Me
han mandado unas imágenes de la trasera de la casa de mis ancestros familiares.
La trasera, sí, como la llamábamos. Un espacio ancho con dos hileras de árboles
que le aportaban un verdor sano y, en cierta medida, bello. Un espacio donde se
podían oír los cantos de los pájaros y las voces de los niños cuando jugábamos.
Estos días la están transformando. Pero para mal. Y todo con el objetivo de
convertirla en zona de aparcamiento para coches a costa de destruir los
árboles que llevaban décadas allí plantados.
Los
árboles son vida y destruirlos sólo puede contribuir a lo contrario. Poco a poco
muchas ciudades van perdiendo sus espacios naturales, aun cuando, como en
el caso de nuestra trasera, sean pequeños. Han transformado un rincón modesto,
pero rico en los árboles que lo poblaban y lo que fue parta mí un tesoro de
recuerdos.
Hace siete años publiqué en este cuaderno un pequeño relato que escribí en 1980 y que titulé "Una mirada". En él expresaba lo que sentía mirando por la ventana de mi cuarto de estudio, lo que en casa llamábamos el despacho. Aunque repita su publicación, pretendo que sirva de recuerdo de algo que fue y ya no es. Y también denuncia del arboricidio que tantas veces cometen quienes administran ciudades a costa del bienestar de la gente.
Una mirada
Es la tarde. Desde esta ventana estoy divisando el horizonte de naturaleza que poco a poco va desapareciendo. Aquí, al lado, las acacias, los negrillos y los ailantos; al fondo, junto al río, los chopos; y más allá, ascendiendo por los Montalvos, no llego a distinguir los árboles. La tierra seca, amarilla, ayer surcada por los surcos del arado, hoy está baldía por el paso del tiempo y va cediendo su lugar a los bloques de ladrillos rojos que poco a poco levantan. Un horizonte austero es el que diviso, que con el tiempo se va transformado. Un horizonte tejido de antenas que se levantan y entrecruzan, formando una malla de metales y ondas.
Las ramas de las acacias, los negrillos y los ailantos, que se mueven guiadas por el viento, me llevan a un pasado inocente...
-Gallo, gallina, gallo, gallina, gallo…
Y las voces, los gritos, los balones, los escondites, los daos, el pico-zorro-zaina, el dólar, la rueda del tío Repique, los guardias y ladrones, los platillos, las bolas, los clavos… Todo va quedando en el recuerdo. Una infancia verdadera, que fue vida, vida alegre y espontánea.
Hoy me conformo con estos niños que oigo gritar y veo jugar cada día.
(5-9-1980)
(La primera imagen es de Víctor Montero Rico).