viernes, 9 de noviembre de 2012

Un sueño de futuro













































Me acabo de levantar de la cama. He tenido una sensación rara, agridulce, si se quiere. Me
 he encontrado muy calentito, porque fuera hacía frío. He tenido también una sensación de sosiego y hasta felicidad.  Ha sido un sueño largo, como si viniera de la noche de los tiempos y en él hubiese transcurrido la historia de la humanidad entera... Soñé que me levantaba y que me puse mi bata vieja que tenía detrás de la puerta de mi habitación. Pero una nueva rara sensación se cernía sobre mi cuerpo. No era ni de sosiego ni de felicidad, sino de cierta intranquilidad, de malestar... Qué sé yo, pero sentía que me faltaba algo. Levantado, pues, y después de haber hecho los deberes de cada día, me dispuse a subir a no sé dónde en busca de aire puro. El verdor del campo era visible, llamativo y lógico por las lluvias caídas día atrás. Por eso al volver a casa las suelas de mis zapatos estaban llenas de barro. Ni siquiera ese paseo matinal fue capaz de hacer desaparecer el malestar que me inundaba. Muy al contrario, lo aumentó, hasta el punto de no poder hacer nada en todo el día, dándole vueltas a la cabeza continuamente sobre el sueño tenido en la noche anterior y lo visto en el paseo de la mañana. Cada día que fue pasando fue aumentando mi malestar y la sensación de intranquilidad tornaba mi presencia en el espacio en algo parecido a la ausencia. Pero ¿qué podía haber pasado?, ¿qué había provocado en mí tanta confusión que había transformado mis hábitos, mi trabajo, mis costumbres, mi vida? Sentí que pasaban los días, semanas quizás, y en mí fue madurando una nueva idea. Decidí irme de donde vivía, buscar nuevos lugares, nuevas tierras, nuevos horizontes. Pero en mí siguieron presentes la confusión, la intranquilidad, la preocupación... Al cabo de los años los había aceptado amargamente como propios, a la vez que el se había encargado de atenuarlos. Un día, no sé por qué, decidí regresar a casa, a mi lugar de origen. Parecía un pueblo. Pequeño. Según iba recorriendo sus calles, fui percibiendo cómo las gentes laboraban, hablaban o  simplemente callaban. Amigos de antaño me saludaron tibiamente y otros prosiguieron con su tarea. La vieja cantina seguía en su lugar y apiñaba en su interior decenas de personas. Mientras la iglesia atraía a niños y mayores bien vestidos que entraban o salían. No pude ver dentro del ayuntamiento a su presidente, colaboradores y funcionarios. No quise entrar. Pero me los imaginaba sentados en sus sillones frente a unas mesas nuevas, mientras resolvían papeles que iban y venían. Papeles muy distintos a los que en otros tiempos volaban y, pisoteados, se ensuciaban, pero también se leían. Una escuela, en ese momento vacía, estaba habitada por sus maestros, a los cuales veía a través de los cristales. Antes de alcanzar la carretera de salida del pueblo pasé junto al cuartelillo de la guardia, ubicado en el mismo sitio de siempre, habitado por los mismos hombres, mandados por el mismo jefe, rodeados de las mismas pompas y respetados por todos como nunca había sucedido. Una vez que el pueblo quedó a mi espalda todavía hube de toparme con el coche del patrón-dueño de la fábrica de juguetes, mientras un habitante del lugar, vestido con traje de faena, le saludaba desde el otro lado de la carretera por donde yo caminaba y le decía: “adiós, don José”. No sé si atrás había quedado el pasado o si por delante tenía el futuro, mi futuro, del que yo no sabía nada.

(30-11-1983)