El fútbol siempre
ha sido mi deporte favorito. Cosa muy normal en mi mundo y en mi
generación. Desde edad muy temprana lo practiqué hasta bien entrados los
treinta años. Luego hube de colgar las zapatillas ante la sucesión de
pequeños percances que me ocasionaba. De niño vi cuantos partidos pude.
Por televisión, al principio, en casas vecinas, pues en mi casa ese aparato
llegó tarde. En directo, acudiendo al Calvario, como se llamaba el campo de
fútbol de la Unión Deportiva Salamanca, próximo a mi casa. En vacaciones acudía
a ver los entrenamientos del equipo y pude ver muchos partidos de la
competición liguera, si bien en formas diversas. Al principio, en el balcón de
casa, desde donde veíamos más la mitad del campo. Luego, interpuesto un maldito
bloque de edificios, logré acceder a otro balcón, esta vez más próximo al
campo. A veces intentaba entrar en el campo con la ayuda de alguna
persona mayor, a quien le preguntaba “¿me mete?” y me hacía pasar como su hijo.
Más tarde, ya con 16 años y con la UDS inaugurando su estancia en la primera
división, disfruté de un carnet gratuito por pertenecer a uno de sus equipos
canteranos.
Modestia
aparte, no lo hacía mal, pudiendo jugar en cualquiera de las posiciones,
incluida la de portero. Y como éste era un puesto especial, pues requería de
habilidades muy concretas, acabé encerrándome en ese puesto cuando había que
jugar competiciones oficiales. Una mezcla de resignación y de sentirme algo de
héroe. Con posterioridad he pensado en más de una ocasión la razón por la
que no fui más atrevido para reivindicarme como centrocampista o delantero,
donde hubiera tenido más ocasiones de jugar que bajo los palos. Mi baja
estatura y luego una miopía galopante acabaron dándome la puntilla, agotando mi
ilusión, lógica para la edad, de haber querido emular al que era mi referente
de entonces: Iríbar, el portero del Atlhletic de Bilbao y de la selección
española.
En
cierta ocasión, entre 1974 y 1975, cuando con 16 años jugaba (de reserva,
claro) en el Real Monterrey, un compañero, del que no recuerdo su nombre, me
regaló el poema de Miguel Hernández “Elegía al guardameta”. Era sabedor de mi
preferencia por el poeta de Orihuela, pero ignoro cómo le llegaron unos versos
que no dejaban de ser raros, más allá de los tan conocidos aquellos años
de El rayo que no cesa, Viento del Pueblo o Cancionero
y romancero de ausencias. Conservo el papel, que escribió a mano,
aunque ya con la marca amarilla del paso del tiempo.
Y
precisamente hoy lo vuelto a tener en mis manos, guardado entre la famosa Antología del
poeta editada por la bonaerense editorial Losada. Antes de hacerlo había estado
leyendo una noticia del que fuera futbolista del Barça y el Inter de Milán en
los años 50 y 60, Luis Suárez, en la que éste mencionaba a quien fue uno de sus
entrenadores: Platko. De ahí me fui a Alberti, autor de su “Oda a Platko”,
luego a Hernández y lo que vino finalmente fue indagar en la red buscando
literatos que de una forma u otra han dedicado al fútbol algunos escritos y,
más concretamente, a quienes en el campo tienen como misión impedir
bajo los palos que sus porterías sean batidas. Esto es, en sus diferentes
denominaciones, los porteros, guardametas, arqueros, cancerberos… y hasta
goleros, un término, este último, que desconocía, pero que debió de utilizarse
mucho en América Latina.
Se
trata de escritores bastante conocidos, con el común denominador de ser o
haberlo sido (casi todos ya han fallecido) amantes de un deporte que levanta
muchas pasiones –demasiadas, la verdad sea dicha-. No he pretendido una
búsqueda minuciosa de autores y textos. Apenas ha sido un ejercicio de
entretenimiento, complementado por la curiosidad, al que le he
dedicado unas pocas horas.
Patadas…
Al
arco:–
El
arquero esperaba de rodillas la pelota que corría hacia él como el niño que
comienza a caminar y se precipita. Parecía que iba a darle un beso desalado
sobre la mejilla sucia…
(Bernardo Canal Feijóo, 1924; en Penúltimo poema del
fútbol,
http://descontexto.blogspot.com.es/2016/04/penultimo-poema-del-futbol-de-bernardo.html).
El arco
Al
arco!–
(Hay
un secreto y húmedo entendimiento entre el arquero y la pelota).
La
pelota, llena de la congoja del patadón cruel del jugador, se refugió en el
vientre del arquero, que pareció envolverla en el consuelo de una dialéctica
intestinal, toda desordenada y revuelta de ternuras y amenazas, con una mirada
dura clavada sobre el jugador…
(Bernardo Canal Feijóo, 1924; en Penúltimo poema del
fútbol,
http://descontexto.blogspot.com.es/2016/04/penultimo-poema-del-futbol-de-bernardo.html).
Ansiedad
…
(El
juego se agolpaba contra unos de los arcos, como en un peloteo a la pared. El
arquero tenía ya empastelados los ojos, y aunque volvía las espaldas en las
contorsiones bruscas, quedaba siempre mirando de frente como un búho idiota…).
(Bernardo Canal Feijóo, 1924; en Penúltimo poema del
fútbol,
http://descontexto.blogspot.com.es/2016/04/penultimo-poema-del-futbol-de-bernardo.html).
Oda a Platko
Ni
el mar,
que
frente a ti saltaba sin poder defenderte.
Ni
la lluvia. Ni el viento, que era el que más rugía.
Ni
el mar, ni el viento, Platko,
rubio
Platko de sangre,
guardameta
en el polvo,
pararrayos.
No,
nadie, nadie, nadie.
Camisetas
azules y blancas, sobre el aire.
Camisetas
reales,
contrarias,
contra ti, volando y arrastrándote.
Platko,
Platko lejano,
rubio
Platko tronchado,
tigre
ardiente en la yerba de otro país.
¡Tú,
llave, Platko, tu llave rota,
llave
áurea caída ante el pórtico áureo!
No,
nadie, nadie, nadie,
nadie
se olvida, Platko.
Volvió
su espalda al cielo.
Camisetas
azules y granas flamearon,
apagadas
sin viento.
El
mar, vueltos los ojos,
se
tumbó y nada dijo.
Sangrando
en los ojales,
sangrando
por ti, Platko,
por
ti, sangre de Hungría,
sin
tu sangre, tu impulso, tu parada, tu salto
temieron
las insignias.
No,
nadie, Platko, nadie,
nadie
se olvida.
Fue
la vuelta del mar.
Fueron
diez rápidas banderas
incendiadas
sin freno.
Fue
la vuelta del viento.
La
vuelta al corazón de la esperanza.
Fue
tu vuelta.
Azul
heroico y grana,
mando
el aire en las venas.
Alas,
alas celestes y blancas,
rotas
alas, combatidas, sin plumas,
escalaron
la yerba.
Y
el aire tuvo piernas,
tronco,
brazos, cabeza.
¡Y
todo por ti, Platko,
rubio
Platko de Hungría!
Y
en tu honor, por tu vuelta,
porque
volviste el pulso perdido a la pelea,
en
el arco contrario al viento abrió una brecha.
Nadie,
nadie se olvida.
El
cielo, el mar, la lluvia lo recuerdan.
Las
insignias.
Las
doradas insignias, flores de los ojales,
cerradas,
por ti abiertas.
No,
nadie, nadie, nadie,
nadie
se olvida, Platko.
Ni
el final: tu salida,
oso
rubio de sangre,
desmayada
bandera en hombros por el campo.
¡Oh,
Platko, Platko, Platko
tú,
tan lejos de Hungría!
¿Qué
mar hubiera sido capaz de no llorarte?
Nadie,
nadie se olvida,
no,
nadie, nadie, nadie.
(Rafael Alberti, 1928).
Elegía al guardameta
A Lolo, sampedro joven en la
portería del cielo de Orihuela
Tu
grillo, por tus labios promotores,
de
plata compostura,
árbitro,
domador de jugadores,
director
de bravura,
¿no
silbará la muerte por ventura?
En
el alpiste verde de sosiego,
de
tiza galonado
para
siempre quedó fuera del juego
sampedro,
el apostado
en
su puerta de cáñamo anudado.
Goles
para enredar en sí, derrotas,
¿no
la mundial moscarda?
que
zumba por la punta de las botas,
ante
su red aguarda
la
portería aún, araña parda.
Entre
las trabas que prendió la meta
de
una esquina a otra esquina,
por
su sexo al balón, a su bragueta
asomado,
se arruina,
su
redondez airosamente orina.
Delación
de las faltas, mensajeras
de
colores, plurales,
amparador
del aire en vivos cueros,
en
tu campo, imparciales,
agitaron
de córner las señales.
Ante
tu puerta se formó un tumulto
de
breves pantalones
donde
bailan los príapos su bulto
sin
otros eslabones
que
los de sus esclavas relaciones.
Combinada
la brisa en su envoltura
bien,
y mejor chutada,
la
esfera terrenal de su figura
¡cómo!
fue interceptada
por
lo pez y fugaz de tu estirada.
Te
sorprendió el fotógrafo el momento
más
bello de tu historia
deportiva,
tumbándote en el viento
para
evitar victoria,
y
un ventalle de palmas te aireó gloria.
Y
te quedaste en la fotografía,
a
un metro del alpiste,
con
tu vida mejor en vilo, en vía
ya
de tu muerte triste,
sin
coger el balón que ya cogiste.
Fue
un plongeón mortal. Con ¡cuánto tino!
y
efecto, tu cabeza
dio
al poste. Como un sexo femenino,
abrió
la ligereza
del
golpe una granada de tristeza.
Aplaudieron
tu fin por tu jugada.
Tu
gorra, sin visera,
de
tu manida testa fue lanzada,
como
oreja tercera,
al
área que a tus pasos fue frontera.
Te
arrancaron cogido por la punta,
el
cabello del guante,
si
inofensiva garra, ya difunta,
zarpa
que a lo elegante
corroboraba
tu actitud rampante.
¡Ay
fiera! en tu jauleón medio de lino
se
eliminó tu vida.
Nunca
más, eficaz como un camino,
harás
una salida
interrumpiendo
el baile apolonida.
Inflamado
en amor por los balones
sin
mano que lo imante,
no
implicarás su viento a tus riñones,
como
un seno ambulante
escapado
a los senos de tu amante.
Ya
no pones obstáculos de mano
al
ímpetu, a la bota
en
los que el gol avanza. Pide en vano,
tu
equipo en la derrota,
tus
bien brincados saques de pelota.
A
los penaltys que tan bien parabas
acechando
tu acierto,
nadie
más que la red le pone trabas,
porque
nadie ha cubierto
el
sitio, vivo, que has dejado, muerto.
El
marcador, al número contrario,
le
acumula en la frente
su
sangre negra. Y ve el extraordinario,
el
sampedro suplente,
vacío
que dejó tu estilo ausente.
(Miguel Hernández, 1931).
Lo que le debo al fútbol
Sí,
lo jugué varios años en la Universidad de Argel. Me parece que fue ayer. Pero
cuando, en 1940, volví a calzarme los zapatos, me di cuenta de que no había
sido ayer. Antes de terminar el primer tiempo, tenía la lengua como uno de esos
perros con los que la gente se cruza a las dos de la tarde en Tizi-Ouzou. Fue,
entonces, hace bastante tiempo, en 1928 para adelante, supongo. Hice mi debut
con el club deportivo Montpensier. Sólo Dios sabe por qué, dado que yo vivía en
Belcourt y el equipo de Belcourt-Mustapha era el Gallia.
Pero
tenía un amigo, un tipo velludo, que nadaba en el puerto conmigo y jugaba
waterpolo para Montpensier. Así es como a veces la vida de una persona queda
determinada. Montpensier jugaba a menudo en los jardines de Manoeuvre,
aparentemente por ninguna razón especial. El césped tenía en su haber más
porrazos que la canilla de un centro forward visitante del estadio de Alenda,
Orán. Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera
que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades,
donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha.
Pero
al cabo de un año de porrazos y Montpensier en el “Lycée” me hicieron sentir
avergonzado de mí mismo: un “universitario” debe jugar con la Universidad de
Argel, RUA. En ese periodo, el tipo velludo ya había salido de mi vida. No nos
habíamos peleado, sólo que ahora él prefería irse a nadar a Padovani donde el
agua no era tan “pura”. Ni tampoco, para ser sincero, eran “puros” sus motivos.
Personalmente, encontré que su motivo era “adorable”, aunque ella bailaba muy
mal, lo que me parecía insoportable en una mujer. ¿Es el hombre, o no es, quien
debe pisarle los dedos de los pies? El tipo velludo y yo prometimos volver a
vernos. Pero los años fueron pasando. Mucho después comencé a frecuentar el
restaurante de Padovani (por motivos “puros”) pero el tipo velludo se había
casado con su paralítica, quien seguramente le prohibía bañarse, como suele
ocurrir.
¿Pero
qué es lo que estaba diciendo? Ah, sí, el RUA. Estaba encantado, lo importante
para mí era jugar. Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de
práctica, y del jueves al domingo, día del partido. Así fue como me uní a los
universitarios. Y allí estaba yo, golero del equipo juvenil. Sí, todo parecía
muy fácil. Pero no sabía que se acababa de establecer un vínculo de años, que
abarcaría cada estadio de la provincia, y que nunca tendría fin.
No
sabía entonces que veinte años después, en las calles de París e incluso en
Buenos Aires (sí, me ha sucedido) la palabra RUA mencionada por un amigo con el
que tropecé, me haría saltar el corazón tan tontamente como fuera posible. Y ya
que estoy confesando mis secretos, debo admitir que en París, por ejemplo, voy
a ver los partidos del Racing Club, al que convertí en mi favorito sólo porque
usan las mismas camisas que el RUA, azul con rayas blancas. También debo decir
que Racing tiene algunas de las mismas excentricidades que el RUA. Juega
“científicamente”, pierde partidos que debería ganar. Parece que esto ahora ha
cambiado (eso es lo que me escriben de Argel), cambiado -pero no mucho-.
Después de todo, era por eso que quería tanto a mi equipo, no solo por la
alegría de la victoria cuando estaba combinada con la fatiga que sigue al
esfuerzo, sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de
cada derrota.
Como
zaguero está el “Grandote” -quiero decir Raymond Couard. Le dábamos bastante
trabajo, si mal no recuerdo. Jugábamos duro. Los estudiantes, los nenes de
papá, no escatiman nada. Pobres de nosotros -en todo sentido- ¡muchos nos
burlábamos de la dureza de nuestros propios pies! No teníamos más remedio que
admitirlo. Y teníamos que jugar “deportivamente”, porque ésa era la dorada
regla del RUA, y “firmes”, porque, cuando todo está dicho y hecho, un hombre es
un hombre. ¡Difícil compromiso! Eso no puede haber cambiado, estoy seguro.
El
equipo más difícil era el Olympic Hussein Dey. El estadio quedaba detrás del
cementerio. Ellos nos hicieron notar, sin piedad, que podíamos tener acceso
directo. En cuanto a mí, ¡pobre golero!, vinieron por mi cadáver. Sin Roger ¡lo
que hubiera sufrido! Estaba Boufarik, ese centro forward grande y gordo (entre
nosotros lo llamábamos “Sandia”) se excusaba con un: “Lo siento nenito“ y una
sonrisa franciscana.
No
voy a seguir. Ya me excedí de mis límites. Y entonces, me pongo reblandecido.
Hasta en “Sandía” veo bondad. Además, seamos sinceros, bien que esto era lo que
habían enseñado. Y a esta altura, no quiero seguir bromeando. Porque, después
de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que
más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo
debo al fútbol, lo que aprendí con el RUA no puede morir. Preservémoslo.
Preservemos esta gran y digna imagen de nuestra juventud. También estará
vigilándolos a ustedes.
(Albert Camus, 1957; https://lasreglasdecambridge.com/2014/08/17/lo-que-le-debo-al-futbol-por-albert-camus/).
Habla, memoria
De
todos los deportes que practiqué en Cambridge, el fútbol ha seguido siendo un
viento claro en mitad de un período notablemente confuso. Me apasionaba jugar
de portero. En Rusia y los países latinos ese intrépido arte ha estado rodeado
siempre de un aura de singular luminosidad. Distante, solitario, impasible, el
portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis. Está a la
misma altura que el torero y el as de la aviación en lo que se refiere a la
emocionada adulación que suscita. Su jersey, su gorra de visera, sus
rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus pantalones
cortos, lo colocan en un lugar aparte del resto. Es el águila solitaria, el
hombre misterioso, el último defensor.
Los
fotógrafos, doblando reverentemente una rodilla, le sacan instantáneas cuando
se lanza espectacularmente en plancha hacia un extremo de la meta para desviar
con la punta de los dedos un disparo raso y veloz como un rayo, y el estadio
entero ruge de aprobación mientras él permanece unos instantes tendido en el
mismo lugar donde ha caído, intacta aún su portería.
Oh,
desde luego tuve mis días brillantes y vigorosos: el magnífico olor del césped,
aquel famoso delantero del campeonato universitario que se me aproximaba cada
vez más sorteando defensas, empujando el leonado balón con la punta de su
centelleante bota, y después el disparo envenenado, la afortunada parada, la
prolongada comezón… Pero hubo otras jornadas, más memorables, más esotéricas,
bajo tristes cielos, con las inmediaciones de la meta convertidas en una masa
de barro negro, el balón tan resbaladizo como un budín de ciruela, y mi cabeza
despistada por la neuralgia, tras una noche insomne de versificación. En esos
días apenas si daba malos manotazos y acababa recogiendo el balón junto a la
red. Compasivamente el juego pasaba a desarrollarse en el otro extremo del
encharcado terreno. Comenzaba a caer una llovizna cansina, vacilaba, y volvía a
empezar.
El
partido no era más que una vaga agitación de cabezas junto a la remota portería
del St. John o del Christ College, o cualquiera que fuese nuestro rival. Los
lejanos y confusos sonidos, un grito, un toque de silbato, el golpe seco de un
chut, nada de todo aquello tenía importancia o relación conmigo. Ya no era
tanto el guardián de una portería de fútbol como el guardián de un secreto.
Cruzados
los brazos, apoyaba mi espalda en el poste izquierdo, disfrutaba del lujo de
cerrar los ojos y escuchaba los latidos de mi corazón, notaba la ciega llovizna
en mi cara, oía, alejados, los ruidos sueltos del partido, y me veía a mí mismo
como un fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés, que componía
versos en un idioma que nadie entendía, acerca de un país que nadie conocía. No
era de extrañar que no gozase de muy buena reputación entre mis compañeros de
equipo.
(Vladimir Nabokov, 1967; fragmento de Habla, memoria,
en Revista Diners, n. 435, junio de 2006, http://revistadiners.com.co/ocio/15754_nabokov-arquero/).
El miedo del portero al penalty
“El portero miraba cómo
la pelota rodaba por encima de la línea...”.
(…)
Josef Bloch, antiguo portero de un equipo de fútbol, es despedido de su trabajo
como mecánico y debe empezar una nueva etapa en su vida por cauces tan
dolorosos como desconocidos para él.
Vivirá
escrupulosamente cada momento del día, pero también los atravesará como si un
velo de algodón lo envolviera todo. Ni el cine, ni el crimen, ni el viaje
lograrán crear sensaciones capaces de llegar a su conciencia de una forma
clara. Sólo los recuerdos de su época de futbolista serán capaces de
presentarse ante él de un modo más o menos aprehensible.
“(…)
Bloch vio cómo poco a poco todos los jugadores iban saliendo del área de
castigo. El que iba a lanzar el penalty colocó el balón en el sitio adecuado.
Entonces él mismo retrocedió y salió del área de castigo.
-Cuando
el jugador toma la carrerilla, el portero indica con el cuerpo
inconscientemente la dirección en que se va a lanzar, antes de que haya dado la
patada al balón, y el jugador puede entonces lanzar el balón tranquilamente en
la otra dirección-, dijo Bloch. Es como si el portero intentara abrir una
puerta con una brizna de paja.
De
repente, el jugador echó a correr. El portero, que llevaba una camiseta de un
amarillo chillón, se quedó parado sin hacer un solo movimiento, y el jugador le
lanzó el balón a las manos (…)”.
(Peter Handke 1970; fragmentos de la novela El miedo del
portero al penalty).
Un buen guardameta…
Un
buen guardameta es aquél que con su peculiar actuación sobrepasa sus facultades
y salva más veces a su equipo.
(Jean Paul Sartre; frase atribuida al pensador francés).
Estadio de noche
Lentamente
ascendió el balón en el cielo.
Entonces
se vio que estaba lleno el graderío.
En
la portería estaba el poeta solitario,
pero
el árbitro pitó fuera de juego.
(Gunter Grass; http://amediavoz.com/grass.htm).
El césped
Sólo
cuando, después de los comentarios y risotadas de rigor, el sordo consideró
oportuno regresar a su puente de mando, o sea la caja, Martín empezó a poner
sus preocupaciones y dudas sobre la mesa. Comenzó con rodeos, aproximándose al
tema pero sin abordarlo directamente. Por ejemplo, preguntándole a un Benja,
más callado que de costumbre, si pensaba en España o en Brasil. Que no pensaba
nada, dijo Benja, pero el otro fue contundente: pues yo sí. Benja comentó que
hacía bien, que todo era cuestión de temperamento. O de alergias. Y Martín, qué
temperamento ni qué alergias, vos podés pegar el brinco más fácilmente que
cualquier otro; un buen delantero siempre es codiciable, ya que es un producto
que no abunda; para los dirigentes los campeonatos se ganan con los goles que
se meten, no con los que se evitan. Benja intenta refutar y recuerda que ha
habido sonados pases de goleros. Sí, ya sé: Fillol, Pumpido, y ahora ese ruso
Dassaev. Pero no vas a comparar, es tan raro que los intermediarios se rompan
los cuernos por conseguir el pase de un arquero. Ustedes los delanteros son los
que maradonean, los que prometen (y a veces consiguen) el paraíso; decime
Benja, cuántos números ocho tiene este país que puedan verdaderamente hacerte
sombra; tenés que irte y si podés no cruces el charco chico sino el charco
grande. España, Italia. Además, sos el modelito más codiciado aquí, allá y
acullá, o sea el número ocho que colabora con la defensa, domina el medio
campo, pasa como un maestro, y por añadidura, hace goles de campeonato. Te juro
que si yo fuera delantero ya me habría ido, pero no soy un metegoles sino un
evitagoles y eso no cuenta. Si en un partido te meten tres, sabés cómo te
putean: si te rompiste todo y no te hacen ninguno, si te pasaste los noventa
minutos sacando pelotas imposibles y aguantaste todo el chaparrón de una
delantera dribleadora, sorpresiva, potente, nadie se acuerda, pero si en un
solo contraataque el número diez pescó a la defensa adelantada y corrió como un
gamo e hizo el gol, el héroe es él, nunca el atajapelotas que quedó allá atrás,
olvidado y a solas. En cambio, cuando el equipo contrario mete un gol, no se lo
hace al cuadro entero sino al guardameta, es él quien falla en el instante
decisivo, el que pese a la estirada no pudo alcanzar la pelota, el que tiene
que ir mansa y humilladamente a recogerla en el fondo de la red, y también el
que es enfocado por las cámaras para que el espectador pueda aquilatar su
vergüenza, su bronca, su desconcierto, como contrapeso de la euforia, el
estallido y la corrida triunfal del otro enfocado, o sea el autor del gol. Y
encima te pasan el replay, para que tu humillación se duplique, se triplique,
se multiplique hasta el infinito.
(Mario Benedetti, 1989; fragmento del relato breve El
césped; http://www.poesi.as/mb96b066.htm).
El arquero
También
lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien
podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen
que donde él pisa, nunca más crece el césped.
Es
un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta
aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro,
como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero
consuela su soledad con fantasías de colores.
Él
no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol:
el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace. Lleva a
la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero
siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador
cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante
su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una
mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando
los pecados ajenos.
Los
demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen
mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no.
La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le
resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el
guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público
olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta
el fin de sus días lo perseguirá la maldición.
(Eduardo Galeano, 1995; de El fútbol a sol y sombra).
Moacir Barbosa
A
la hora de elegir el arquero del campeonato, los periodistas del Mundial del 50
votaron, por unanimidad, al brasileño Moacir Barbosa. Barbosa era también, sin
duda, el mejor arquero de su país, piernas con resortes, hombre sereno y seguro
que transmitía confianza al equipo, y siguió siendo el mejor hasta que se
retiró de las canchas, tiempo después, con más de cuarenta años de edad. En
tantos años de fútbol, Barbosa evitó quién sabe cuántos goles, sin lesionar
jamás a ningún delantero. Pero en aquella final del 50, el atacante uruguayo
Ghiggia lo había sorprendido con un certero disparo desde la punta derecha.
Barbosa, que estaba adelantado, pegó un salto hacia atrás, rozó la pelota y cayó.
Cuando se levantó, seguro de que había desviado el tiro, encontró la
pelota al fondo de la red. Y ése fue el gol que apabulló al estadio de Maracaná
y consagró campeón al Uruguay. Pasaron los años y Barbosa nunca fue
perdonado. En 1993, durante las eliminatorias para el Mundial de Estados
Unidos, él quiso dar aliento a los jugadores de la selección brasileña. Fue a
visitarlos a la concentración, pero las autoridades le prohibieron la entrada.
Por entonces, vivía de favor en casa de una cuñada, sin más ingresos que una
jubilación miserable. Barbosa comentó:
-“En
Brasil, la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Hace 43 años
que yo pago por un crimen que no cometí”.
(Eduardo Galeano, 1995; de El fútbol a sol y sombra).
Un recuerdo de la infancia
En
1962 vivía en Quilpué, a cincuenta metros de donde estaba alojada la selección
brasileña de fútbol. Conocí a Pelé, a Garrincha, a Vavá (delantero brasileño).
Recuerdo por ejemplo que Vavá me tiró un penal y se lo atajé. Y para mí es la
mayor hazaña que he hecho: ¡le atajé un penal a Vavá!
(Roberto Bolaño, 1998; anécdota contada en una entrevista realizada por Marcelo Soto para la revista Qué Pasa, http://www.vivaleercopec.cl/2014/06/19/cuando-roberto-bolano-le-atajo-un-penal-vava/).
(Roberto Bolaño, 1998; anécdota contada en una entrevista realizada por Marcelo Soto para la revista Qué Pasa, http://www.vivaleercopec.cl/2014/06/19/cuando-roberto-bolano-le-atajo-un-penal-vava/).
(Imagen: El partido del fútbol, de L. S. Lowry)