Ayer tuvo lugar el nombramiento de Almudena Grandes como Hija Predilecta de Madrid. No he podido seguir el acto en su totalidad, pero, por lo visto y leído, fue enormemente emotivo. Allí estuvieron sus familiares, sus amigos y amigas... También, sus lectores y lectoras, que soportaron los rigores de la ola de calor guardando cola.
No estuvieron ni el alcalde Almeida, ni la vicealcaldesa Villacís, ni la presidenta Ayuso. Nunca la quisieron ni quisieron que fuera reconocida oficialmente. Ni se inmutaron por su muerte, cuando no la denostaron. Y siguen haciéndolo. Como también ha hecho, y hace, buena parte de la derechona política y mediática. Almeida y Villacís se tragaron el sapo del reconocimiento oficial en febrero pasado porque, como si se tratara de una transacción comercial, pactaron el apoyo a los presupuestos municipales con una parte de Más Madrid. En fin, esa derechona que ha vuelto a dar la medida de su altura cultural y moral.
Y entre tantas palabras y emociones que se fueron sucediendo estuvieron la que transmitió Joaquín Sabina, que desveló en secreto de su sempiterno sombrero cuando dijo que "estaba esperando el momento para poder quitármelo en honor de Almudena Grandes". Y, claro está, la poesía de Luis García Montero, quien, con el sonido de fondo de las cuerdas de un piano, acabó con estos versos de "La inmortalidad": "Y cuando me convoquen a declarar mis actos, / aunque sólo me escuche una silla vacía, / será firme mi voz. / No por lo que la muerte me prometa, / sino por todo aquello que no podrá quitarme".