jueves, 13 de enero de 2011

Reflexiones sobre las religiones (y 3)

Conviene matizar de partida que el mundo de la religión o del hecho religioso, por pertenecer a la subjetividad de las creencias, no tiene por qué conllevar una racionalización a la hora de aceptarla o rechazarla. Otra cosa es la reflexión, la búsqueda de conocimiento para entender mejor el hecho religioso o cualquiera otra consideración que se quiera tener en cuenta.

La religión ha estado presente a lo largo de mi vida, aunque desde distintas perspectivas. Durante mi infancia y adolescencia he tenido presentes tres hechos de gran importancia: la pertenencia a una familia católica con fuerte presencia de lo religioso; la fuerte presión ideológica ejercida por durante los primeros años de mi vida por el régimen franquista; y la estancia entre los 11 y los 15 años en un colegio religioso, si bien como alumno externo. Pese a ello, a partir de los 15 años inicié un alejamiento de las creencias y prácticas religiosas, que me llevó enseguida a hacer un reconocimiento explícito de mi ruptura con cualquier vínculo religioso. En este proceso la influencia de varios familiares fue de gran importancia, pero no exclusiva, pues paralelamente fui leyendo varios escritos que, de alguna manera, me sirvieron para dar consistencia a mi posición ante el hecho religioso.

Entre estas primeras lecturas se encontraban obras de autores relacionados con lo que en los años 60 y 70 se denominaba diálogo entre marxismo y cristianismo, como José Mª Díez Alegría (¡Yo creo en la esperanza…!), Emmanuel Mounier (El compromiso de la acción), Reyes Mate (El ateísmo: ¿un problema político?) o la introducción que Hugo Assmann y el propio Reyes Mate hicieron para una edición de textos de Marx y Engels (Sobre la religión). No faltaron tampoco algunos textos relacionados con el Concilio Vaticano II. Como estudiante universitario proseguí con mis lecturas, esta vez en el campo de la Historia y particularmente de la cultura y las ideas. Con el paso de los años no disminuyó mi preocupación por profundizar en el hecho religioso, lo que se manifestó en lecturas sobre autores en aspectos diferentes. Mis ojos han recorrido libros o artículos de Gonzalo Puente Ojea, Gustavo Bueno, Leonardo Boff, Hans Küng, Jurgen Habermas, Karlheinz Deschner, Frei Betto, Ernesto Cardenal… Y  obras sobre historia de las religiones en general o de alguna en particular, entre las que destaco dos elaboradas en la antigua URSS: Historia atea de las religiones y El ateísmo científico. En mi hemeroteca informática personal tengo una carpeta dedicada a las religiones y otra al mundo del pensamiento en general, por lo que mis fuentes de información son numerosas y variadas.

Toda esta dimensión personal ha tenido como contrapunto el que haya tenido que mantener inexorablemente contactos con muchas personas en diversos ámbitos: familiar, profesional, amistoso o público. Desde mi ruptura (fractura, al decir de Eco) con todo tipo de creencia religiosa, mi relación con los miembros de mi familia de origen considerados creyentes ha sido de un gran respeto mutuo, salvo situaciones puntuales que, por anecdóticas, no merece la pena resaltar. En el caso de la familia propia desde el principio optamos mi mujer y yo por una educación laica hacia la hija y el hijo, evitando un contraadoctrinamiento y entendiendo con normalidad cualquier relación con el hecho religioso. “No me habéis obligado a creer o no creer, me habéis dado libertad para elegir y pensar”, me ha indicado mi hijo.

Mi actuación profesional como docente se ha centrado en un tratamiento objetivo de lo religioso, insertado dentro de la Historia o las Ciencias Sociales. Así mismo, he defendido abiertamente los principios laicos de no impartición de la asignatura de Religión en los centros educativos, por considerar que se debe evitar cualquier tipo de adoctrinamiento y como mejor garantía para que la libertad de conciencia sea ejercida en igualdad de condiciones. Me voy a referir a un hecho puntual ocurrido en 1988, en mi primer año de labor docente, cuando organicé un debate en la asignatura Historia Universal en el último curso de Bachillerato. El tema elegido fue la Reforma del siglo XVI y participaron, además del alumnado, un profesor de Matemáticas, por su condición de cristiano evangélico, otro de Filosofía y el de Religión. Fue una experiencia excepcional por la calidad del debate, en la que destacó el alumnado por su excelente argumentación en las intervenciones y el ejemplo de cordura que dieron, especialmente ante el profesor de Filosofía, que, desde su intransigencia doctrinal católica, intentó imponer la superioridad de los planteamientos católicos, una actitud que no mostraron los otros dos profesores ligados expresamente a una confesión religiosa.  

Desde mi juventud he mantenido permanentemente un diálogo con cuantas personas de cualquier creencia o sin tener ninguna han querido. Desde mi ateísmo ideológico, mi defensa del laicismo como modelo de relaciones en el campo de lo religioso y mi apuesta por un mundo de personas iguales, no reniego de nada de lo que he hecho y ni siquiera de mis orígenes. Desde los tres condicionantes vividos en mis primeros años de vida (familia, régimen franquista y colegio religioso) he recibido y experimentado influencias culturales y religiosas que en mi trayectoria vital me han permitido comprender mejor distintas situaciones y contrastarlos para actuar en la vida con arreglo a mis principios éticos.

Con el tiempo he ido conociendo a muchas personas, bastantes de otros países, con ideas y creencias muy diversas, y con percepciones muy variadas dentro de su  posicionamiento. He conocido a creyentes del islam, del cristianismo ortodoxo, testigos de Jehová, cristianos de base, integristas católicos… Entre las personas no creyentes, unas se han declarado como ateas y otras como agnósticas. Las posiciones laicas no han sido patrimonio exclusivo de estas últimas… He mantenido conversaciones con  seminaristas, monjes, sacerdotes… En el máster que acabo de terminar he conocido a dos musulmanes, con los que he intercambiado opiniones y hasta discutido amigablemente, y una cristiana ortodoxa de una familia que ha visibilizado su profesión religiosa tras la caída de la URSS.

Durante las navidades es costumbre en mi familia de origen cantar villancicos. Considero que mi madre fue una santa en vida y pongo a una de mis hermanas, de una profunda fe religiosa, como un ejemplo de entrega a las demás personas. Me encanta escuchar las palabras que pronuncian cristianos que entienden que la salvación de las almas empieza en la Tierra, como ha hecho Ignacio Ellacuría o hacen Leonardo Boff, Frei Betto, Jon Sobrino, Ernesto Cardenal y tantos otros.

De joven leí varias novelas del jesuita José Luis Martín-Vigil, como Los curas comunistas, Sexta galería…; me sorprendió la facilidad con la que hablaban de Dios comunistas chilenos como Violeta Parra o Víctor Jara; supe de la existencia de curas guerrilleros, como Camilo Torres, Gaspar García Laviana o Manuel Pérez; admiré la valentía de los curas Miguel D’Escoto, Ernesto Cardenal y Fernando Cardenal como ministros sandinistas; me horroricé de los asesinatos de monseñor Romero, monjas y sacerdotes de Latinoamérica o Ignacio Ellacuría; me sorprendí de lo que decían obispos como Helder Cámara o Pedro Casaldáliga; me emociono cuando cantamos con mis amigos y amigas la canción de León Gieco “Sólo le pido a Dios”...

Me horroriza ver a tantas personas creyentes cristianas insensibles ante la miseria, interesadas en su propio bienestar y arrogantes en sus creencias, que creen superiores. No me gustan las procesiones de Semana Santa o cualquiera otra manifestación de otras religiones en las que la mortificación física o simbólica sea presentada como ejemplo, ni siquiera cuando se justifiquen bajo el caparazón de cultura popular. Me indignan las autoridades de la Iglesia Católica cuando pontifican sobre lo humano bajo el patrón de la intolerancia y hacen uso del chantaje moral para obtener prebendas.

Pero escuchar a creyentes cristianos, como ocurrió  con Juan José Tamayo el pasado mes de abril, me resulta reconfortante por su apuesta por una religiosidad alejada de las jerarquías, aliada con quienes más lo necesitan y en defensa de un diálogo interreligioso que busque puntos de encuentro en lo que ha sido con frecuencia motivo de dramáticos enfrentamientos.


Bibliografía de referencia

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