Hace unos días falleció el general Manuel Contreras. Fue un personaje
terrorífico desde su posición de director de la DINA chilena y como tal, del principal pilar, que no el único, de la represión de la dictadura instaurada a partir del golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Acerca de la naturaleza de las acciones represivas y de las formas que adquirieron se sabe mucho, aunque no todo, con un grado de crueldad que puede resultar incomprensible. La explicación de ello no debe buscarse en la simple idea de la maldad humana per se, sino que hay que insertarla en contextos históricos concretos, que a su vez enlazan con tradiciones que les dan su singularidad. Sobre esto último no debemos olvidar cómo se conformó el ejército chileno a lo largo de las décadas anteriores al golpe y las contradicciones que había en su seno.
En el seno de la izquierda chilena se había desarrollado la idea de que en el ejército existía una amplia tradición constitucionalista, respetuosa con la voluntad popular expresada en las urnas, que evitaba su intervención directa en la vida política. Pero, en todo caso, en ese ejército se mantuvo latente también una tradición, surgida a finales del silgo XIX, que se expresaba en la idea de un ejército garante de los intereses de la oligarquía. Un ejército intervencionista en los asuntos que ponían en peligro sus intereses, represor de cualquier manifestación que supusiera la resistencia de los sectores populares a la explotación y los abusos sociales. El que en 1952, tras la salida de la presidencia de Gabriel González Videla, se iniciara un periodo de reflujo militar, reforzó la idea arraigada en el seno de la izquierda de un ejército constitucionalista, mantenida durante los años de gobierno de la Unidad Popular. El general Carlos Prats fue su principal expresión y del propio Augusto Pinochet, su sustituto en la comandancia del ejército, se creía que pertenecía a esa tendencia.
América Central y del Sur sufría una fuerte intervención imperialista por parte de EEUU desde el siglo XIX, lo que suponía la presencia creciente de empresas y la lucha contra cualquier intento de cambio político contrario a sus intereses. El contexto de Guerra Fría no hizo más que intensificar la presión imperialista contra los diversos movimientos sociales y políticos que fueron surgiendo en distintos países. Al poco de finalizar la Segunda Guerra Mundial, en 1946, se fundó la conocida como Escuela de las Américas, una institución ubicada en Panamá, pero gestionada por EEUU, que tenía como objetivo la formación de cuadros militares desde el prisma de la defensa de los valores de la libertad y la lucha contra el comunismo. En realidad no dejaba de ser una fachada que suponía defender los intereses económicos y geoestratégicos de EEUU frente a cualquier atisbo de cambio. Pero lo que en realidad se hizo en la citada institución militar fue la formación de varias hornadas de militares que aprendieron el manejo de diversos sistemas de represión y técnicas de tortura frente a potenciales enemigos. Represores conocidos fueron, entre tantos, el boliviano Hugo Banzer, el salvadoreño Roberto d'Abuisson, el peruano Vladimiro Montesinos o el chileno que nos ocupa, Manuel Contreras.
El triunfo de la revolución cubana fue una derrota imperdonable para EEUU, por lo que el camino que se estaba iniciando en Chile tras el triunfo de la Unidad Popular en 1970 debía ser cortado. Su modelo, basado en la profundización del proceso democrático en el que se conjugaba lo electoral con la participación directa y la movilización populares, resultaba inasumible para el imperio. Y es aquí donde su intervención a través de la CIA y el papel jugado por diversos agentes políticos y militares chilenos resultó clave para entender, primero, la forma en que se produjo el golpe, después, la forma y el grado de la represión y, por último, el modelo económico que dio lugar.
Se ha hablado estos días de las diferentes reacciones entre su gente ante la muerte de Pinochet y Contreras, habiendo siendo la de este último una expresión de cuasi soledad. También se hablado con frecuencia del grado de responsabilidad de uno y otro, teniendo en cuenta que Pinochet fue la máxima autoridad militar y política durante la dictadura. Por otro lado, se ha repetido que en ambos personajes nunca hubo un ápice de arrepentimiento sobre su comportamiento, negando incluso cualquier tipo de violación de los derechos humanos. Pese a que tras el fin de la dictadura surgieron fallas entre ambos, con el cénit en el careo que tuvieron hace una década reprochándose mutuamente los casos en los que judicialmente se demostró que vulneraron la legalidad, lo cierto es que se comportaron de la misma manera ante la justicia chilena. Fueron hombres que aunaron la tradición de un ejército garante de la oligarquía y el anticomunismo ligado a la Guerra Fría.
La dictadura acabó y una parte de quienes participaron en la represión han sentido la acción de los tribunales de justicia y el oprobio de buena parte de la ciudadanía, pero permanece la gran obra de Pinochet y sus secuaces, para la que actuaron empujados por sus amos: el mantenimiento y consolidación del capitalismo, algo que ningún gobierno ha tocado desde 1990.
El sentido de culpa no existió tanto Pinochet como Contreras, porque fueron muy conscientes del papel que tenían jugar en su tiempo y acabaron cumpliendo con eficacia: primero, en el golpe de 1973, que puso fin a un gobierno que resultaba peligroso en el ejemplo que ofrecía a los otros países del continente americano; luego, en la dura represión, inculcada en las aulas de la Escuela de las Américas, donde Contreras aprendió cómo tratar a quienes encarnaban el peligro comunista; y finalmente, en el modelo capitalista implantado en Chile, en la senda de lo que acabó siendo el neoliberalismo, basado en la privatización extrema de la economía y la derogación de los derechos laborales.
Estos días he estado visionando varios programas de las televisiones chilenas donde tratan la figura del general Contreras. También, diversos documentales, más o menos recientes, sobre la represión durante la dictadura. Recomiendo ver tres: la entrevista que le hicieron en 2013 al propio Contreras, en la que niega, en una mezcla de cinismo y frialdad, la violación de los derechos humanos; la entrevista al historiador Gabriel Salazar, muy esclarecedora de la personalidad de Contreras dentro del ejército al que perteneció y el contexto en que vivió; y el documental El juez y el general, de Elisabeth Farnsworth y Patricio Lanfranco, donde se desarrolla el proceso de investigación por parte del juez Juan Guzmán de los crímenes de la dictadura.
Manuel Contreras ha muerto recluido por algunos de sus crímenes. Una reclusión que estuvo llena de privilegios, es cierto, pero hubo de sufrir el oprobio de varias condenas judiciales, elevadas a varios cientos de años. Pinochet tuvo más suerte, porque murió en su casa, pero también recluido en ella por las duras acusaciones que pendían sobre él a expensas del juez Juan Guzmán, lo que, sin duda, hubo de resultarle más que una incomodidad. Lo de menos son sus conciencias, que sólo las tuvieron para ejercer el mal, en forma de terror, que le pidieron sus amos. Lo peor, sus víctimas. Lo mejor, que no murieron tranquilos y algún precio hubieron de pagar por ello.