jueves, 17 de marzo de 2022

Vladimir Putin, Rusia y la rivalidad entre imperios en el contexto de la guerra de Ucrania


Llegó al poder en 1999. Fue llamado para poner orden en su país, con un presidente alcoholizado, Boris Yeltsin, que años atrás había llevado a cabo el proceso de desmantelamiento de la economía soviética, privatizado cada uno de sus sectores y entregándoselos a unas oligarquías que se enriquecieron desmesuradamente. El mismo presidente que dejó hacer a las cada vez más influyentes mafias repartidas por todos los rincones. Y el que a finales de 1991 forzó la desaparición de la URSS, que en 1993 atacó sin remisión, a base de bombazos, al Parlamento, o que en 1996 se benefició del amaño de unas elecciones que estaban destinadas a ser ganadas por el Partido Comunista... El presidente que, en fin, se había entregado al por entonces presidente de EEUU, Bill Clinton, y había bajado la cabeza mientras desde 1997 la OTAN se iba expandiendo entre los antiguos aliados de la URSS y algunas de sus antiguas repúblicas, incumpliéndose el acuerdo al que habían llegado en 1990 Mijail Gorbachov y George W. Bush. 

Sí, Putin heredó todo eso, de lo que había formado parte desde el primer momento en que la URSS empezó a diluirse, incluyendo su carrera al abrigo del ministro privatizador Anatoli Chubais. Llegó, coincidiendo con un periodo de crecimiento económico, para poner orden y controlar el poder de las oligarquías (la que operaba en el exterior y las que lo hacían en las distintas regiones de la Federación Rusa), pero sin cuestionarlo en ningún momento. También llegó para desactivar la influencia de las mafias, que daban mala imagen y espantaban los negocios con el exterior. Y, por supuesto, llegó para poner freno al ninguneo de la Federación Rusa en el plano internacional

El sistema político que se fue conformando desde los años noventa tiene como base una constitución que reconoce la pluralidad política, consagra el sistema capitalista en su modalidad neoliberal y restringe determinados derechos individuales, con especial énfasis en lo relativo a la libertad de orientación social. En la práctica, se persigue a los sectores políticos de la órbita liberal, incluyendo a periodistas, pero también a personas del campo de la izquierda. De ahí que ese sistema haya sido incluido dentro de lo que hoy se conoce como democracias iliberales. A ello hay que unir un creciente fomento del sentimiento nacionalista, aderezado con un chovinismo panruso que bebe de la tradición del zarismo. Es lo que explica lo que Putin dijo en su discurso previo al inicio de la guerra, en el que rechazó los planteamientos de Lenin que defendían el derecho a la autodeterminación de las naciones, base de la formación de la URSS en 1922 y la constitución de 1924, y negó la consideración de Ucrania como una nación y su derecho a constituirse como estado. 

Putin, lejos de ser comunista o aliado de la izquierda radical, como se le viene presentando en los últimos días desde amplios medios de la derecha española, ha sido hasta ahora un referente de buena parte de los grupos de extrema derecha europea e incluso latinoamericana, sin que le hayan faltado las más que simpatías de algunos gobernantes, como los casos del húngaro Viktor Orban, el italiano Mateo Salvini o el brasileño Jair Bolsonaro. Como nexo de unión entre todos ellos están su nacionalismo extremo y aspectos ideológicos como el antifeminismo, la homofobia y un largo etcétera. Otra cosa es que, dentro del juego geopolítico, haya encontrado aliados entre aquellos países donde la amenaza de EEUU no ha parado de poner en peligro la seguridad de sus gobiernos, como ocurre en América Latina.

También en el contexto geopolítico está la relación de Rusia con China, el gigante internacional que rivaliza en lo económico con EEUU, para quien se ha erigido en su principal enemigo a batir. Los acuerdos económicos y de seguridad entre Rusia y China, dentro de un espacio euroasiático de intereses mutuos y en relación a otros países, van ganando terreno, aun cuando el ritmo de su concreción todavía sea lento. No hay que descartar la intencionalidad de EEUU a la hora de poner a prueba el grado de complicidad de ambas potencias y, de paso, minar dichas relaciones desde la debilidad de una Rusia potencialmente destinada a mantener un gasto militar elevado en la aventura iniciada contra Ucrania y la consiguiente quiebra de su economía.
 
El nuevo rumbo tomado por la Federación Rusa tras la llegada al poder de Putin  no se concretó en un enfrentamiento con los países europeos. A la vez que sus dirigentes advertían medio disimuladamente que disponían del segundo arsenal nuclear más potente, trazaron una red de intereses económicos con sus dirigentes que estaba basada en el suministro de hidrocarburos y, sobre todo, de gas natural. Alemania se convirtió, así, de facto en el principal aliado económico. Pero no solo ese país, pues Francia siempre ha sido un país que ha hecho gala de cierta autonomía en relación a los intereses de EEUU, herencia de lo que fue el mandato de Charles de Gaulle. Y como última y principal muestra se encuentra la construcción del gaseoducto conocido como Nord Stream, construido a través de las aguas del mar Báltico, que permite el aprovisionamiento directo hasta las costas alemanas, sin interferencias por el paso por otros países, incluido Ucrania. Esos intereses económicos entre países es lo que explica los esfuerzos por parte del canciller alemán Olaf Scholz y el presidente francés Emmanuel Macron por desactivar la tensión, antes de que se produjera la agresión rusa contra Ucrania. 

Putin y su entorno, además de pretender recuperar el prestigio perdido de lo que en otros tiempos y distintas formas fue una gran potencia, empezaron a reclamar  ante todo seguridad, atendiendo principalmente a los países de su entorno. De las repúblicas asiáticas que hasta 1991 formaron parte de la URSS sólo Uzbekistán, a raíz de su pacto con EEUU en 2007, se ha salido de su órbita. El resto (esto es, Kazajistán,  Turkmenistán, Tayikistán y Kirguistán) mantiene, de distintas formas, buenas relaciones con Rusia. En el caso de Siria, azotada desde 2011 por una compleja guerra instigada y mantenida por EEUU, no dudó en 2015 ofrecer su colaboración directa. Y con respecto a la guerra de Afganistán, supo mantener una distancia prudente. Primero, consciente de su mala experiencia durante la intervención soviética entre 1979 y 1989. Y en el contexto del siglo XXI, sabedora que ese tipo de conflictos lo que suponía para EEUU y sus aliados era malgastar recursos y vidas humanas, y hasta minar sus prestigio, como finalmente ha ocurrido tras la retirada de tropas en el verano de 2021 y la entrega cuasi gratuita de la población afgana a los talibanes.   

Pero lo más preocupante para la seguridad de Rusia se encontraba en su flanco occidental. Y eso suponía no permitir que se siguiera ampliando la OTAN. Por eso vieron con malos ojos los intentos de hacerlo a través de Georgia y Ucrania. Con la primera, en 2008, resultó fácil y rápido. Bastó un ataque militar, con la excusa de apoyar a las regiones de Abjasia y Osetia del Sur, para que se pusiera fin al intento. Con la segunda, en 2004 y sobre todo en 2014, la cosa se acabó poniendo muy negra. Hasta el punto que en ese último año Crimea pasó a Rusia, previa ocupación militar e inmediato referéndum, y en las regiones de Donetsk y Lugansk se optó por desvincularse del gobierno ucraniano, instalado tras un golpe de estado que se bautizó con el nombre de rebelión de Maidán. Desde entonces, en lo que no ha dejado de ser una guerra algo más que de baja intensidad, no han faltado los ataques del ejército ucraniano sobre dichas regiones, autoproclamadas como repúblicas, que el gobierno ruso apoyó desde el primer momento y que desde hace algo más de un mes reconoció oficialmente como estados independientes. 

Y es así como se ha llegado a la actual situación. Los insistentes llamamientos del gobierno ucraniano por entrar en la OTAN, la negativa de EEUU a formalizar un acuerdo para que eso no ocurra y las indecisiones de las principales potencias  europeas a la hora de mantener una posición política independiente de EEUU, todo ello, ha propiciado la actual guerra. Previamente, como ha resaltado Augusto Zamora R., los países europeos, incluido el Reino Unido, no han dudado en asegurarse durante un tiempo del suministro de gas natural ruso.

En medio de este panorama hay muchas incógnitas. Saber hasta qué punto EEUU ha actuado para que se llegue a esta situación, pensando que Rusia pueda romperse internamente (vía implosión económica, vía levantamiento de la población...) y/o buscando un mayor acercamiento de Europa no sólo hacia sus objetivos geoestratégicos, sino también sus intereses económicos. Se ha resaltado desde algunos ámbitos que EEUU pretende sustituir el gas ruso por el propio bituminoso o, al menos parcialmente, por el proveniente del golfo Pérsico, donde operan sus propias empresas.

¿Qué es lo previsible en estos momentos? Se habla mucho de que Ucrania acabe cediendo, aceptando el consiguiente status de país neutral, creándose un espacio desmilitarizado y perdiendo definitivamente los territorios del este independizados en 2014. Puede ocurrir, pero todo es imprevisible.

¿Hay peligro de una guerra nuclear, que dé lugar a una Tercera Guerra Mundial? Lo hay, claro está. Existe una línea muy frágil que puede derivar de las acciones militares en las zonas de frontera, principalmente en la frontera polaca y con Bielorrusia de por medio. Cualquier chispa, sea provocada o no, y que surja desde un lado y otro, podría encender una temible deflagración.

En todo caso no debemos perder de vista que, como trasfondo de todo lo que está ocurriendo, estamos ante una lucha entre imperios. Una rivalidad perversa en sí misma. Capaz de llevar a la humanidad a catástrofes que, no por indeseables, resultan reales. En los dos últimos siglos la capacidad destructiva de los imperios ha sido de tal magnitud, que parece olvidarse por quienes abren sus oídos acríticamente a las voces lanzadas por los canallas que provocan las guerras. Oponerse a esta guerra, a las guerras, y optar por la paz no es un ejercicio de buenismo, palabra que gusta mucho utilizar despectivamente a quienes las defienden. Defender la paz es optar por un modelo de relaciones entre las personas, los pueblos y los estados basado en la solidaridad, la colaboración y la igualdad. Su antítesis es lo que defienden quienes sostienen los imperios y el sistema económico que los alimenta.