Durante la
Revolución Francesa se acuñó una consigna que se ha hecho muy conocida: liberté,
egalité, fraternité [libertad, igualdad, fraternidad]. Una tríada de
palabras que con frecuencia, si no en la mayoría de las ocasiones, se pretende
disociar. Se hace prevalecer, así, la primera de esas palabras sobre las otras dos, cuando no convertirla simplemente en la única. Es lo que se defiende desde el
liberalismo burgués, una ideología que está cargada de un inequívoco contenido de clase, de manera que
la libertad ha acabado siendo reducida a la posesiva libertad de propiedad.
Lo
que ocurrió en Francia entre 1789 y 1799 está lleno de enseñanzas, presentes a lo largo de las décadas siguientes. Incluso en nuestros días, en ese país y en el resto del mundo, siguen rondando en muchas cabezas, aunque muchas veces no se tenga
conciencia de que así sea.
En
la Convención republicana francesa, allá por junio de 1793, se pronunciaron estas
palabras: “La libertad no es sino un vano fantasma cuando una clase de hombres
puede dominar por el hambre a la otra impunemente. La igualdad no es más que un
vano fantasma cuando el rico, por el monopolio, ejerce el derecho de vida y
muerte sobre sus semejantes”. Quien se expresó con esa claridad y rotundidad fue
Jacques Roux, uno de los más genuinos representantes de los que por entonces se
conocía como enragés (furiosos) y sans culottes (sin
calzones), los grupos que mejor reflejaron durante esa revolución las
aspiraciones de los sectores populares.
De
la misma forma que la libertad sin igualdad se convierte en algo vacío, las
dos, a su vez, necesitan de la tercera parte de su tríada: la fraternidad. Pues sólo así será posible
que los seres humanos podamos unir solidariamente nuestros destinos sin las
estridencias de la explotación, la injusticia, la miseria, la incultura, la
intolerancia…
Es por eso por lo que, desde la perspectiva de respeto hacia los
valores de esa tríada de conceptos revolucionarios, debemos situarnos enfrente
de quienes sólo se interesan por la libertad para hacer de ella un simple fetiche.
Impedir que sea apropiada por quienes disponen de los recursos necesarios para
vivir y se los quitan a una buena parte, si no a la mayoría, de los seres
humanos. No debemos dejar que eso ocurra y que la libertad quede
reducida al arbitrio de una minoría en razón de la riqueza, un color de la
piel, un credo religioso, un sexo y/o una orientación sexual...
Para ser libres sólo sirve que nadie deje de serlo y eso conlleva que tengamos la capacidad de desprender la fraternidad necesaria para que podamos ser y sentirnos iguales. Se trata, en suma, de compartir lo que existe, para hacer de lo común el aire en
el que podamos respirar socialmente y hacer con ello el ejercicio más humano que
pueda existir.
¿Una
utopía? Pues claro, pero no por ello irrealizable. Nos lo ilustró Bertolt
Brecht en forma de parábola con ese sastre de Ulm que intentó volar
-loco le dijeron- y que acabó estrellándose contra el suelo: “Como el hombre no
es un ave / -dijo el obispo a la gente- / ¡nunca el hombre volará!”. Y lo hizo
también José Saramago en su novela Memorial del convento y la passarola
inventada por el cura Bartolomeu Lourenço de Gusmao, esa máquina voladora sobre la que,
al morir, dijo como un consejo: “Cuidadla, cuidadla, puede que vuelva a volar un día”.