Se trata de la segunda comunicación enviada al Congreso “Las otra protagonistas de la Transición. Izquierda radical y movilizaciones sociales”, celebrado en Madrid durante los días 24 y 25, y cuyo texto no tiene notas a pie de página por ser parte de las condiciones de participación. Puede verse también en la página electrónica del Congreso, dentro de la mesa "La izquierda radical como impulsora del cambio político". Hace poco más de un par de años, a finales de 2014, ya publiqué un artículo con el mismo título, más extenso y base de la comunicación. Se trataba, más concretamente, de la introducción inicial del trabajo realizado sobre el PTE y la JGR en Salamanca y que, por distintas razones, preferí no incluirlo.
El resultado final de la lucha de la izquierda radical durante la Transición fue una derrota política, aunque se pueden hacer algunas matizaciones. Salvo en el País Vasco, en su mayor parte actuó en el ámbito del conjunto del estado, con unos resultados electorales que fueron muy modestos y una influencia social que fue bastante limitada, por lo que su derrota fue evidente. Nos preguntamos ahora cuáles fueron las causas y si éstas lo fueron por sus propios errores, por circunstancias políticas y sociales poco propicias o por ambas cosas a la vez.
Los cambios sociales y económicos
Se
ha escrito mucho acerca de los cambios profundos en la sociedad española desde
finales de los 50 como elemento central para comprender la Transición. El giro
dado en la política económica del gobierno, con las medidas estabilizadoras, la
apertura al exterior y la aplicación de los planes de desarrollo, acabó
ayudando a crear las condiciones para que fuera cambiando la mentalidad de la
población. El proceso de industrialización y urbanización, el descenso de la
población agraria, la aparición de una nueva clase obrera, la extensión en
número de las clases medias, el aumento del nivel cultural, la mayor
incorporación de las mujeres al trabajo extradoméstico, la creciente
secularización de la vida cotidiana o el contacto con otras culturas, entre
otros factores, fueron creando un clima social más proclive a la necesidad de
cambio político. Paralelamente los fundamentos ideológicos y las instituciones
del régimen fueron quedando como elementos caducos, especialmente entre la
gente joven, que fue mostrando una actitud creciente de rebeldía en lo político
y en el modo de vida. La crisis económica de 1973 acabó siendo un factor de
agravamiento, cuando no de precipitación, de la crisis política del régimen.
Esto
ha servido de base en el campo de la Sociología y la Ciencia Política para explicar
el comportamiento moderado de la mayor parte de la población española durante
los años de la Transición y con ello el fracaso de las opciones políticas más extremas.
Una moderación que afectó también a buena parte de la clase obrera surgida en
el proceso de industrialización de los 60, pese a la existencia de un gran
dinamismo movilizador en su seno y la radicalidad de algunos sectores.
Los
ideólogos del tardofranquismo asociaron el régimen con una tarea modernizadora
pendiente y el propio Franco llegó a decir que su mejor monumento había sido la
clase media española. La información que aportaron esas dos nacientes
disciplinas en las universidades españolas fue inteligentemente utilizada desde
algunos círculos del poder, especialmente los vinculados a Suárez. Celebradas
las elecciones de 1977 y aprobada la Constitución de 1978, fueron saliendo a la
luz diversos trabajos en torno a la cultura y las actitudes políticas de la
sociedad, algunas de cuyas conclusiones sirvieron de base para justificar la
estrategia política del PSOE en los años siguientes.
La percepción de la izquierda
radical desde la sociedad
Si
se ha tendido a diseccionar los grupos de izquierda radical a través de sus
planteamientos políticos, sus formas organizativas, su estilo de trabajo y sus
objetivos, corresponde ver también cómo fueron percibidos por la sociedad de su
tiempo y los grupos sociales a los que se dirigió preferentemente.
En
un Informe de principios de 1977 para la Presidencia del Gobierno se apostó por
la oportunidad de la legalización del PCE. Se decía también que eso
“deslindaría al PC de otros grupos más a la izquierda que conviene claramente
excluir”. Del hecho de que tras la semana negra de enero de 1977 una de las
respuestas del gobierno fuera ordenar redadas contra la militancia de grupos de
la izquierda radical, puede deducirse que se les prestaba atención.
Los
tanteos de Suárez para entrevistarse con Carrillo fructificaron en el encuentro
de principios de 1977, cuando escenificaron en secreto un pacto político de
hondo calado: la legalización a cambio de la aceptación de la monarquía. El
gobierno de Suárez cerraba, así, el círculo de la reforma, superado el fracaso
del gobierno de Arias Navarro un año antes.
En
el Informe Foessa 1978 se reflejaba una media de 5’64 en la autoubicación
político-ideológica de la población a finales de 1976, lo que situaba a nuestro
país en los niveles de buena parte de los países europeos occidentales. País
Vasco-Navarra y Barcelona tenían una media, respectivamente, de 4’79 y 4’86,
dentro de los niveles de Italia (4’69) y Francia (5’05). Por bloques políticos
en el centro se situaba casi al 50% de la población, cuando en la mayoría de
los otros países rondaba la tercera parte. Por su parte, el 22% estaba en las
posiciones de izquierda, lejos de Italia (43%), Francia (41%), Bélgica (36%) o
Gran Bretaña (35%). Por territorios en País Vasco-Navarra y Barcelona un 40% se
autoubicaba en la izquierda, mientras que en Castilla la Vieja no llegaba al
20% y en Castilla la Nueva sólo un 9%. La izquierda radical atraía al 10% en
las zonas más industrializadas, como ocurría en Países Bajos y Bélgica, pero
estaban por debajo de Gran Bretaña y Francia (16%), e Italia (18%).
Los
resultados de las elecciones de 1977 y 1979 reflejaron en gran medida esa
orientación. Triunfaron las opciones moderadas en torno al centro político
(UCD, PSOE, PDC/CiU y PNV), que sumaron el 70% de los votos. Pero fueron una
gran decepción para los grupos comunistas, desde el PCE-PSUC (9’4% y 10’8%)
hasta los de izquierda radical (sumaron 2’2% y 5’8%). Sólo el PSUC obtuvo
resultados aceptables (18’3% y 17’4%), pero siempre por debajo del PSC-PSOE.
Allí
donde los grupos de izquierda radical obtuvieron mejores resultados, el PCE
estuvo por debajo (País Vasco y Navarra) y en algunas zonas, como Andalucía,
llegaron a horadar en su electorado. Consiguieron más apoyos en Navarra (17,7%
y 15,3%) y País Vasco (8% y 25,9%), destacando HB en éste en 1979 (15%).
En
las elecciones municipales de abril de 1979 los resultados mejoraron para el
conjunto de la izquierda, desde la más moderada hasta la más radical. El
PCE-PSUC (12,7%) tuvo un 18% de subida relativa, y el PTE y la ORT (2,5%), casi
la tercera parte, con representación en numerosos municipios y en algunos hasta
alcanzando la alcaldía.
Cabe
preguntarnos el porqué de unos resultados tan exiguos para la izquierda
radical.
La acción represiva del estado
Veamos
el caso de Valladolid, que desde finales del franquismo conoció una gran
conflictividad laboral, universitaria y vecinal. Según un informe de 1975 del
Gobierno Civil, acerca de la sensibilidad política de la población, la
izquierda y el centro-izquierda gozaban de un 35% de simpatía en el centro de
la ciudad y el 50% en los barrios; y la extrema izquierda, respectivamente, el
5% y el 10%. Resulta evidente que existía preocupación en las autoridades,
teniendo en cuenta la relevancia de los conflictos y su eco en la opinión
pública.
Sin
embargo, en 1977 los resultados electorales fueron exiguos para la izquierda
radical (1,9%), bastante modestos para el conjunto de grupos comunistas (9,2%)
y por debajo de la derecha en la suma de todos los grupos de izquierda (48,2%).
En 1979 mejoraron algo los resultados de los grupos comunistas: 13,9% en total,
con el 9,2% del PCE y el 4,4% de la extrema izquierda. Pero el conjunto de la
izquierda (47,9%) siguió por debajo de la derecha. Algo cambió la situación en
las elecciones municipales: los grupos de izquierda globalmente superaron a los
de derecha: 58,2% frete al 41,8%; el PCE obtuvo un 13,1% y los grupos de
izquierda radical, separados, el 5,3%, sumando entre todos el 18,4%.
¿Qué
ocurrió en otras áreas industrializadas del país? Xavier Domènech ha estudiado
la dimensión política del movimiento huelguístico y vecinal de las zonas más
conflictivas en el primer semestre de 1976. Lo ha calificado de clara
naturaleza rupturista, capaz de acabar con el gobierno de Arias Navarro y
obligar a su sucesor a introducir medidas políticas más atrevidas, como el
primer decreto de amnistía, la legalización de partidos políticos o el proyecto
definitivo de reforma.
Estos
meses fueron los de mayor y más variado movimiento reivindicativo habido
durante el franquismo y la Transición. Confluyeron huelgas de la clase obrera
urbana y rural, reivindicaciones vecinales, protestas y huelgas estudiantiles,
y hasta movilizaciones de pequeños agricultores y ganaderos. Habría que añadir
conflictos propiamente políticos, como la lucha por la amnistía o los de
carácter nacionalista y autonomista. No faltaron las acciones armadas de las
dos ramas de ETA y en menor medida del incipiente GRAPO.
La
razón de que este movimiento no se extendiera más habría que buscarla en
diversos factores, pero la acción del aparato represivo no fue ajena. La
matanza de Vitoria, con cinco muertes, marcó uno de los puntos culminantes,
pero en 1976 hubo al menos 18 muertes sólo de huelguistas y manifestantes, a lo
que habría que unir numerosas personas heridas y torturadas, un incontable
número de detenciones y la militarización de algunos servicios públicos. Hubo zonas
fuertemente castigadas, en especial País Vasco y Navarra (que sumaron 12
muertes), pero también Madrid, Barcelona, Alicante, Canarias y varias
provincias andaluzas.
La intervención de las potencias
occidentales
El
interés geoestratégico de EEUU desde 1945 permitió la estabilidad del régimen y
facilitó su longevidad. Ése fue el significado de los acuerdos bilaterales
firmados desde 1951. Su interés por controlar la sucesión de Franco tenía el
objetivo de garantizar una estabilidad política que evitara poner en peligro
dicho papel geoestratégico.
La
Revolución de los Claveles portuguesa de 1974 había hecho saltar las alarmas,
dada la radicalidad que alcanzó en los primeros momentos. La reconducción del
proceso revolucionario portugués y el diseño de la Transición española
corrieron paralelos desde 1975, aun cuando partieran de situaciones distintas.
En todo caso, lo que estaba ocurriendo en la Península Ibérica habría que
englobarlo dentro del conjunto de intereses de EEUU en el Mediterráneo, donde
también había que contar con países como Italia y Grecia. El diseño de la
Transición buscó apartar a la población de las tentaciones radicales para
llevar al régimen franquista hacia otro nuevo, a la vez que mantener el
alineamiento de España con el bloque occidental. Ese régimen nuevo sería de más
libertades, pero no se preveía legalizar a los grupos comunistas.
EEUU
intervino a través de enviados oficiales directos, la embajada en Madrid o la
propia CIA. Utilizaron agentes de los servicios de espionaje españoles (SECED),
refugiados de grupos de extrema derecha, militantes de la extrema derecha
española y hasta militantes de grupos políticos de la oposición, tanto
moderados como, según algunas fuentes, armados de extrema izquierda. También
intervinieron muy activamente la Internacional Socialista y dentro de ella, el
SPD alemán, así como políticos relevantes del momento, como el Giscard
D’Estaing o Smith.
Tampoco
faltó la intervención de la Comisión Trilateral, cuyos primeros integrantes
españoles fueron personajes relevantes del mundo empresarial y profesional con
conexiones con el mundo político. No sería desacertado establecer una
correlación entre el proceso de reforma del régimen y su mayor influencia en el
mundo de la política. Muy vinculada con la presidencia de Carter y con mayor
sensibilidad por la democratización de los países, los gobiernos centro-reformistas
de Suárez coincidieron con el mandato de Carter y la dimisión forzada del
primero en 1981 se produjo tras el acceso de Reagan a la presidencia. Muchas de
todas estas actuaciones fueron sordas y apenas perceptibles en su momento,
aunque hoy son más reconocibles a la luz de documentos, testimonios e
investigaciones aparecidas.
Y
relacionado con todo tenemos que destacar al PSOE renovado, cuyo papel acabó
siendo primordial. En un proceso corto, pero efectivo, y con la consiguiente
ayuda política y financiera fue atrayendo a personas de diversos ámbitos:
viejos militantes, dentro del papel simbólico de legitimación de las siglas;
personas poco comprometidas en la lucha contra la dictadura, pero linces a la
hora de olfatear las posibilidades de promoción social; y pequeños grupos
socialistas, algunos de tinte nacionalista, que aportaron importantes cuadros
políticos.
La
estrategia del PSOE renovado se inició con la negativa a integrarse en la Junta
Democrática (1974) y le siguió la creación de la Plataforma de Convergencia
Democrática (1975), que no recogía ni la formación de un gobierno provisional
ni una consulta sobre la forma de la jefatura de estado. Una moderación
práctica teñida de radicalidad programática (socialismo autogestionario,
república, autodeterminación…) que acabó convirtiéndose en el contrapunto más
adecuado de la estrategia reformista del régimen, dirigida desde el verano de
1976 por Suárez. El PSOE recreado y la recién creada UCD fueron de hecho
“sucursales de un centro estratégico supranacional”, con estrategias electorales
prefabricadas en EEUU traídas por personajes “traídos y teledirigidos” para
cumplir ese papel. González y Suárez fueron, por distintas razones, los
ganadores de las elecciones de 1977.
Una normativa electoral de control
político
Los
resultados de las elecciones de 1977 fueron, en gran medida, la plasmación de
un diseño político abierto y flexible, pero controlado. Si la acción represiva
del estado inculcó en amplios sectores de la población suficientes dosis de
miedo, la normativa electoral marcó los límites, condicionando, cuando no
manipulando, la representación política.
El
decreto electoral de marzo de 1977, siguiendo la Ley para la Reforma Política,
estableció un doble sistema de elección (proporcional, para el Congreso, y
mayoritario, para el Senado), la provincia como circunscripción y unos
correctivos en la representación. A ello se unían la fórmula D’Hondt, un
Congreso reducido de 350 miembros, el mínimo de dos escaños por provincia y el
añadido de una jornada de reflexión.
En
un ejercicio de ingeniería político-electoral se ideó un Congreso que
posibilitara obtener la mayoría absoluta con el 35-36% de los votos, lo que
explica la sobrerrepresentación de las provincias menos pobladas,
tradicionalmente las más conservadoras, y la infrarrepresentación de las de más
población. Años después Herrero de Miñón se refirió al decreto electoral como
una forma de “evitar que el PCE pudiera tener un grupo parlamentario que se
correspondiera con la fuerza política que se pensaba podía alcanzar”.
Calvo-Sotelo, a su vez, recordó el manejo del PSOE como contrapeso del PCE.
Alejado
el fantasma del sistema mayoritario para el Congreso, los grupos de oposición
moderados y el propio PCE aceptaron el citado decreto, que incluía, así mismo,
un Senado elegido por sistema mayoritario y la presencia de 40 senadores y
senadoras por designación real. Todos lo aceptaron en la medida que les
permitiría alcanzar, según sus previsiones, la representación deseada.
Los
beneficios en el Congreso para UCD y PSOE lo fueron, por un lado, en la
relación entre el porcentaje de votos y el de escaños, y, por otro, en el valor
de cada escaño. Esto último también benefició a PDC/CiU y PNV, de los que, dado
el carácter político conservador, quizás se previera el papel moderado que
debieran jugar en sus respectivos territorios. De hecho, aunque formaron parte
de la oposición moderada al franquismo, estuvieron entre los primeros que
llegaron a acuerdos con el gobierno de Suárez tras el referéndum de la reforma.
Sólo el PNV mantuvo un pulso político durante el debate y aprobación de la
Constitución, en la que se abstuvo, a lo que no es ajeno el condicionante de
una izquierda nacionalista radical con bastante peso político y electoral. Aun
con eso, el PNV fue, junto con el PSE/PSOE, el impulsor del Estatuto de
Autonomía de 1979.
El
sistema electoral acabó condicionando para que el electorado se decantase por
opciones más seguras en la representación, en mayor medida en las
circunscripciones de menor población. En 1979 había 32 provincias que elegían
entre 3 y 6 escaños cada una, aportando el 40% de escaños del Congreso y
representando al 32% del electorado. En las 15 que elegían 3 ó 4 escaños, UCD
ganó en todas, obteniendo un total de 38 escaños, frente a 14 del PSOE, 1 de
CiU y 1 de PNV.
El
PCE-PSUC fue uno de los grandes perjudicados en este aspecto, al obtener en
1977 el 5’7% de los escaños frente al 9’4% de los votos, mientras que UCD y
PSOE superaban los escaños sobre los votos en 12’8 y 4’4 puntos,
respectivamente. En cuanto al valor de cada escaño, no fue el mismo para todos
los partidos. De nuevo el PCEPSUC y los grupos de la izquierda radical se
vieron claramente perjudicados.
Fragmentación y sectarismo de la
izquierda radical
Se
ha planteado la incompatibilidad de este tipo de grupos con la participación
institucional, en la medida que se requiere de la capacidad de diálogo y de
acuerdos que niegan. En su mayoría aceptaron la participación electoral, pese a
las dificultades en 1977 de presentarse estando ilegalizados. La ORT y el PTE
fueron los que más apostaron por la representación electoral, que resultó
fallida en el Congreso, pero que tuvo ciertos réditos en los ayuntamientos,
donde llegaron a cosechar 889 cargos municipales y 71 alcaldías.
La
gran atomización, con el añadido de la presencia de los grupos nacionalistas en
algunos territorios, afectó negativamente. Una división que expresaba en gran
medida un elevado grado de sectarismo y que se extendió incluso en el plano de
las organizaciones de masas y especialmente las sindicales. Como ocurrió en
CCOO, que sufrió a finales de 1976 una ruptura desde el PTE y la ORT, que
acabaron impulsando en 1977 sus propios sindicatos: la CSUT y el SU,
respectivamente.
Un
intento de superar esa división fue la fusión del PTE y la ORT en 1979, la más
importante en esa dirección, pero llegó tarde, con direcciones y militancias
cansadas, y además con un PTE en proceso de replanteamiento político. Las
conversaciones previas a la unificación reflejaron esa situación y lo que vino
después fueron desencuentros, enfrentamientos y desconfianza mutua. Pesaron sus
orígenes diferentes, pero también análisis de la realidad y planteamientos
políticos y organizativos divergentes.
El esfuerzo de final
Los
resultados del referéndum de diciembre de 1976, que abrieron la carrera
preelectoral de casi todos los grupos, no impidieron que las movilizaciones
continuaran. La conflictividad laboral persistió en la mayor parte de las zonas
industriales y en las comarcas latifundistas andaluzas, y País Vasco conoció
las de la amnistía.
Aunque
en 1977 hubo un descenso en el número de huelguistas (no en jornadas perdidas),
en los dos años siguientes volvió a aumentar. Y aquí entró en juego la acción
de la izquierda radical y los diferentes sindicatos. La CSUT (PTE), el SU
(ORT), el sector crítico de CCOO (LCR, MC), los sindicatos nacionalistas e
incluso la renaciente CNT movilizaron a amplios sectores de la clase obrera,
desobedeciendo las consignas de moderación de las direcciones de CCOO y UGT.
En
algunos estudios se ha querido demostrar el carácter moderado de la clase
obrera española, lo que entroncaría con el comportamiento general de la
sociedad española durante la Transición, pero conviene, no obstante, matizar
algunas cosas. En la encuesta del CIS de 1981 sobre el movimiento obrero de
Madrid y Barcelona y su posicionamiento ante la Transición, la mayoría valoró
que la correlación de fuerzas impidió que se produjera la ruptura democrática,
si bien un 39% optó por manifestar que se perdió una oportunidad de crear una
democracia más avanzada. En Barcelona y entre la afiliación de CCOO predominó
más esta última opción. Sobre el sistema económico las respuestas no dejan
lugar a dudas de su valoración negativa: en Barcelona y entre la afiliación de
CCOO alcanzó niveles de casi unanimidad. Sobre el papel que jugaron los
sindicatos en los Pactos de la Moncloa el posicionamiento resultó en general
crítico, si bien con una postura más complaciente con sus dirigentes en la
afiliación de CCOO de Madrid y ligeramente más crítica en la de UGT, esto es,
en la línea de la estrategia política de sus partidos matrices: el PCE, como
gran defensor del consenso con el gobierno y los Pactos de la Moncloa; el PSOE,
más en su papel de alternativa, con una mayor oposición, aun cuando se viera
abocado a firmar dichos pactos.
La
conflictividad de carácter político no tuvo la misma dimensión, a lo
contribuyeron dos factores. Uno, el hecho nacional, que diferenciaba a los
grupos de ámbito estatal de los nacionalistas. Y el otro, la Constitución, que
acabó incorporando al PTE y la ORT al consenso constitucional. Pese a ello,
tenían muchos puntos coincidentes entre sí, lo que les llevó a desarrollar
acciones conjuntas, como las relacionadas con la represión policial, en mayor
medida las habidas en País Vasco y Navarra.
Las
diferencias en el hecho nacional afectaron también a los propios grupos
nacionalistas. En País Vasco y Navarra derivaron de las estrategias políticas
que defendían ETAp-m y EE-EIA, por un lado, y ETAm y HB, por otro. Cataluña
también conoció disensiones, pero con una influencia política bastante menor.
En Galicia el espacio de izquierda radical del nacionalismo lo representó el
BNPG, nucleado en torno a la UPG, pero con una representación institucional
limitada. En Canarias hubo varios grupos nacionalistas de izquierda radical, no
todos independentistas, que se agruparon en 1979 en UPC.
Los
grupos de ámbito estatal apoyaron e impulsaron las demandas de estatutos de
autonomía (Andalucía, el País Valenciano, Castilla y León, etc.). El PTE y el
MC fueron los que más empeño pusieron, acabando incluso por adaptar su
organización interna a la opción federal y cambiando la denominación en cada
territorio.
Desde
el PTE se hicieron propuestas atrevidas, originales y en algún caso con cierto
grado de ambigüedad. Isidoro Moreno acuñó el concepto de nacionalismo
emergente, que en el caso andaluz asumieron el PTA y el SOC, y el PTE de Madrid
propuso un estatuto de autonomía. En el posicionamiento ante la Constitución se
sumó al pacto constitucional, pero defendió para el País Vasco la abstención,
lo que, calificativos aparte, buscaba marcar el hecho diferencial de ese
territorio sobre el resto. No faltó su activa involucración en los incipientes
movimientos ecologista, antinuclear, antimilitarista, etc. En 1980, por iniciativa
de Eladio García Castro y Enrique Palazuelos, apareció el documento “Una fuerza
nueva para una nueva civilización”, en el que se hacía un replanteamiento de la
lucha política desde el análisis de la nueva realidad económica y la aparición
de los nuevos movimientos sociales.
Hubo
mayor coincidencia en la izquierda radical cuando denunció la represión del
estado. Sin entrar en la relacionada con las diversas ramas de ETA, se lanzaron
críticas muy duras contra el aparato policial, que actuó con gran dureza en las
manifestaciones, pero también en actos festivos, ocupaciones de latifundios,
conflictos laborales, etc. No faltaron las provocaciones policiales y las
infiltraciones en organizaciones. Fueron de nuevo País Vasco y Navarra los
escenarios de mayor conflictividad, pero sin olvidar Andalucía y Cataluña.
Fue
el momento, sin embargo, en que los grupos de ámbito estatal empezaron a perder
influencia en favor de los nacionalistas. El llamado desencanto conllevaba
frustración sobre las expectativas creadas, conciencia de la derrota, mayor
atención a la privacidad... Lo que le siguió fue la pérdida de militancia, la
desaparición del PTE y la ORT, la integración en el mundo profesional de buena
parte de la dirigencia e incluso el abandono de la lucha política.
Las
nuevas condiciones en que se ha ido desarrollando el capitalismo desde la
década de los 80 influyeron de una manera importante, si no decisiva, en la
reconfiguración de las relaciones sociales, y con ellas en la organización y la
representación políticas de los sectores sociales que buscaban cambiar el
sistema. Dentro de lo que Boltanski y Chiapello han denominado “crítica
artista” y “crítica social”, como componentes básicos de los sectores
sociopolíticos que buscan una alternativa al sistema capitalista, en esos años
se produjo una clara disociación: la primera, más centrada en la libertad,
cobró más fuerza que la segunda, más centrada en la igualdad.
En plena Transición, tras duros años de lucha contra la dictadura y los intentos por acomodarla a un sistema político más edulcorado, esa disociación se expresó en amplios sectores de la izquierda con la adopción de opciones políticas más moderadas y posibilistas, más centradas en la “crítica artista”. Los 14 años de gobierno del PSOE desde 1982, con su política neoliberal y atlantista, supusieron la culminación de eso último. Fue el triunfo de una Transición política que tuvo como final el mantenimiento del sistema capitalista y la “democracia controlada”.
En plena Transición, tras duros años de lucha contra la dictadura y los intentos por acomodarla a un sistema político más edulcorado, esa disociación se expresó en amplios sectores de la izquierda con la adopción de opciones políticas más moderadas y posibilistas, más centradas en la “crítica artista”. Los 14 años de gobierno del PSOE desde 1982, con su política neoliberal y atlantista, supusieron la culminación de eso último. Fue el triunfo de una Transición política que tuvo como final el mantenimiento del sistema capitalista y la “democracia controlada”.
(Imagen: tratamiento de un fragmento de una pegatina del PTE de 1978)