insignias, y, en muchos casos, bigote. Los acompañaban sus esposas, también con trajes de gala y, como distinción, unas mantillas de encaje sobre sus cabezas.

Autoridades que no podían faltar en uno de los momentos señalados del año, en que era necesario hacer una demostración solemne de los poderes que, victoriosos tres décadas antes, habían sellado un pacto ventajoso e inmejorable. En ese día se escenificaba mejor que nunca, con todo su boato, la alianza de la cruz, la espada y el dinero. Como testigo, la feligresía que llenaba los bancos del templo o se apostaba de pie como mejor podía en sus naves laterales, y que asistía al oficio religioso por devoción, por conveniencia o por mera rutina.

Y allí, como espectadores privilegiados, estábamos mi hermano y yo, que íbamos con la mejor ropa que teníamos -la de domingo- en pantalón corto y estrenando calcetines. Una presencia que se debía a la iniciativa de mi madre, que seguía así la tradición heredada de su familia cuando vivía no muy lejos de la catedral. No le faltaba su disfrute de la música, que no faltaba nunca en ese acto, con el añadido de  sentir in situ la presencia de dos de sus hijas en uno de los coros de la ciudad. Una madre, en fin, devota, fiel al cumplimiento de los preceptos religiosos y en la asistencia al rito anual de la ceremonia solemne que se dedicaba a la que llamaba su Virgen.

Mi hermano disfrutaba por completo de la misa. Su devoción religiosa era tan grande, que a lo largo del año no perdía ninguna ocasión para demostrarlo. En mi caso, ocurría lo contrario. La duración del acto me parecía una eternidad, me provocaba aburrimiento y, en ocasiones, lo sufría como una tortura. Sólo el canto del himno de la Virgen de la Vega, el canto eucarístico “Beberemos la copa” y el “Aleluya” de Haendel hacían que mi estancia fuera por ratos más llevadera. Eran tres de lo cantos que interpretaba un coro de voces acompañado de un órgano y una pequeña orquesta que se formada para la ocasión.

El nombre de la Coral, como oficialmente se llamaba, lo pronunciábamos con el orgullo de tener dos hermanas que aportaban sus modestas, pero necesarias, voces. Una, la de tiple segunda, y la otra, la de contralto. Le gustaba decir a mi hermano con cierta maldad que eran de las del “chum-chum la-la-la”, para diferenciarlas del papel más relevante de las tiples primeras, donde destacaban ante todo las voces de las dos Pepitas, la Iñigo y la Albarrán, que se repartían los solos. Y yo, también malvado, le acompañaba con una risita cómplice.
  
No recuerdo cuándo se cantaba el himno dedicado a la Virgen, quizás lo fuera al final, no lo sé, pero sí mantengo el eco de su melodía y algunos pasajes de sus versos. Como el arranque tenue a base de voces femeninas: “Abre, madre, tus brazos / al hijo que a ti llega…”. Había momentos en que todo el coro, el órgano y los instrumentos de la pequeña orquesta resonaban con más fuerza en el amplio espacio del templo románico. Las bóvedas -ya de crucería- de su nave central y la espectacular cúpula semiesférica elevada desde el crucero con la ayuda de cuatro pechinas y un cimborrio acogían un sonido que si no me parecía salido del mismo cielo, al menos me sacaba de la antesala del sopor para llenarme de emoción.  

En ocasiones, para evitar derrumbarme entre canto y canto, paliaba la situación mirando el ábside del templo. Buscando la imagen, casi imperceptibles para mí, de la escultura de madera bronceada -hierática, por románica-, dedicada a la virgen que era motivo de celebración. Pero, ante todo, curioseando el grandioso fresco del Juicio Final que Nicolás Delli, llamado el Florentino, había pintado en el siglo XV sobre el cascarón del ábside. Un fresco que se superponía sobre el retablo donde se multiplicaban las escenas de la Biblia que el mismo artista y dos de sus hermanos plasmaron en tablas enmarcadas con molduras de motivos góticos.

Y hacia ese cascarón miraba yo con la curiosidad de un niño al que no le habían dejado de contar en casa y en la escuela lo habido y por haber sobre el cielo y el infierno. El fresco se mostraba ante mí como la ocasión ideal para poder imaginarme cuál podía ser mi paradero futuro según hubiera obrado en la vida. Una escenificación del bien y del mal, presentados frente a frente. A la diestra de Jesús, que era mi siniestra, estaban quienes se salvaban. Y a su siniestra, mi diestra, quienes se condenaban.

Mi mirada apenas se fijaba en ese juez severo y gesticulante que, situado en la parte superior y central, emitía su veredicto rodeado de su corte de ángeles, mientras el Bautista y la Virgen, en posición orante, testimoniaban su autoridad. Más atención yo prestaba al tropel de ánimas benditas que con los brazos levantados y las manos unidas iban ataviadas con unas túnicas blancas y pulcras, mostrando el agradecimiento por el premio de la salvación. Pero donde mi mirada y mi atención se centraban era en los cuerpos desnudos que, situados en la parte derecha de la pintura, iban saliendo de sus tumbas y acababan siendo devorados por un gran monstruo con dientes espinosos, paladar rojo y cabeza verde, como rotunda representación del Diablo. Una atención, la mía, que quizás fuera morbosa, pues no dejaba de ser una forma de presenciar lo prohibido. La contemplación de cuerpos desnudos, casi asexuados, que el catecismo nos señalaba como uno de los enemigos de la humanidad, esto es, la carne, el mundo –de los que nunca supe a qué se referirían- y el demonio.

Me he preguntado muchas veces el porqué de esa mayor atención hacia lo escabroso del infierno en vez de centrarme en la dulzura del cielo. Por qué me fijaba más en los rostros aterrorizados de quienes caminaban hacia el abismo en vez de preferir el gozo de quienes habían alcanzado el reino de la felicidad eterna. Hace unos años pude contemplar en Padova los frescos que Giotto pintó para la capilla Strovegni. Allí se encuentra representada otra escena del cielo y del infierno. Más clasista, eso sí, pues estaba erigida, con una finalidad entre expiatoria y purificadora, para salvar al padre pecador, un rico comerciante de esa ciudad italiana. Es un tema recurrente en el mundo del arte, por lo que parece seguro que existe una clara intencionalidad de buscar un efecto. Desde siglos, durante casi dos milenios, la Iglesia ha ido inculcando a generaciones y generaciones una conciencia moral para hacer del miedo uno de los pilares del control de nuestras vidas, presentando el premio final, pero a la vez resaltando la advertencia amenazante del mal. Y en la mente del niño que yo era desde luego que surtió el efecto suficiente para creérmelo y para temer que me pudiera ocurrir.

Pasado el ecuador de la liturgia y llegado ya el momento de la eucaristía, la letanía del canto “Beberemos la copa” me elevaba de nuevo el ánimo. Hoy me parece una melodía un tanto simplona, plana y de ritmo cansino, con la repetición constante de un “Amén, Aleluya” como coletilla en cada estrofa. Puede que fuera esa sencillez, que la hacía más pegadiza, la que me atrajera más y, quizás también, por coincidir con el movimiento de gentes que a ritmo procesional se acercaban en busca de la comunión que administraban el obispo y sus sacerdotes. Era, en fin, el momento en que se rompía para mí la monotonía y el paso lento del tiempo. Ese “Amén, Aleluya” lo prefería, en todo caso, al majestuoso “Aleluya” de Haendel, cuya mayor riqueza compositiva y armónica me parecía estridente. Para mi madre y mi hermano, sin embargo, era el canto preferido. “Hijo, dónde vas a ir parar. Es mucho más solemne y más bonito. Fíjate en las voces y en la orquesta cómo resuenan. Emociona mucho más”, me decía mi madre. “Pues a mí, no. Me gusta más el ‘Amén-Aleluyá’”, le contestaba.   

Acabada la misa, por fin, a la salida del templo me esperaba la alegría y el paseo por las calles entre el bullicio de la gente. Era el momento de poder ver a las charras, ataviados con sus vestidos espectaculares de lentejuelas de colores y sus pañuelos blancos sobre la cabeza, y a los charros, con sus trajes negros y austeros de chaqueta corta y sus gorros alados y cónicos en el centro. Bailaban con las castañuelas al ritmo de la gaita y el tamboril, ofreciendo un espectáculo de música, color y movimiento.

Era también el momento de poder ver a los gigantes y al inmenso Gargantúa que se apostaban en la Plaza Mayor. Y, cómo no, poder ver a los temibles cabezudos. Hacerlo junto a mi padre, mi madre y mi hermano me daba seguridad, aunque no acababa de perder el miedo. Otra cosa era verlos con mis amigos. ¡Ay, los cabezudos! ¡El terror que me invadía cuando en el barrio oía a lo lejos el sonido atávico del tamborilero que anunciaba su llegada con el ritmo monótono que no cesaba! Los cabezudos el Padre Lucas y la Lechera, a quienes cantábamos eso de “que venden leche por cuatro perras”. O el Negrito y la Bruja, los que creía más terribles, que se dedicaban a arrear a diestro y siniestro con sus varas a la chiquillería.

Al cabo de unos años, todavía niño, dejé de tenerles miedo. Fue el día que me atreví a ir solo con ellos y echando carreras para evitar los palos. Ya adolescente dejé de tener miedo al infierno y sus demonios y al poco, sin embargo, empezó otro. Éste, sí, de carne y hueso. Provenía de las autoridades civiles y militares de la ciudad. Las mismas con las que habíamos coincidido mi hermano y yo en la misa en honor de la patrona de la ciudad. Ya no corría delante de los cabezudos, sino de los uniformados de color gris y porra en la mano que ya no jugaban en broma, sino en serio. Fue un tiempo de miedo. O de miedos.

No mucho más tarde fueron cambiando las caras y las formas de las autoridades, y a la vez, el color de los uniformes. Supe también que el Padre Lucas era en realidad una deformación puritana del Padre Putas, el mayordomo principal de la casa de la mancebía que hubo en mi ciudad siglos atrás. Y que la Lechera era, por así decirlo, la puta principal. En el tiempo de mi niñez, en vez de la casa de la mancebía, había, sí, un Barrio Chino lleno de casas y putas para todas las clases. Unas, para los hombres que se decían de bien y que por allí aparecían; y las más, para el resto de la clientela. Quién sabe, pero quizás en consonancia con la distribución de las almas que se hacía en el cielo y en el infierno. En la capilla Strovegni así se ve, no hay duda. En la Catedral Vieja de mi ciudad, puede que no. ¿O sí? Qué más da. A mí ya se me pasó ese miedo atávico que me había atrapado cuando era niño.    

viernes, 1 de diciembre de 2017

Vida en la oscuridad





































Podrían ser las nueve y media de la noche. Menos papá y mamá, que solían hacerlo antes, estábamos cenando mi hermano, mi hermana y yo mientras veíamos el telediario. Se oyó el timbre de la puerta y de inmediato sentimos cierto encogimiento, a la vez que nos miramos fugazmente, quizás buscando información por lo que pudiera ocurrir. No sé qué pasó por la cabeza del resto, pero estoy seguro que pesaba el recuerdo de no hacía tres meses antes, cuando de madrugada llegó la policía a casa para llevarse a mi hermano. No era normal que alguien llamase a la puerta a esas horas y menos en el invierno que acababa de llegar. Sí lo eran las llamadas telefónicas, que abundaban en mi casa a lo largo del día, incluida la noche. Pese a la brevedad de ese instante, fue mi hermana la que se levantó rauda, como solía hacerlo en casi todo, para abrir la puerta. Pronto volvió a entrar en el comedor y se dirigió a mí para decirme: “Es para ti”.

En la puerta de casa estaba ella, a la que hice pasar al despacho, que estaba situado al lado, frente al propio comedor. Sorprendido por la visita y todavía impactado por lo que pudiera haber sido, no sé si mostrando mi nerviosismo, procuré mantenerme tranquilo. Con su voz tenue y su aspecto tranquilo me habló del motivo de su visita: “Mañana va a llegar una camarada de Valladolid. Tiene problemas con la policía y va a pasar unos días aquí, aunque no se sabe cuántos. Hemos pensado que podría estar contigo en el club del barrio. Mañana mismo te avisaré para presentártela y así podréis quedar”. Apenas emití alguna palabra que no fuera el simple asentimiento a lo que me dijo. La conversación fue corta y en poco tiempo se fue.

Cuando regresé al comedor, lo primero que hizo mi padre fue preguntarme quién era. No me resultó difícil contestar, improvisando un asunto que podía ser creíble: “Era una compañera del Femenino. Ha venido por lo de las actividades culturales que organizamos entre los dos institutos”. No fue una respuesta descabellada, pues yo estaba metido en esas cosas de las actividades culturales y además de los dos institutos, el Masculino y el Femenino. Sabía también que los sábados por la mañana iba a la residencia de las monjas de la avenida a ver la películas del ciclo de cine que habíamos organizado. Lo que no era verdad era que ella se dedicase a esas actividades y fuese del grupo de cine, y menos que la razón de su visita hubiera estado relacionado con eso. Pero como se trataba de salir del paso, creo que la respuesta fue convincente y mi padre no fue más allá en sus preguntas o en mostrar su curiosidad por saber más.

Distinta fue la reacción de mi hermano, que un poco más tarde, cuando nos quedamos a solas, se puso muy serio conmigo para echarme una pequeña reprimenda: “No debía haber venido a casa y menos a esas horas”. Resultaba evidente que no fue idea mía y que fui el primer sorprendido, por lo que le contesté algo así como: “Y yo qué sé. No ha sido cosa mía”. “Pues diles que eviten venir a casa a esas horas”, me replicó.

Sé que mi hermano se encontraba todavía bajo el golpe de su detención y posterior encarcelamiento. También de su marcha de casa hacía pocos días, tras la muerte de Franco, como medida preventiva por si la policía llevaba a cabo una redada dentro de lo que se había llamado “operación Lucero”. Quería evitar también que en casa hubiera más malestar del que ya se había creado por todo eso. No dejaba de estar preocupado, aunque no tanto por lo que le ocurrió a él personalmente como por el hecho de que su libertad provisional le había costado a la familia el pago de una fianza de bastante elevada. Sé que sufría, como también lo hacia por la presión que ejercía papá para que dejara de “meterse en líos”. Era una situación dura, donde tomar una decisión era un verdadero dilema. Elegir entre el compromiso político y la familia resultaba bastante doloroso.

Al día siguiente me vi con ella durante la hora el recreo de media hora que teníamos a las once. Como los dos institutos estaban contiguos y coincidían en los horarios, era normal que nos viéramos frecuentemente, casi a diario, aunque evitando que fuera todo el tiempo. Era a la vez una medida de seguridad y una forma de  mantener relación con otra gente. Teníamos por norma vernos nada más que lo imprescindible los miembros de la célula de "la Joven" que formábamos entre los dos institutos, para así poder pasar desapercibidos. De esa manera también podíamos realizar lo que llamábamos “trabajo de masas”, que consistía en estar con la gente normal, la de la calle. Una forma de ser como ella y sentir cómo vivía, como un medio de  captación para los círculos en los que nos movíamos políticamente. Se veía mal que estuviéramos solos por nuestra cuenta, lo que no era ni útil ni seguro, excepto en lo necesario. No se veía bien tampoco estar con la gente de otros grupos políticos, en especial con la de "las Jotacé", de las que decíamos que sólo les iba lo de hablar y discutir. Era nuestra forma de actuar, coherente con las intenciones, aunque, hay que decirlo, resultaba difícil de cumplirla a rajatabla.

Conocido, pues, el lugar y la hora de la cita, que fue el mismo día, ya era de noche cuando me entrevisté con la camarada de Valladolid. El invierno hacía que las últimas horas de la tarde se cubriesen del manto de casi oscuridad en el lugar donde habíamos quedado. El tramo final de la Avenida estaba desierto y su iluminación resultaba más que tenue. En la práctica hacía de frontera, como una tierra de nadie, entre el barrio donde vivía y las barriadas contiguas algo más alejadas, ya en el extrarradio de la ciudad. Poca gente transitaba por allí, por lo que me resultó fácil localizarla. Llevaba ella el anorak corto de color azul oscuro que me habían indicado y seguramente me distinguió por mi trenca azul turquesa, muy propia esos años como indumentaria de la gente que conspiraba contra la dictadura. Su aspecto era el de una muchacha joven y estudiante. Era baja, de pelo oscuro y con una melena corta que no impedía que su pelo se erizara por los rizos no excesivamente pronunciados. Hablamos durante un rato, mientras paseábamos por esa parte de la Avenida, y acabamos conviniendo que al día siguiente la llevaría al club juvenil del barrio para presentarla a la gente. Y eso fue lo que ocurrió. Bueno, eso y que su estancia en la ciudad fue efímera. Al poco, quizás dos o tres días, desapareció, regresando a Valladolid. Eso es lo que me dijeron. No supe por qué.

(12 de mayo de 2013)

jueves, 23 de noviembre de 2017

A propósito de lo que fue la trasera de mi casa (desde "Una mirada" )
















Me han mandado unas imágenes de la trasera de la casa de mis ancestros familiares. La trasera, sí, como la llamábamos. Un espacio ancho con dos hileras de árboles que le aportaban un verdor sano y, en cierta medida, bello. Un espacio donde se podían oír los cantos de los pájaros y las voces de los niños cuando jugábamos. Estos días la están transformando. Pero para mal. Y todo con el objetivo de convertirla en zona de aparcamiento para coches a costa de destruir los árboles que llevaban décadas allí plantados.

Los árboles son vida y destruirlos sólo puede contribuir a lo contrario. Poco a poco muchas ciudades van perdiendo sus espacios naturales, aun cuando, como en el caso de nuestra trasera, sean pequeños. Han transformado un rincón modesto, pero rico en los árboles que lo poblaban y lo que fue parta mí un tesoro de recuerdos.  

Hace siete años publiqué en este cuaderno un pequeño relato que escribí en 1980 y que titulé "Una mirada". En él expresaba lo que sentía mirando por la ventana de mi cuarto de estudio, lo que en casa llamábamos el despacho. Aunque repita su publicación, pretendo que sirva de recuerdo de algo que fue y ya no es. Y también denuncia del arboricidio que tantas veces cometen quienes administran ciudades a costa del bienestar de la gente.



Una mirada

Es la tarde. Desde esta ventana estoy divisando el horizonte de naturaleza que poco a poco va desapareciendo. Aquí, al lado, las acacias, los negrillos y los ailantos; al fondo, junto al río, los chopos; y más allá, ascendiendo por los Montalvos, no llego a distinguir los árboles. La tierra seca, amarilla, ayer surcada por los surcos del arado, hoy está baldía por el paso del tiempo y va cediendo su lugar a los bloques de ladrillos rojos que poco a poco levantan. Un horizonte austero es el que diviso, que con el tiempo se va transformado. Un horizonte tejido de antenas que se levantan y entrecruzan, formando una malla de metales y ondas.


Las ramas de las acacias, los negrillos y los ailantos, que se mueven guiadas por el viento, me llevan a un pasado inocente...

-Gallo, gallina, gallo, gallina, gallo…

Y las voces, los gritos, los balones, los escondites, los daos, el pico-zorro-zaina, el dólar, la rueda del tío Repique, los guardias y ladrones, los platillos, las bolas, los clavos… Todo va quedando en el recuerdo. Una infancia verdadera, que fue vida, vida alegre y espontánea.

Hoy me conformo con estos niños que oigo gritar y veo jugar cada día.


(5-9-1980)

(La primera imagen es de Víctor Montero Rico). 

martes, 25 de diciembre de 2012

El portero elegido por votación popular

Corría el año 1967 o quizás 1968. Ese día don Secundino nos anunció la posibilidad de que el sábado por la tarde podíamos jugar un partido de fútbol contra un equipo de otro colegio. No recuerdo de cuál, pero sí muchos detalles de lo que pasó a partir de ese momento. La reacción de la clase fue de alborozo general, teniendo en cuenta que el fútbol estaba fuertemente impregnado en nuestra vida cotidiana y, además, lo novedoso que en un centro escolar se hablara de algo distinto que no fueran las matemáticas, la gramática, la historia, la historia sagrada, la educación cívica o el catecismo. 

A principio de curso le gustaba al maestro dividir la clase en dos grupos: los Campeones y los Invencibles. Después de ser elegidos sendos capitanes por nosotros mismos, éstos de dedicaban a escoger uno a uno a los componentes de sus respectivos grupos. Todos los días el maestro solía colocarnos en algún momento de pie y alrededor del aula. Era la ocasión en que se producía una doble competición: entre los equipos y dentro de cada equipo. Las preguntas que hacía sobre cualquier asignatura servían para crear en cada grupo la jerarquía interna del saber, que iba variando según se contestaban correctamente o no. Lo normal era ver a los capitanes en el puesto número de cada grupo, pues, la verdad sea dicha, eran con diferencia superiores: Los demás luchábamos cada día por subir algún peldaño en el escalafón, lo que en realidad variaba poco. Siempre había un grupo de adelantados, otro intermedio y finalmente el que llamábamos de los torpes. A su vez, cuando en uno de los grupos no se sabía contestar algo, pasaba el turno al contrario, de manera que así acumulaba los consiguientes puntos que servían al final de cada trimestre para saber cuál de los dos había sido el vencedor. Yo pertenecía a los Campeones y tenía como capitán a un compañero que me acompañó desde el primer curso de primaria hasta el cuarto de bachillerato. No estoy muy seguro, pero creo que los Invencibles nos superaron en más ocasiones. Curiosamente su capitán habría de ser, pasados bastantes años, un buen amigo y compañero de fatigas políticas, cuya amistad mantenemos todavía hoy.

Quizás pueda parecer me he desviado un poco de la historia, pero resulta necesario referirme a lo que acabo de contar si se quiere entender el sentido de lo que ocurrió. Respondiendo a la división de la clase en dos grupos, la confección del equipo de fútbol que habría de enfrentarse al rival se hizo de una manera paritaria para los jugadores de campo. Es decir, cinco por cada grupo, que fueron propuestos a viva voz por cada grupo, sin que hubiera más problemas que irlos jaleando con arreglo a lo que cada día hacíamos en el patio, pues era costumbre antes de empezar a jugar que sendos capitanes escogieran a sus jugadores. 

Recuerdo de esos momentos que en la organización de los jugadores en el campo, don Secundino nos habló de varias formas, mostrándose partidario del  novedoso 4-2-4. Era distinto del 3-2-5 que era la que se estilaba en las alineaciones de los equipos, que se nombraban por estricto orden: el portero, con el 1; los defensas, con el 2, el 5 y el 3; los medios, con el 4 y el 6; y los delanteros, sucesivamente, desde el 7 hasta el 11. Yo sabía por mi padre que la anomalía del 5 como central se debía a que en cierto momento se decidió bajar de posición al medio centro, reforzando así la defensa, por lo que se pasó del 2-3-5 de los primeros tiempos del fútbol al 3-2-5, que era lo propio en esos años.

Claro que esos años también vivieron cambios en los planteamientos de los partidos y don Secundino, por lo que se ve, sabía algo de ello. Nos dijo que su propuesta del 4-2-4 era más coherente, porque  reforzaba aún más la defensa. No andaba desatinado el hombre, pues en aquellos años había surgido la figura del defensa escoba, uno de los medios que se dedicaba a labores defensivas, a la vez que estaba exento de las de marcaje, pues su misión era la de "barrer" -de ahí el nombre tan doméstico-  cualquier balón que se colara sin que los tres defensas oficiales hubieran podido contenerlo. En España tenía esos años como principal referente al futbolista del Real Madrid Zoco. Estoy seguro que estaba bien informado de la evolución que se estaba dando en el mundo del fútbol, pues en los años siguientes se fueron consolidando los planteamientos de los partidos en la dirección de reforzar la defensa y el centro del campo, bien con el 4-3-3 o bien con el 4-4-2

No recuerdo en qué momento de los preparativos de la alineación nos contó esas cosas el maestro, pero lo que llevó más tiempo fue la elección del portero. Si la paridad resultó fácil de aplicar en los jugadores de campo, el problema vino cuando hubo que elegir al único portero que en un equipo de fútbol existe. Cada grupo propuso el suyo, siendo yo el de los Campeones. Tenía yo fama de buen portero y de hecho en los recreos solía hacer esas funciones con frecuencia. Tampoco lo hacía mal como jugador, pero como ha sido siempre un puesto poco apetecido, nunca me importó situarme entre los palos -en el colegio eran árboles- cuando era necesario. El portero propuesto por los invencibles se llamaba Rubén, como el hermano mayor de los hermanos que lideraron cada una de las tribus de Israel. No sé de dónde salió, pues en el patio nunca jugó en esa posición, pero el caso es que encontró entre sus compañeros unos apoyos más que sólidos.   

El maestro primero quiso oírnos y, como era de esperar, cada grupo se volcó con el propio, que a gritos intentaban convencerlo. Como eso resultó imposible, nos mandó salir al pasillo a los dos contrincantes para intentar llegar a un acuerdo. Al principio resultó imposible, pues nos contábamos mutuamente las hazañas que habíamos protagonizado volando por los aires y  evitando goles cantados. Mientras intentábamos convencernos, apareció un muchacho de otra clase que había salido al servicio y que al vernos discutir se le ocurrió la idea de resolver el dilema lanzándonos una bola o canica que llevaba en el bolsillo, de manera que quien la parara sería el ganador. Aunque aceptamos la alternativa, lo que vino después no se acomodó a lo acordado. En el primer intento salí ganador, pero el compañero Rubén no aceptó el resultado, alegando no sé qué escusa. Como en la siguiente volvió a repetirse la situación, el muchacho que intentó mediar se quitó de en medio, porque, como es lógico, tenía que regresar a clase. 

Ya en nuestra aula, viendo don Secundino que era imposible llegar a un acuerdo, resolvió que lo mejor era hacer una votación. Una decisión democrática, palabra que entonces no estaba bien vista y que al maestro ni se le ocurrió nombrar. Una vez emitidos los votos en papel, resultó elegido el aspirante de los Invencibles, quedándome yo con las ganas de ser el portero del equipo que habría de disputar un partido con el de otro colegio.

Cuando el sábado por la tarde tuvo lugar el partido, salió de portero titular, como era lógico, el elegido por votación popular, aunque, no sé por qué, pude jugar los minutos finales. Creo que perdimos, pero eso a mí me importó menos. Tras el resultado de la votación había sufrido una dura decepción y me sentía víctima de una tremenda injusticia. No me sentía solo, la verdad, pues también fue considerada como tal por los compañeros de mi grupo, los Campeones. Y lo peor es que, pasados los días, al puñetero Rubén se le seguía sin ver jugar entre los palos -que eran árboles- del patio del colegio. 

viernes, 9 de noviembre de 2012

Un sueño de futuro













































Me acabo de levantar de la cama. He tenido una sensación rara, agridulce, si se quiere. Me
 he encontrado muy calentito, porque fuera hacía frío. He tenido también una sensación de sosiego y hasta felicidad.  Ha sido un sueño largo, como si viniera de la noche de los tiempos y en él hubiese transcurrido la historia de la humanidad entera... Soñé que me levantaba y que me puse mi bata vieja que tenía detrás de la puerta de mi habitación. Pero una nueva rara sensación se cernía sobre mi cuerpo. No era ni de sosiego ni de felicidad, sino de cierta intranquilidad, de malestar... Qué sé yo, pero sentía que me faltaba algo. Levantado, pues, y después de haber hecho los deberes de cada día, me dispuse a subir a no sé dónde en busca de aire puro. El verdor del campo era visible, llamativo y lógico por las lluvias caídas día atrás. Por eso al volver a casa las suelas de mis zapatos estaban llenas de barro. Ni siquiera ese paseo matinal fue capaz de hacer desaparecer el malestar que me inundaba. Muy al contrario, lo aumentó, hasta el punto de no poder hacer nada en todo el día, dándole vueltas a la cabeza continuamente sobre el sueño tenido en la noche anterior y lo visto en el paseo de la mañana. Cada día que fue pasando fue aumentando mi malestar y la sensación de intranquilidad tornaba mi presencia en el espacio en algo parecido a la ausencia. Pero ¿qué podía haber pasado?, ¿qué había provocado en mí tanta confusión que había transformado mis hábitos, mi trabajo, mis costumbres, mi vida? Sentí que pasaban los días, semanas quizás, y en mí fue madurando una nueva idea. Decidí irme de donde vivía, buscar nuevos lugares, nuevas tierras, nuevos horizontes. Pero en mí siguieron presentes la confusión, la intranquilidad, la preocupación... Al cabo de los años los había aceptado amargamente como propios, a la vez que el se había encargado de atenuarlos. Un día, no sé por qué, decidí regresar a casa, a mi lugar de origen. Parecía un pueblo. Pequeño. Según iba recorriendo sus calles, fui percibiendo cómo las gentes laboraban, hablaban o  simplemente callaban. Amigos de antaño me saludaron tibiamente y otros prosiguieron con su tarea. La vieja cantina seguía en su lugar y apiñaba en su interior decenas de personas. Mientras la iglesia atraía a niños y mayores bien vestidos que entraban o salían. No pude ver dentro del ayuntamiento a su presidente, colaboradores y funcionarios. No quise entrar. Pero me los imaginaba sentados en sus sillones frente a unas mesas nuevas, mientras resolvían papeles que iban y venían. Papeles muy distintos a los que en otros tiempos volaban y, pisoteados, se ensuciaban, pero también se leían. Una escuela, en ese momento vacía, estaba habitada por sus maestros, a los cuales veía a través de los cristales. Antes de alcanzar la carretera de salida del pueblo pasé junto al cuartelillo de la guardia, ubicado en el mismo sitio de siempre, habitado por los mismos hombres, mandados por el mismo jefe, rodeados de las mismas pompas y respetados por todos como nunca había sucedido. Una vez que el pueblo quedó a mi espalda todavía hube de toparme con el coche del patrón-dueño de la fábrica de juguetes, mientras un habitante del lugar, vestido con traje de faena, le saludaba desde el otro lado de la carretera por donde yo caminaba y le decía: “adiós, don José”. No sé si atrás había quedado el pasado o si por delante tenía el futuro, mi futuro, del que yo no sabía nada.

(30-11-1983)

martes, 27 de septiembre de 2011

Pura inocencia































Era verano. Había salido temprano por la mañana, un momento agradable del día en que todavía no había llegado el calor agobiante. No sé qué hacía solo y por qué no había todavía amigos en la calle, pero el caso es que deambulaba por la trasera de mi casa. Me acompañaba el sonido de fondo de los pardales, de esos trinos que diariamente emitían desde las ramas de los árboles. De pronto, procedente de una de las ventanas del bloque situado frente al que yo vivía, oí la voz estridente que una mujer lanzaba contra mí –“¡ése es, ése es!”-, a la vez que me topé con otra que estaba situada por debajo de ella en la misma acera. No recuerdo cómo logré zafarme de su presencia ni qué recorrido hice hasta llegar a casa, aunque sí qué inicié una carrera veloz. Mientras huía, seguí oyendo las voces, ya de las dos mujeres, a las que no conocía pese a la cercanía. Ya en mi casa, asustado, pero seguro, volví a la rutina de las vacaciones jugando con mis indios y platillos en el pequeño espacio del balcón que precisamente daba a la trasera. No le conté lo ocurrido a mi madre y, por más vueltas que le di a la cabeza, no logré entender nada de lo que me había pasado. Todo me resultó extraño. A mis amigos tampoco les conté lo sucedido y conseguí, no sé cómo, que ese día no estuviéramos en la trasera para evitar encontrarme con quienes me habían metido tanto miedo en el cuerpo a base de gritos. Fue al día siguiente, poco antes de comer, cuando mi madre me dijo que había hablado con una de esas mujeres, a la que conocía como vecina. Se había disculpado por lo ocurrido. También me tranquilizó diciendo que no pasaba nada. Por lo que le contó, al principio creyeron que había sido yo quien había lanzado una piedra contra la jaula de pájaros -¿de un jilguero?, ¿de un canario?- que una de ellas tenía colgada en una de las ventanas de su casa. Luego, al parecer, averiguaron quién había sido. Escuché a mi madre entre atento y aliviado, y cuando acabó se me ocurrió decirle que yo había visto a unos niños tirar piedras contra la jaula. No sé por qué lo hice, cuando resultaba claro que yo no había hecho nada. En mi vida había lanzado una piedra contra un pájaro. Fue mi madre la que me lo inculcó. Nunca vi a nadie lanzar una piedra contra la jaula de la ventana de la mujer del bloque de enfrente. Lo que dije quizás fuera una forma inocente de reforzar mi absolución en un acto que no había cometido.