jueves, 9 de abril de 2020

La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes

He acabado de leer hace unos días La madre de Frankenstein (Barcelona, Tusquets). La quinta novela, de las seis previstas, que componen la propuesta serial que nos ha ofrecido Almudena Grandes con sus Episodios de una guerra interminable

En esta ocasión la autora nos ha llevado a Ciempozuelos, un -entonces- pueblo situado a casi 40 kilómetros de Madrid y donde desde principios de siglo estaba funcionando un manicomio para mujeres. Aunque la trama central se desarrolla entre 1954 y 1956, el relato se sumerge en los años anteriores, especialmente desde de la República, y tiene un epílogo en 1979. 


La obra está narrada por tres personajes: el psiquiatra Germán Velázquez, la auxiliar de enfermería María Castejón y la interna Aurora Rodríguez. El primero y la segunda se erigen en protagonistas principales. Sus historias personales y, a la vez, entrecruzadas entre sí van alumbrando la historia real de quien constituye el eje de la trama: Aurora Rodríguez. Y en esas historias, donde va apareciendo la amalgama de personajes, aflora el trasfondo de la España franquista, pero también el de la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas sobre la Suiza neutral. 


Con Aurora Rodríguez Carballeira estamos ante una personaje real. Décadas atrás había protagonizado una historia cargada de dramatismo. Desde una visión de la vida con claras connotaciones nietzschianas intentó hacer de su hija, Hildegart Rodríguez, el modelo de una mujer que fuera redentora de la humanidad. Superdotada y moldeada a su imagen, cuando decidió con 18 años empezar a buscar su propio camino, su madre acabó con su vida. Corría el año 1933. Uno después fue condenada y al siguiente, encerrada en el manicomio de Ciempozuelos. Nunca más se supo de ella y, acabada la Guerra Española, surgieron diversas conjeturas, siempre creyendo que había desaparecido. A ello contribuyó el libro Aurora de sangre: vida y muerte de Hildegart, publicado en 1972 y escrito por Eduardo de Guzmán, uno de los cronistas del proceso judicial*. Al final del libro, en "La historia de Germán", la autora aclara bastantes cosas de lo realmente ocurrido, entre otras cosas porque ha utilizado la información procedente de otros libros, que están basados en el historial clínico de Aurora Rodríguez**


El doctor Velázquez era hijo de un catedrático de la especialidad que había muerto en la cárcel de Porlier una vez acabada la guerra. Él mismo tuvo que huir en 1939, siendo acogido por una familia judía de origen alemán residente en Suiza. Allí se formó  también como psiquiatra y acabó formando parte de un equipo que empezó a experimentar con la clorpromazina, un medicamento capaz de actuar como un tranquilizante en las personas esquizofrénicas. Fue esa la razón por la que un antiguo discípulo de su padre, José Luis Robles, le propuso que lo hiciera en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos, donde ocupaba el cargo de director. Reinsertado en el nuevo régimen, buscaba con ello la forma de salir del bucle tenebroso que se había impuesto en el campo de la psiquiatría española, dominada por Antonio Vallejo Nájera y Juan José López Ibor. 


Cuando el doctor Velázquez descubrió que la enferma que tocaba cada día el piano no era otra que Aurora Rodríguez, hizo de ella uno sus objetivos como terapeuta. Entre otras cosas, porque, siendo adolescente, fue testigo de la conversación que  mantuvo su padre con ella y su abogado defensor antes de entregarse por el parricidio que acababa de cometer. La vida de ese doctor se imbricó con la de María Castejón, por ser ésta la única persona que había sido capaz de relacionarse y sentir afecto por una persona que se mostraba impermeable ante unos médicos que no tenían ningún interés en ella y era vista por la gente como una criminal indeseable.  

El trasfondo de la obra que constituye el franquismo se manifiesta a través de personajes y situaciones que fueron reales. Como los dos hegemones de la psiquiatría española: el nazi Antonio Vallejo Nájera y el opusdeísta Juan José López Ibor, que, en su rivalidad profesional, ilustran el páramo intelectual que estaba viviendo el país y las pugnas internas que se dieron entre las familias políticas del régimen. El obispo de Madrid-Alcalá y patriarca de las Indias Occidentales, Leopoldo Eijo Garay, que había jugado un papel relevante en el apoyo de la Iglesia a los sublevados y contribuyó a sentar las bases del nacional-catolicismo imperante. La represión que se ejerció sobre quienes habían perdido la guerra y los tentáculos que tuvo en el mundo de los manicomios. La represión que sufrieron las personas homosexuales, tratadas como desviadas, con terapias basadas en el empleo de electro-choques, e incluso de lobotomías, y los cursillos de cristiandad. El robo de niños y niñas que se llevó a cabo a costa de quienes no gozaban de los requisitos que "se exigían" de moralidad o salud mental y que fue perpetrado y/o consentido entre sectores del clero, la sanidad y la administración civil. E incluso la hipocresía que afloró en los años de la Transición por quienes se mostraron como demócratas de toda al vida, aun cuando hubieran formado parte o colaborado con el aparato político del franquismo. 

Como en las otras novelas de los Episodios de una guerra interminable, aparecen personajes, en su mayoría anónimos, que nos permiten ver rescoldos de lo que fue el intento de transformación de la Segunda República, truncado por el golpe militar del 36. Y entre esos rescoldos sigue destacando la presencia de militantes del Partido Comunista, que actúan, dentro de sus posibilidades, como los hacen silenciosamente  los topos que horadan el subsuelo. 

Algunos de esos personajes ya estuvieron presentes en otras obras. El primero, el propio Germán Velázquez, que ya apareció en Los pacientes del doctor García. También el que fuera protagonista de esa misma novela, Guillermo García, pero ahora con su nuevo nombre de Rafael Cuesta. O su hermana Rita, casada con Guillermo/Rafael y que también apareció en Las tres bodas de Manolita como una de las amigas de la protagonista, a la que conoció cuando iba a visitar a su padre a la cárcel de Porlier. Y de El lector de Julio Verne vuelve a aparecer Pastora, viuda del sargento Sanchís, que estuvo infiltrado en la Guardia Civil y tomó la decisión de suicidarse cuando, descubierto, iba a ser detenido después de haber salvado a un grupo de guerrilleros. O Pepe el Portugués, esta vez como Pepe sin Apellidos, que lo convierte la autora en símbolo de esa forma de resistencia. 

A la espera del último episodio, no está de más que, quien lo desee, empiece a leer La madre de Frankenstein.

*En 1977 el libro fue llevado al cine por Fernando Fernán Gómez con el título Mi hija Hildegart; ese mismo año volvió a publicarse el libro, utilizando el título de la película, por Plaza y Janés; años más tarde Fernando Arrabal escribió con el título La virgen roja una obra teatral y una novela.
**El manuscrito encontrado en Ciempozuelos, de Guillermo Rendueles; A mí no me doblega nadie, de Rosa cal; o Mi querida hija Hildegart, de Carmen Domingo. 

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El artículo ha sido publicado, con fecha 16-04-2020, en la revista digital Rebelión