El cáncer se ha llevado por delante la vida de Almudena Grandes. Una de mis novelistas favoritas. De la que he sido capaz de leer una buena parte de sus libros, desde que allá por 1989 empecé con su Las edades de Lulú, con la que ganó el premio La sonrisa vertical de ese mismo año. Luego le han ido siguiendo novelas como Estaciones de paso, El corazón helado, Los besos en el pan, Atlas de geografía humana y Castillos de cartón. Libros de relatos como Estaciones de paso y Modelos de mujer. O las novelas que constituyen su serie, émula de la de Benito Pérez Galdós, Episodios de una guerra interminable, formada por Inés y la alegría, El lector de Julio Verne, Las tres bodas de Manolita, Los pacientes del doctor García, La madre de Frankenstein..., a la espera del que debería haber sido su último episodio: Mariano en el Bidasoa. Todos ellos, menos El lector de Julio Verne, en mi biblioteca. Con ganas de leer otros dos que aún no he podido hacerlo: Los aires difíciles o Malena es un nombre de tango.
Puedo añadir, sin contar sus artículos en la columna fija que tenía en El País, dos escritos más. Uno, la introducción que hizo para Anaya de España. Guía completa de viajeros, en correspondencia con sus estudios académicos de Historia del Arte. Y el otro, "Razones para un aniversario", dentro de la obra colectiva Memoria del futuro. 75 aniversario II República española. Y fue precisamente de este libro, que presentó en el verano de 2006 en nuestro, por muchos motivos, querido Conil junto a su compañero de vida Luis García Montero, del que guardo la dedicatoria que me hicieron y que puede ser ya para mí un pequeño tesoro, junto al más grande que constituyen sus obras leídas y especialmente esas tan maravillosas que dedicó con tanto amor a las personas que perdieron la guerra, pero que, pese a todo, supieron hacer de la dignidad el designio de sus vidas.
Me acaba de llegar un poema, de Luis García Montero, que dedicó hace unos años a Almudena Grandes:
Como
el cuerpo de un hombre derrotado en la nieve,
con
ese mismo invierno que hiela las canciones
cuando
la tarde cae en la radio de un coche,
como
los telegramas, como la voz herida
que
cruza los teléfonos nocturnos
igual
que un faro cruza
por
la melancolía de las barcas en tierra,
como
las dudas y las certidumbres,
como
mi silueta en la ventana,
así
duele una noche,
con
ese mismo invierno de cuando tú me faltas,
con
esa misma nieve que me ha dejado en blanco,
pues
todo se me olvida
si
tengo que aprender a recordarte.
En el mensaje que he recibido hay un añadido: "¡Hasta siempre, Almudena!". Como también hago yo y, creo, que muchísimas personas más.