Volví a visitar ayer la comarca de La Axarquía. Más concretamente, los pueblos que se asoman a los balcones de la sierra de Tejeda. Algunos, pero todos ellos preciosos. En sus calles, monumentos y gastronomía. En medio de un imponente paisaje que te fascina al contemplarlo en sus colores y sus alturas. Un tapiz verde que esconde el blanco de calizas y mármoles, y el gris pizarroso entreverado de las cuarcitas blanquecinas. Un tapiz adornado desde tiempos inmemoriales por los tejos que le dan nombre. Y por olivos, almendros y vides, las mismas que acabaron sustituyendo a las moreras que había dado cobijo y alimento a los gusanos de la seda. Y más recientemente, por las franjas alienadas en bancales de invernaderos.
Estuve en Canillas de Aceituno, Sedella, Salares, Árchez y Cómpeta, paseando por sus calles empinadas, surcadas del colorido de las flores que estallan en primavera sobre el blanco luminoso de las paredes. Disfruté de una arquitectura popular que hace de lo sencillo y lo bonito algo sublime. Esa forma de expresión colectiva donde se funden culturas que se han ido sucediendo y superponiendo en el tiempo. Por lo que pude ver, lo romano, lo árabe-andalusí, lo cristiano, lo mudéjar... Volví a maravillarme de esas joyas que son los antiguos alminares almohades de Árchez o Salares, con sus paños de sebka decorando sus paredes. Encontré en Salares lo que no recordaba de otras veces y también unos rincones donde lo original y la belleza te obnubilan.