“Los artistas no estaban al corriente de nuestro juego. Hay que excluir que gente como Rothko o Pollock supiesen nunca que estaban siendo ayudados desde la sombra por la CIA, que sin embargo tuvo un papel esencial en el lanzamiento de ellos y en la promoción de sus obras. Y en el vertiginoso aumento de sus ganancias”.
(Donald Jameson)
La segunda mitad del siglo XX marcó un cambio importante en el ámbito geográfico donde se centró la creación artística. EEUU se convirtió en el principal punto de referencia, desplazando a Europa occidental y, dentro de ella, a París. Como nos recuerda Giulio Carlo Argan (1977: 620), "América se convierte en la depositaria, en nombre de la democracia, de los valores de la inteligencia y la cultura; pero en el mismo momento en que los adopta, los adapta a su estructura social, a su propio 'modo de vivir'".
No fue algo ajeno al peso que EEUU adquirió en el mundo al acabar la Segunda Guerra Mundial como primera económica mundial y protectora de un conjunto de países que se sentían amenazados por el bloque internacional antagónico que lideraba la URSS. Tampoco debemos olvidar el papel que jugaron numerosos artistas europeos que fueron huyendo de la persecución nazi para instalarse más allá del Atlántico, aportando su experiencia en las distintas vanguardias artísticas en boga. El surrealismo, el expresionismo y la abstracción fueron los ingredientes principales de lo que en EEUU acabó presentándose como una nueva tendencia.
No fue algo ajeno al peso que EEUU adquirió en el mundo al acabar la Segunda Guerra Mundial como primera económica mundial y protectora de un conjunto de países que se sentían amenazados por el bloque internacional antagónico que lideraba la URSS. Tampoco debemos olvidar el papel que jugaron numerosos artistas europeos que fueron huyendo de la persecución nazi para instalarse más allá del Atlántico, aportando su experiencia en las distintas vanguardias artísticas en boga. El surrealismo, el expresionismo y la abstracción fueron los ingredientes principales de lo que en EEUU acabó presentándose como una nueva tendencia.
En realidad no fue nuevo estilo, al menos en sus raíces. Si parte de sus componentes provenían de Europa, como Willem de Kooning, Arshile Gorky o Mark Rothko, hubo otros artistas europeos que siguieron trabajando en el viejo continente, dando los primeros pasos de lo que se habría de llamarse expresionismo abstracto. Paul Klee y Joan Miró habían desarrollado un estilo donde confluían la figuración y la abstracción sin apenas distinción, dando origen a un lenguaje plástico desconocido hasta entonces, donde fundían cromatismo y fantasía desde elementos de las vanguardias artísticas. Lo que inicialmente se denominó como abstracción lírica, enfatizando la mayor frescura y espontaneidad que mostraba frente a la abstracción geométrica, fue conocido desde 1951 como expresionismo abstracto, cuando los críticos estadounidenses Clement Greenberg y Harold Rosenberg recuperaron un término acuñado veinte años antes por Alfred Barr jr. para referirse a las improvisaciones abstractas de Vassili Kandinsky (Vicens, 1975: 110).
Hace diez años leí el libro de Frances Stonor Saunders La CIA y la guerra fría cultural. No pretendo hacer un análisis de la obra, que, por otra parte, es un estudio minucioso de la guerra ideológica que se dio en el campo de la cultura durante los años de la guerra fría desde las actividades que la agencia de inteligencia estadounidense llevó a cabo. De todos los asuntos y personajes que salen a lo largo de la obra, me llamó la atención en su día el capítulo dedicado a la utilización que hizo la CIA del expresionismo abstracto para oponerlo al realismo socialista, que era el paradigma artístico del bloque antagónico.
Uno de los personajes clave en todo esto fue Nelson Rockefeller, heredero del imperio familiar del mismo nombre, cuyo padre, Abby Aldrich, no tuvo reparos en afirmar en una ocasión que los rojos dejarían de serlo “si valorásemos y reconociésemos mejor sus méritos artísticos”. Nelson, por su parte, que había encargado a Diego Rivera un mural para el recién construido Rockefeller Center, tampoco tuvo reparos en destrozarlo porque el artista mexicano se negó a retirar la imagen que había pintado de Lenin, uno más de los numerosos personajes que llenaban la pared principal del edificio.
Como mecenas de la cultura y propietario del archiconocido MoMA de Nueva York Nelson Rockefeller aportó la parte correspondiente a una operación de alto calado político, que hizo uso del arte como estilete. Tom Braden, que por entonces dirigía la División de Organizaciones Internacionales de la CIA, supo ver el potencial que encerraba lo que los críticos Greenberg y Rosenberg estaban defendiendo sobre las obras de artistas como Jackson Pollock, Willem de Kooning, Arshile Gorky, Marck Tobey, Marck Rothko o David Smith.
Anatemizados al principio por motivos ideológicos, en la línea de las actividades impulsadas por el senador Joseph McCarthy, y embadurnados con argumentos artísticos pueriles, en poco tiempo pasaron, en un recorrido inverso de una conocida frase, de villanos a héroes. Lo que hasta entonces había sido un arte “degenerado” y “comunistoide”, de pronto pasó a ser fomentado como la manifestación de la libertad frente al comunismo y la aportación más genuina de EEUU al arte contemporáneo.
La actividad simbiótica de la CIA, el capital y buena parte de la crítica artística aupó a unos artistas desconocidos hacia la cumbre de la fama, la crítica y el dinero. A uno de ellos, Pollock, le correspondió representar el mito más genuino de la América profunda: el de un cowboy pendenciero nacido en un hogar humilde de uno de los estados del centro del país, Wyoming, lejos de las perniciosas ciudades de la costa este. Fue el principal representante de la action painting, un método creativo dinámico basado en la improvisación, lo que llevó a que fuera asimilado al jazz. Él mismo llegó a manifestar: “Trabajo más a gusto en el suelo. Entonces me siento más cerca de la pintura, en cierto sentido formando parte de ella, porque puedo pasearme alrededor”. La fama de los artistas y el negocio de los mecenas funcionaron perfectamente durante muchos años, sin que se sospechara que detrás de todo había una compleja e inteligente operación de profundo calado político e ideológico. Sin embargo, allá por 1974, cuando apareció en la revista Artforum el artículo de Eva Cockroft titulado “Expresionismo abstracto: arma de la guerra fría”, se empezaron a ver las cosas de otra manera.
Quienes empezaron una aventura como artistas sin saber cómo iban a transcurrir sus vidas, acabaron teniendo destinos diferentes. En su mayoría, quizás abrumados por la fama y el dinero, se posicionaron como anticomunistas, en algunos casos habiendo alterado sus convicciones anteriores, como ocurrió con Rothko y Gottlieb. No fue el caso de Ad Reinhardt, que se mantuvo fiel a sus principios, lo que le condenó al ostracismo.
El triste final de varios de estos artistas, más que simbolizar lo que realmente ocurrió, puede apuntarnos algunos de los límites de la condición humana: Pollock y Smith murieron en sendos accidentes de coche; Kline, víctima del alcohol; Gorky y Rothko se suicidaron, el primero ahorcándose y el segundo cortándose las venas.
Referencias bibliográficas
Argan, Giolio Carlo (1977). Arte moderno. v. 2. Valencia, Fernando Torres.
Jameson, Donald (2010). Entrevista en el periódico The Independent, 22 de octubre, citado en Voltairenet, 2011.
Stonor Saunders, Frances (2001): "Garabatos yanquis", capítulo 16 de La CIA y la guerra fría cultural. Barcelona, Debate.
Vicens, Francesc (1975): Arte abstracto y arte figurativo. Barcelona, Salvat.
Voltairenet (2011):"La CIA, mecenas del expresionismo abstracto", en revista electrónica Rebelión, rebelión.org, 23 de enero.
Voltairenet (2011):"La CIA, mecenas del expresionismo abstracto", en revista electrónica Rebelión, rebelión.org, 23 de enero.