sábado, 20 de julio de 2013

Objetividad histórica frente a la deformación de la realidad

Publicado en la revista El Catoblepas, nº 90, agosto de 2009, con el subtítulo "Réplica al artículo del doctor Rodríguez Pardo 'Revisionismo histórico de la Leyenda Negra antiespañola'”.



No es mi intención contestar una a una los comentarios, muy críticos y extemporáneos, que en su artículo «Revisionismo histórico de la Leyenda Negra antiespañola» (número 90, agosto de 2009) me hace el doctor Rodríguez Pardo. Son apreciaciones diversas: unas, porque a veces se sale por la tangente; otras, porque sólo utiliza argumentos inconsistentes; en ocasiones, porque o no se ha enterado de lo que he escrito o es que soy demasiado torpe para entenderlo yo; sin que falten errores históricos o, cuando menos, cronológicos. No voy a extenderme en lo relativo a la Transición, que me ocuparía más espacio y tiempo del que he dedicado a esta réplica, sin que descarte hacerlo en otro momento si procede. Empecemos, pues.

Más sobre el revisionismo histórico

Me sorprende la rapidez de la respuesta del doctor Rodríguez Pardo, lo que, lejos por mi parte de ser un ataque, me congratula modestamente por el hecho de haberse preocupado por mi artículo y encima aparecer con mi nombre en la primera página del número de la revista. Escrito hace tiempo, como ya dije, no corregí nada porque lo consideraba adecuado para contestar los dos artículos aparecidos tiempo ha obra del doctor Rodríguez Pardo, uno, y de Felipe Giménez Pérez, otro. ¿Distintos? Bueno, no me preocupé nada más de lo que tenían en común, como de lo común que tenían con otras publicaciones, como las que comentaban, de un grupo de escritores que en su labor intentan revisar la Historia. Quizás mi aparente error fue creer que sólo se revisa lo que ya ha sido establecido y que hasta ahora en España la única Historia del último siglo (por no ir más atrás en el tiempo) construida con rigor se ha hecho básicamente desde los años 70.

En fin, ¿qué más podría decir si le diera la razón? No, mire, doctor Rodríguez Pardo, cuando he escrito sobre el revisionismo histórico (que por cierto primero niega que lo defina para de inmediato no dejar de referirse a cómo lo concibo) lo que he hecho ha sido englobarlo dentro de un fenómeno que no es exclusivo de España. Pero mientras en otros países europeos occidentales se estaba construyendo una Historia de lo ocurrido en el siglo XX y en especial durante los años treinta y cuarenta, por aquello del fascismo (como término genérico) y la Segunda Guerra Mundial, en España sólo se había elaborado una Historia desde el régimen que adolecía de lo que debe entenderse como parámetros rigurosos y/o científicos, en la medida que sólo quería justificar el golpe militar de julio de 1936, la guerra que le sucedió y el régimen implantado desde su fin.

Desde los años setenta, en líneas generales, se ha empezado a construir una Historia de esa época con otros criterios, más rigurosos y se quiere hasta científicos. Primero fueron historiadores principalmente anglosajones los que se preocuparon por hacerlo, abriendo una enorme distancia sobre la Historia oficial y permitiendo que varias generaciones de personas dedicadas a la investigación histórica pudieran a proseguir ese camino, no homogéneo, pero sí distinto al oficial, que había tergiversado enormemente lo ocurrido.
Y más recientemente en los últimos años ha surgido un movimiento en la sociedad española que busca recuperar la memoria de quienes sufrieron algún tipo de represión durante la Guerra Civil y la posguerra. Ha calado más en los nietos y las nietas de las personas que vivieron esa época y han sido olvidadas{1}. Sus razones son diversas, pero pertenecen a una generación que quiere saber más de lo ocurrido y para ello se han empeñado en quitar el manto de silencio y deformación de la realidad que durante los 40 años de dictadura y los siguientes de la Transición se ha levantado. Quienes vivieron la Guerra Civil en el bando perdedor pasaron por la Transición con ánimo conciliador. En parte por miedo, pero también con la intención de que no se reviviera la violencia de décadas pasadas{2}. Se ha escrito bastante acerca de la actitud de la sociedad española durante los años de la Transición y la preeminencia del «la paz» muy por encima de otros valores como «justicia», «libertad» y «democracia»{3}. También se ha escrito sobre el comportamiento de los principales partidos parlamentarios, que desarrollaron una política de consenso que culminó en la Constitución de 1978. Pero no es una interpretación unánime. Hay trabajos, los menos, que plantean que hubo otro estado de opinión en esos años, en este caso con unas condiciones más favorables a un cambio político más avanzado, dentro de lo que entonces se denominó con el término ruptura democrática{4}.

En este esfuerzo investigador no incluyo a ese grupo de escritores que se han dedicado a hacer panegíricos del régimen cuando existía, como Joaquín Arrarás, Ramón Salas Larrazábal o Ricardo de la Cierva; ni a los hoy llamados revisionistas, como Pío Moa, César Vidal, Ángel David Martín Rubio, Jesús Mª Zavala, &c., quienes se basan en gran medida en los postulados de las obras de los primeros, claramente sesgadas e insuficientes en sus fuentes, o niegan sin ningún rubor hechos documentados{5}.

De muy joven participé en la lucha contra la dictadura franquista y mi preocupación y sensibilidad por esa época y, por qué no, por lo sufrido, no se han aminorado. Según ha ido saliendo información de las investigaciones de distintas asociaciones de memoria histórica, profesionales del mundo universitario y la gran aportación de otras personas, muchas, dedicadas a la investigación histórica fuera de la Universidad{6}, me he ido interesando cada vez más por el tema de la represión franquista en particular{7}, pero sin olvidar la base de la misma, es decir, las estructuras de poder que la posibilitaron.
El historiador Vidal-Naquet escribió hace dos décadas unas palabras que ilustran lo que pretendo: «Los asesinos de la memoria han elegido bien su objetivo: quieren golpear a una comunidad sobre las mil fibras aún dolorosas que la ligan a su propio pasado. Lanzan contra ella una acusación global de mendacidad y fraude (...). Pero no me propongo responder a esa acusación global situándome en el terreno de la afectividad. Aquí no se trata de sentimientos, sino de la verdad»{8}.

Sobre ucronías y presentismo

Cuando tratamos de lo ocurrido en el tiempo, y por tanto hacemos Historia, corremos el riesgo que Hobsbawm menciona en sus memorias: «¿Y si…?»{9}. Eso en Historia se llama ucronía, que se hace por mucha gente cuando intentan predecir lo que pudo ocurrir y así justificar sus deseos. Y ucronías hay en el artículo del doctor Rodríguez Pardo, como cuando habla de lo que le podía haber ocurrido a España si la URSS durante la guerra, si el PCE durante la transición… Así mismo, cuando tratamos de lo ocurrido en el tiempo corremos el riesgo del presentismo, en la medida que partimos de la situación en que estamos, con posibilidades de que cambie a lo que deseamos, de manera que buscamos justificar lo que pasó para defender lo establecido o viceversa, criticarlo para acabar con ello.

Lejos de que me sienta alineado «con el discurso oficial de la historiografía vigente», que no es así, aunque coincida en bastantes de las aportaciones que de ella se han hecho, hay dos aspectos que me gustaría resaltar. Si el doctor Rodríguez Pardo hubiera leído bien el final de mi artículo, donde busco definir, para diferenciar, los conceptos de objetividad y neutralidad (usando como referencia a Barrington Moore Jr.), está claro que mi artículo (como lo que he escrito e investigado hasta ahora) no es neutral. Como tampoco lo es el del doctor Rodríguez Pardo y el de nadie. Y no lo son porque considero, aunque duela, que la neutralidad es una falacia. Pero ojo, para que esa falta de neutralidad sea defendible, debe ser objetiva, es decir, debe estar dotada de rigor en la investigación o en la argumentación que, llamada científica o no (nos meteríamos aquí en otra discusión, que ahora quiero evitar: ¿lo son las ciencias sociales?), nos permita conocer la realidad lo mejor posible.

Y entramos así en la acusación que me hace el doctor Rodríguez Pardo de presentismo, como si fuera un pecado. Claro que no lo niego (el presentismo, no el pecado), sin que en el intento por objetivar las investigaciones históricas nos veamos en la obligación de hacer el esfuerzo necesario no para disimularlo, sino para que no desvirtúe el objetivo principal: conocer menor la realidad. Y si mi artículo está cargado de presentismo, la respuesta del doctor Rodríguez Pardo precisamente no se caracteriza por su ausencia. ¿O no es presentismo querer destacar como lo principal en su artículo que lo que está en juego es la unidad de la Nación Española, como, a su decir, también lo estuvo durante el periodo de la II República al abrir la vía de los estatutos de autonomía? ¿Es que las realidades históricas son eternas y no pueden ser modificadas? ¿Es que las realidades históricas son esencias, cual figuras ideales, y por tanto no materiales, sometidas a todo tipo de tensiones sociales, que hacen que al final todo cambie y lo que ayer fue hoy no lo sea y lo que hoy no existe pueda estar presente en el futuro? Yo sé que España, como realidad política, existe, pero no ha existido siempre y lo que ocurra en el futuro me puede importar o no un bledo, me guste o no.

Sólo sé que en nombre de España y de la religión, principalmente, se encubrió el verdadero trasfondo de las luchas que hubo durante la II República y la guerra que le sucedió. Que quienes habían tenido el poder en España desde aproximadamente un siglo antes no admitieron que muchas gentes de a pie, que en su mayoría trabajaban duramente a cambio de un mísero salario y una incultura permitida, se atrevieran a tratarles de tú a tú. Me encantan las palabras del historiador Francisco Moreno, catedrático de instituto, cuando en la introducción de su obra La resistencia armada contra Franco{10} escribe: «se sintieron sujetos de derechos y aprendieron a luchar y a negociar con la clase dominante. Se instruyeron con las doctrinas obreristas, aprendieron a leer con fruición y se cultivaron en la prensa obrera o liberal, en los años veinte y, sobre todo, en los años treinta, a raíz de las libertades democráticas de 1931. En una palabra, habían dejado de ser masa y reclamaban su cuota de protagonismo político y social».

No quiero meterme ahora en ese aspecto de la esencia y, por ende, de la eternidad de lo español. Sólo sé que ese discurso es el que han utilizado desde el siglo XIX quienes han mandado en España, ese bloque de poder del que habló Tuñón de Lara{11}, y que durante el régimen franquista vivió su esplendor. La palabra separatismo entraba dentro de la tríada de los enemigos de España, junto a la masonería (léase liberalismo) y el comunismo. Cuidado, que con esto no quiero demonizar a quienes defienden lo español como una opción de agrupamiento político dentro de un territorio determinado, con el mismo derecho que tienen quienes defienden otras formas de agrupamiento, a los que se llama maliciosamente nacionalistas. Nacionalismo es tanto, pongamos por caso, lo español, lo vasco o lo catalán. Y desde ninguno, repito, ninguno, se debe creer que, porque se busque justificarlo desde axiomas esencialistas, tiene por qué ser lo correcto.

En este terreno la diferencia entre la II República y la monarquía liberal que le precedió y, ante todo, el régimen franquista que le sucedió, fue el carácter centralista de la organización del estado de estos dos últimos. Si la Constitución de 1876 consagró un modelo centralista que había titubeado en sus formas en las décadas anteriores, aunque manteniendo los conciertos económicos en las provincias vascas y Navarra, o buscando una fórmula descafeinada con la Mancomunidad de Diputaciones en Cataluña en 1914, el franquismo fue mucho más expeditivo. Si mantuvo los conciertos económicos con Álava y Navarra fue sólo como premio a su fidelidad durante la guerra y si, con el tiempo, se fueron consiguiendo algunos logros en los territorios bilingües en torno a las lenguas vernáculas, fue después de un pulso complejo y persistente, donde se unía la tozudez de hablar y escribir como les viniera en gana y la propia acción de las burguesías autóctonas, sobre todo la catalana, muy pragmática siempre ella a la hora de pactar sin perder su base material de existencia.

La II República fue el segundo intento, tras el efímero de la I República, por buscar un modelo de organización territorial del estado donde se reconocía la realidad plural de sus partes, donde se reconocía la posibilidad de poder encajar aquellas realidades donde existían reivindicaciones que antes no habían sido reconocidas. La Generalitat catalana de 1931 y el Estatut de 1932 fueron una vía. Decir que era el inicio de un camino hacia la ruptura de España es como el que dice que fumado porros te conviertes en drogadicto o que permitiendo el divorcio acabas con la familia. Fue un reconocimiento a un derecho, no impuesto, sino aceptado por la mayoría de la sociedad catalana, que lo demandaba. Una demanda legítima y que, por otra parte, no era homogénea ni en el grado de los objetivos ni en los rasgos políticos de quienes lo defendían.

Opino, como he escrito en diferentes ocasiones, que la clase dominante de las sociedades contemporáneas (formada por diversos estratos, sectores y, según las concepciones político-ideológicas, expresiones) mantiene una clara unidad en los momentos en que se pone en duda su existencia material, mientras que a las clases populares, que tienen una mayor diversidad en todos los ámbitos (desde los estratos y sectores a los que pertenecen hasta las expresiones político-ideológicas) les resulta más difícil conseguirla, sin entrar ahora en las razones. Y esta diversidad, me atrevo a decir, es mayor en España, tanto en la actualidad, como en décadas anteriores, especialmente la que nos ocupa en este debate. Pues bien, en el caso de Cataluña, que quizás sea el más claro, la clase dominante se desvinculó en su mayor parte del proyecto de la Restauración, sobre todo desde finales del siglo XIX, en que fue dando origen a lo que acabaría siendo la Lliga Regionalista. Y este grupo, que llegó incluso a apoyar en junio de 1917 la formación de la Asamblea Parlamentaria, junto al PSOE y los grupos republicanos, planteando un duro reto al régimen, no dudó un mes después, tras convocatoria de la primera huelga general en España por parte de la CNT y la UGT, se puso en el lugar de clase que le correspondía alejándose de la citada Asamblea. Lo siguiente, ya se sabe: Cambó, su líder, llegó a participar en los gobiernos de concentración que se fueron formando hasta 1923 entre los dos partidos oficiales del régimen, el liberal y el conservador.

Y esa misma burguesía catalana y su principal expresión política tampoco dudaron en 1936 en ponerse del lado que le correspondía, por lo que desde 1939 participaron, en distintos grados, en las glorias del régimen franquista. Me gusta la descripción, por ilustrativa, que Esther Tusquets hace de ese fin de la guerra en Barcelona en su familia: «Mi padre decidido a recuperar el tiempo perdido, a situarse como médico, a adquirir prestigio (…). Y mamá (…), decidida a pasarlo bien, a vivir a tope»{12}.

Quizás me haya ido de lo que se pueda considerar como respuesta a la crítica que se me ha hecho, pero es que parte de los argumentos utilizados han ido por ahí. ¿O no es presentismo la frase catastrofista con la que el doctor Rodríguez Pardo acaba su artículo en la que postula la necesidad de un revisionismo histórico «para superar la confusión ideológica en que la Nación Española se encuentra sumida, para desgracia de todos nosotros»?

Defiendo que lo ocurrido durante la II República y la guerra fue escenario de un duro enfrentamiento entre lo que Machado llamó las dos Españas. Una, la que dominaba y recogía diversas tradiciones políticas e ideológicas que se habían expresado en distintas formas de carácter conservador o simplemente reaccionario. Si el elemento dominante era el control del poder económico y por ende el político del estado, disponía de una serie de elementos que, a modo de argamasa, los fortalecía y, sobre todo, unía a amplios sectores populares, como eran el catolicismo y el españolismo. Sectores sociales que tenían una mayor presencia en las provincias de la mitad norte, como la submeseta Norte y Navarra, precisamente donde la presencia de la pequeña explotación agraria, en propiedad o arrendada, era importante. En el primero de los casos fue una de las fuentes desde donde la CEDA se alimentó y, en el segundo, donde el carlismo disponía de mayor apoyo social y político. Fue en esas partes del territorio donde mejor se puede ver ese intricado social y político, fortalecido mediante esa argamasa ideológica del catolicismo oficial y el españolismo rancio, en la que la vieja oligarquía y determinados sectores sociales populares actuaron al unísono, no en alianza, sino en sumisión de una parte sobre la minoría dominante.

Y sobre esto último no creo que exagere. Ese campesinado entre pobre y algo rico, fue el principal aporte social popular a los grupos de la derecha durante la República, especialmente los monárquicos, y durante la guerra. He tenido ocasión de leer unas memorias que un pequeño agricultor castellano escribió hace unos años{13}. Católico y tradicional en sus valores sociales, fue soldado del ejército sublevado durante toda la guerra. Protagonista en numerosas batallas a lo largo y ancho del país, tuvo como premio a tanto sacrificio (después de haberse comido la compañía una oveja en abril y antes de participar en el célebre Desfile de Victoria de Madrid), cuando en junio esperaba licencia de su compañía, lo siguiente: «el comandante manda que nos corten el pelo a cero, nos tienen como arrestados hasta que llegan los pases y el día que nos dan la libertad del ejército nos dice que éramos unos verdaderos sinvergüenzas ¿Y ése fue el premio de tres años de guerra?». Y este hombre, que siempre fue fiel al régimen, cuando en 1998 escribía las memorias sacó esta conclusión: «[El país] quedó todo sometido a una dictadura militar, no podías caminar libremente ni de un pueblo a otro. Las cárceles estaban llenas y por razone políticas o venganzas están matando a los hombres todo el tiempo que esto dura».

En torno a la Historia como ciencia{14}

Así como cualquier ciencia está en continuo proceso de elaboración, lo mismo podríamos decir de la Historia, si no fuera porque uno de los problemas que tiene deriva de la falta de acuerdo sobre la propia consideración como ciencia. Esta controversia posiblemente sea también una forma de mostrar la salud de la que goza. Algunas dudas podremos resolverlas desde la premisa de que cualquier teoría científica es incompleta por definición. La ciencia no puede proporcionar conocimientos absolutos y definitivos, sino aproximados y relativos en la medida que sus fundamentos teóricos y metodológicos pueden ser revisados en su propio desarrollo{15}. Distinguiendo entre ciencias formales o naturales y ciencias sociales, estas últimas pueden ser consideradas como "sistemas indefinidos, en el sentido de que sus componentes no siempre pueden ser identificados y delimitados de manera precisa y completa"{16}. La Historia, como una disciplina eminentemente social, no permite que se puedan aislar las variables físicamente y experimentar con ellas. Han de utilizarse para ello variables conceptuales que permitan un acercamiento al problema{17}. En la formulación de hipótesis ha de tenerse en cuenta esa especificidad, pero también la perspectiva desde la que se trabaje: "Si la historia se concibe como una sucesión de acontecimientos, especialmente políticos y militares, resultará clara la imposibilidad de formular leyes; pero si la historia se concibe como una historia de las estructuras, de las 'sociedades en movimiento', se podrán establecer leyes con la única restricción de limitar su validez a un universo espacial y temporal definido"{18}. Los acontecimientos o los fenómenos históricos son únicos y no pueden repetirse, pero existen regularidades en el pasado que nos permiten analizarlas, compararlas y definirlas para poder establecer modelos generales{19}.

Uno de los rasgos específicos de las ciencias sociales en general y de la Historia en particular es la no existencia de un paradigma único. La teoría social es, por su origen y desarrollo, plural. No podemos considerar que existen hechos puros en sí mismos, sino en relación a teorías{20}. Recordando a Lucien Febvre, el historiador debe elegir los hechos, porque "cuando los documentos abundan, abrevia, simplifica, hace hincapié en esto, relega aquello a segundo término (...). No va rodando al azar a través del pasado (...), sino que parte con un proyecto preciso en la mente, un problema a resolver, una hipótesis de trabajo a verificar". Se puede argüir que ese relativismo histórico, derivado de las diferentes concepciones, le da a la disciplina un carácter subjetivo que la invalida como ciencia. La confrontación objetividad-subjetividad es constante y quizás exista una opinión mayoritaria por admitir esa subjetividad, sobre todo entre quienes entienden la historia como construcción{21}. Adam Schaff considera que en el problema de la objetividad e imparcialidad está la propia condición del ser humano si "consistiera en la eliminación de todas las diferencias individuales y colectivas"{22}. Como ya he repetido, destaco la consideración de Barrington Moore Jr., quien advierte de la confusión que se da entre objetividad y neutralidad, a las que diferencia{23}. La primera debe ser un presupuesto necesario que dé fiabilidad y validez a la investigación y debe llevar incluida la voluntad de descubrir los propios errores. La neutralidad o imparcialidad es, por el contrario, un imposible, una ilusión, entre otras cosas porque, "dadas las estructuras de las sociedades históricas y contemporáneas, cualquier verdad simple y directa sobre las instituciones y los sucesos políticos está condenada a tener consecuencias políticas y a perjudicar a algún grupo de intereses".

Nos encontramos, por tanto, con una dificultad epistemológica, derivada de la pluralidad de paradigmas{24}. Se llega a decir que la Historia es una disciplina que no dispone de una estructura jerarquizada de conceptos{25} y que está entre las que más oculta su metodología{26}. Pese a las dificultades antes señaladas no podemos obviar los esfuerzos por crear un cuerpo teórico y metodológico propio, especialmente desde las concepciones globalizadoras. Domínguez{27} lejos de defender que sólo utiliza conceptos generales (políticos, económicos, etc.), sí cree que dispone de unos conceptos específicos, pero considerados como hipótesis de trabajo. Distingue dos tipos: los que pretenden explicar la realidad social desde las categorías que la conforman, como pueden ser los que en su mayoría utiliza el materialismo histórico; o los que definen generalizaciones, pero de utilización frecuente, como ocurre con renacimiento, absolutismo o ilustración. En cuanto a los procedimientos explicativos, destaca la existencia de una estructura sintáctica propia, pudiendo distinguirse el principio globalizador, la causalidad, la intencionalidad, y el cambio y continuidad{28}.

Otras aclaraciones necesarias

Vincularme al PSOE, como se ha dicho por el doctor Rodríguez Pardo, puede ser producto de mi torpeza a la hora de exponer lo que pretendía en mi artículo. Espero que ahora desista en mantenerlo, porque creo que he sido más explícito. Tampoco merece la pena detenerse en ello.

Sobre la intervención soviética en España conviene pararse más. Primero, en un grave error cronológico del doctor Rodríguez Pardo: la URSS intervino en la guerra española después de firmarse el Pacto de No Intervención, no antes. La postura del gobierno británico fue clara desde el principio, arrastrando al gobierno francés, pero la soledad internacional de la República en los primeros momentos de la guerra fue más que evidente. Y tanto, que la ayuda de Alemania e Italia al bando sublevado fue decisiva, especialmente en el paso del Estrecho entre finales de julio y principios de agosto, por el carácter estratégico que tuvo. El coladero francés al que se refiere resulta un chiste, sin entrar en la cuantía del material, pero siendo así, también lo fue para Alemania. Siendo quien escribe originario de Salamanca, que fue el cuartel general del Generalísimo desde septiembre de 1936, no nos resulta extraño haber escuchado el papel que jugaron industriales de la ciudad en el comercio de armas a cambio del preciado wolframio, abundante en la provincia, y de las pieles tan necesarias para el equipamiento de las tropas{29}.

Sobre el grado de la intervención y las pretensiones de Stalin, le sugiero al doctor Rodríguez Pardo la obra de Daniel Kowalsky{30}, donde se rompen muchos de los tópicos y errores acuñados sobre dicha intervención. Quizás le resulte más provocador que haga lo propio con otras obras, como las de Ángel Bahamonde y Javier Cervera o Ángel Viñas{31}.

Calificaciones que me hace aparte, como «falacia del hombre de paja», la respuesta a los tres episodios particulares de la guerra que una parte menciono en mi artículo, cuales son el bombardeo de Guernica, la matanza de Badajoz y la muerte de Federico García Lorca, son despachados por el doctor Rodríguez Pardo minimizando su trascendencia y lo que ocurrió. Sobre el primer caso, el de la emblemática villa vasca, le sugiero el libro de Southworth{32}, que, aunque antiguo en los años, mantiene la vigencia de poner al descubierto las falsedades montadas desde el régimen franquista y «cómo, por quién y por qué fue destruida Guernica». En el caso de la matanza de Badajoz, seguir negando lo que hubo en la plaza de toros, no se si clamaría al cielo, pero sí a la tierra que mira el catoblepas{33}. Por último, lo de Federico García Lorca me parecería risible si no se tratara de la muerte de una persona, porque se queda en uno de los tópicos más propios y malintencionados del franquismo: las venganzas personales. Leer a Ian Gibson no es peligroso y reflexionar sobre una de sus frases podrían ser provechoso: «¿Qué mayor escarmiento, en momentos en que había que aterrorizar a la población civil, que matar a un famoso poeta?»{34}.

Pretender no relacionar el régimen franquista, aunque durara 40 años, con el nazismo, aunque fuera derrotado por las armas, es una clara impostura. Primero porque el bando sublevado sentó las bases de su victoria con la ayuda germano-italiana desde el primer momento, como antes me referí. Segundo, porque hubo algo más que connivencia ideológica, brazos extendidos en alto aparte.
Tercero, porque durante la Segunda Guerra Mundial no hubo las aireadas neutralidad española y astucia de Franco, sino una complicidad descarada que sólo cuando quien llevaba las riendas del país vio por dónde iban las cosas, se empezó a recular mirando a otro lado. Los 40 años del régimen se explican en gran medida por el contexto de guerra fría y el pacto con EEUU. Ésa fue una de las barakas del Caudillo. Por lo demás, cuando se inició el proceso de crecimiento económico que estabilizó el modo de producción capitalista, como ha escrito el doctor Rodríguez Pardo, con lo que coincido, hay que indicar también que fue desde finales de los 50, es decir, veinte años después del fin de la guerra, autarquía y estancamiento inclusives, cuando el resto de los países de la Europa occidental lo iniciaron al poco de acabarse la guerra mundial. No referirse a ese aspecto temporal cambia mucho las cosas. Fue un retraso más que evidente, que estuvo acompañado además de un coste social muy elevado, con una emigración interior y exterior muy intensa de millones de personas, una mano de obra enormemente explotada y unas consecuencias ambientales elevadas.

Otros dos comentarios no deben pasar por alto. Es cierto que la II República no llegó tras un plebiscito, pero sí que hubo una enorme movilización de amplios sectores de la sociedad española en su favor. Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 fueron un termómetro del clima existente, hasta el punto que los médicos dejaron desahuciado al enfermo. Si hubo intentos armados por acabar con la dictadura, camuflada de dictablanda, y la monarquía antes del 14 de abril no resulta diferente de lo que a lo largo de la historia contemporánea se ha dado cuando quienes han ostentado el poder lo han hecho mediante métodos autoritarios y, encima, llegaron, como ocurrió en 1923, a través de un golpe de estado. Y todo eso sin profundizar en la naturaleza del voto rural durante las elecciones municipales, donde la manipulación caciquil no era ni nueva ni insignificante.

Y en cuanto al golpe de 1936, la dimensión que tuvo, extendido por todo el país, con la participación de amplios sectores militares, en mayor medida de la oficialidad, pero con importantes generales y el apoyo en las fuerzas mejor preparadas del ejército situadas en África, no es comparable equipararlo a esos intentos cuasi infantiles de militares republicanos en 1930. Fue un golpe contra la legalidad y la legitimidad de un gobierno que se había formado tras el triunfo del Frente Popular en las urnas. No fue un golpe contra lo que la propaganda reaccionaria del momento y el régimen franquista después airearon, ni siquiera un golpe preventivo contra una supuesta revolución que se estaba planeando, aunque hubiese una enorme movilización en amplios sectores de la población, sobre todo campesina por el hambre de tierras. Volver a leer a Southworth{35}, esta vez en otro libro sobre el mito de la cruzada, resulta altamente esclarecedor.

Que Franco se presentara ante la población de Santa Cruz de Tenerife como republicano{36}, como también lo hizo Mola, por ejemplo, no dice nada. A principios de agosto estaba el primero con Queipo de Llano, antiguo conspirador republicano, izando la bandera monárquica en Sevilla. Y es que las palabras finales que Southworth escribe en la obra antes referida son demoledoras: «Sí, caballeros, tenéis razón; era una cruzada. Pero la cruz era la gamada».

Y para acabar

No sé si conseguido mi propósito de esclarecer lo que el doctor Rodríguez Pardo me ha dedicado en su respuesta. No creo que sirva de mucho para convencerlo, teniendo en cuenta cuál es su obsesión, esa que busca defender la unidad de la Nación Española, para lo que todo sirve, incluido el uso del victimismo y la recurrente referencia a la Leyenda Negra que tanto gustó en el régimen que estabilizó tardíamente el modo de producción capitalista y sentó las bases (hay que añadir objetivas o materiales, dentro de la terminología materialista de la historia) de lo que años después fue la democracia. Por cierto, una democracia a la que después califica peyorativamente de «régimen de la Constitución de 1978».

Está claro que estamos en paradigmas distintos, lo que no es grave en sí. Lo grave es que para adaptarse a sus ideas preconcebidas tenga que hacer uso de incorrecciones y falsedades, que son las que expanden escritores del relato histórico con mucho éxito de ventas, con eficaces apoyos financieros y mediáticos, y con un público deseoso de leerlos, para así posiblemente reconfortarse y hasta quién sabe si alejar viejos fantasmas que se mantienen ocultos en el olvido, en las fosas y muchas veces en el desprecio.
Yo no busco manipular lo que ocurrió, leo lo que puedo (que no es poco), investigo lo que mi capacidad y tiempo me permiten, y escribo lo que me apetece, porque me gusta. No niego las atrocidades que cometieron «los rojos»{37}, que las hicieron, pero no me desprendo del trasfondo donde se cometieron y donde desarrolló un dramático conflicto que no fue provocado por quienes poco o nada tenían. No creo que muchas de las personas que se dedican a la investigación histórica, que formaron parte del bando derrotado o que se sientan solidarias con su sufrimiento nieguen lo ocurrido. Sólo buscan conocer lo que no saben, lo que se les impide investigar o rescatar cualesquiera de los vestigios que les sirva para recuperar la memoria histórica. Buscan también, en muchos casos, objetivar las cosas. Esa pulsión social y política que tuvo lugar en los años 30 y la venganza de quienes acabaron triunfando no fue más que el triunfo de quienes temieron perder lo que habían acaparado desde décadas y siglos atrás, y se habían instalado en el poder con el advenimiento del régimen liberal durante el siglo XIX a costa de la miseria y la incultura de la mayoría.

Por eso me quedo con la frase final de las memorias de Eric Hobsbawm: «La injusticia social debe seguir siendo denunciada y combatida. El mundo no mejorará por sí solo»{38}.


Notas

{1} Javier Rodrigo, «Ecos de una guerra presente. «Memoria», «olvido», «recuperación» e instrumentación de la Guerra Civil española», p. 164 ss., en Mª Dolores de la Calle Velasco y Manuel Redero San Román (eds.), Guerra Civil. Documentos y memoria, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2006.
{2} Paloma Aguilar Fernández, Memoria y olvido de la Guerra Civil española, Madrid, Alianza Editorial, 1996.
{3} Rafael López Pintor, «El estado de la opinión pública española y la transición a la democracia», p. 22, en Revista Española de Investigaciones Sociológicas, n. 13, Madrid, CIS, 1981) y Paloma Aguilar (1996, p. 348 y ss.) se basan en las encuestas del Instituto de Opinión Pública de 1966, 1975 y 1976; la segunda, además, en los informes FOESSA de 1966, 1970, 1975 y 1981.
{4} Joan Garcés, Soberanos e intervenidos. Estrategias globales, americanos y españoles, Madrid, Siglo XXI, 2008; Xavier Doménech: «El cambio político (1962-1976). Materiales para una perspectiva desde abajo», en Historia del presente, n. 2, 2002, artículo publicado también en Espai Marx, 2003; Joaquín Navarro: 25 años sin Constitución, Madrid, Foca, 2003; José Vidal-Beneyto: Memoria democrática, Madrid, Foca, 2007; Ferran Gallego: El mito de la Transición. La crisis del franquismo y los orígenes de la democracia (1973-1977), Barcelona, Crítica, 2008.
{5} Ramón Salas Larrazábal, Pérdidas de la guerra, Barcelona, Planeta, 1977; Ramón Salas Larrazábal: Los datos exactos de la Guerra Civil, Madrid, Rioduero, 1977; Ricardo de la Cierva: Los años mentidos. Falsificaciones y mentiras sobre la historia de España en el siglo XX, Madrid, Fénix, 2008; Pío Moa: Franco: un balance histórico, Barcelona, Editorial Planeta, 2005; César Vidal: Enigmas históricos al descubierto, Barcelona, Editorial Planeta, 2003; César Vidal: Paracuellos-Katyn, un ensayo sobre el genocidio de la izquierda, Madrid, Libros Libres, 2004; Ángel David Martín Rubio: Paz, Piedad, Perdón… y Verdad. La represión en la Guerra Civil: una síntesis definitiva, Madrid, Fénix, 1997; Ángel David Martín Rubio: «Los falsarios de la Historia. Las listas de la memoria histórica», en La Razón histórica. Revista española de historia de las ideas políticas y sociales, n. 5, 2008; Ángel David Martín Rubio: Los mitos de la represión en la guerra civil, Baracaldo, Grafite, 2005… Francisco Espinosa (El fenómeno revisionista o los fantasmas de la derecha española. Sobre la matanza de Badajoz y la lucha en torno a la interpretación del pasado, Badajoz, Del Oeste Ediciones, 2005) o Alberto Reig Tapia (Revisionismo y política. Pío Moa revisitado, Madrid, Foca, 2008), entre otros, han hecho una crítica razonada y demoledora sobre ellos.
{6} Francisco Espinosa («De saturaciones y olvidos. Reflexiones en torno a un pasado que no puede pasar», p. 422, en Hispania Nova. Revista electrónica de Historia Contemporánea, n. 7, 2007, hispanianova.rediris.es), que ha trabajado hasta hace poco fuera del ámbito académico, ha llegado a escribir en un tono muy crítico que «la Universidad (...) no tocará este asunto hasta bien entrados los 90. (...): los aspectos sucios del golpe militar recaerán sobre los peones de la historia, es decir, sobre el grupo de investigadores que, por su cuenta propia y cada uno según sus posibilidades, levantarán acta de la masacre y de las dificultades para llegar a conocerla».
{7} Hace unos meses mi hermano Juan Miguel y yo hemos concluido un trabajo, pendiente de publicar, con el titulo «Avelino González Fraile: la recuperación de un desaparecido durante la Guerra Civil»; está basado en un pariente lejano de la familia, agricultor de Salamanca acomodado y republicano, que fue «paseado» en septiembre de 1936 y del que no se sabía dónde lo habían matado y enterrado; también hemos averiguado a manos de quién pasaron de inmediato sus propiedades, quedándose su viuda con lo puesto.
{8} Pierre Vidal-Naquet, Los asesinos de la memoria. Madrid, Siglo XXI Editores, 1994.
{9} Eric Hobsbawm, Años interesantes. Una vida en el siglo XX, Barcelona, Crítica, 2003.
{10} Francisco Moreno, La resistencia armada contra Franco, Barcelona, Crítica, 2001, p. 5.
{11} Manuel Tuñón de Lara, «La burguesía y la formación del bloque de poder oligárquico en España: 1875-1914», en Estudios sobre el siglo XIX español, Madrid, Siglo XXI, 1976; y Manuel Tuñón de Lara: Poder y sociedades España, 1900-1931, Madrid, Espasa Calpe, 1992.
{12} Esther Tusquets, Habíamos ganado la guerra. Barcelona, Ediciones B, 2008, p. 20.
{13} Carlos Barrientos Santiago, «Mis recuerdos de la Guerra Civil (1936-1939)», en Salamanca. Revista de Estudios, Salamanca, n. 46, 2001.
{14} Este apartado está basado en un trabajo realizado en 1998 («Memoria para la adquisición de la condición de catedrático»), no publicado, pero que me ha parecido oportuno reproducirlo, aunque con algunas pequeñas modificaciones.
{15} Ciro F. S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Los métodos de la historia, Barcelona, Crítica 1977, p. 356.
{16} Ibídem, p. 356.
{17} Mario Carretero, «Problemas y perspectivas en el enseñanza de las Ciencias Sociales: una concepción cognitiva», p. 13, en Carretero y otros, La enseñanza de las Ciencias Sociales, Madrid, Visor, 1989.
{18} Cardoso y Brignoli, 1977, p. 358.
{19} Carretero, 1989, p. 13.
{20} Ibídem, p. 12.
{21} Roser Calaf Masachs, Didáctica de las Ciencias Sociales: didáctica de la Historia. Barcelona, Oikos-Tau, 1994, p. 69.
{22} Adam Schaff, Historia y verdad. Barcelona, Crítica, 1976, p. 341.
{23} Harvey J. Kaye, Los historiadores marxistas británicos. Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 1989, p. 202.
{24} Gonzalo Zaragoza, «La investigación y la formación el pensamiento histórico del adolescente», 1989, p. 168, en Carretero y otros, La enseñanza de las Ciencias Sociales, Madrid, Visor, 1989.
{25} Jesús Domínguez, «El lugar de la Historia en el currículum 11-16. Un marco general de referencia», p. 44-53, en Carretero y otros, La enseñanza de las Ciencias Sociales, Madrid, Visor, 1989.
{26} Zaragoza, 1989, p. 168.
{27} Domínguez, 1989, pp. 45 y 46.
{28} Ibídem, p. 46 y ss.
{29} Enrique de Sena, «Guerra, censura y urbanismo: recuerdos de un periodista», en José Luis Martín (director) y Ricardo Robledo (coordinador), Historia de Salamanca. V Siglo veinte. Salamanca, Centro de Estudios Salmantinos, 2001.
{30} Daniel Kowalsky, La Unión Soviética y la guerra civil española. Una revisión crítica, Barcelona, Crítica, 2003.
{31} Ángel Bahamonde y Javier Cervera, Así terminó la Guerra de España, Madrid, Marcial Pons Ediciones, 1999; Ángel Viñas: El honor de la República. Entre el acoso fascista, la hostilidad británica y la política de Stalin, Barcelona, Crítica, 2009.
{32} Herbert R. Southworth, La destrucción de Guernica. Periodismo, diplomacia, propaganda e historia. Barcelona, Ibérica de Ediciones y Publicaciones, 1977.
{33} Francisco Espinosa, La columna de la muerte. El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz, Barcelona, Crítica, p. 2005 y ss.; y El fenómeno revisionista o los fantasmas de la derecha española (Sobre la matanza de Badajoz y la lucha en torno a la interpretación del pasado), Badajoz, Los Libros del Oeste, 2005.
{34} Ian Gibson, «Federico García Lorca», en Cuatro poetas en guerra, Barcelona, Planeta, 2007, p. 216; y El asesinato de Federico García Lorca, Barcelona, Bruguera, 1981.
{35} Herbert R. Southworth, El mito de la cruzada de Franco. Ruedo Ibérico, 1963.
{36} Carlos Blanco Escolá ha analizado la ideología y formación intelectual de Franco en su obra Franco y Rojo. Dos generales para dos Españas, Barcelona, Labor, 1993, p. 81 y ss.
{37} La obra Causa General. Ministerio de Justicia, 1943. La dominación roja en España. Avance de la información instruida por el Ministerio Público en 1943, León, Akrón, 2008, aporta importantes datos que recogió el régimen franquista para demostrar la maldad de quienes habían perdido la guerra. Espinosa (2003, p. 211 y nota 486 en p. 495) relaciona parte de las sacas habidas en Madrid durante el mes de noviembre como respuesta a las noticias que llegaban de la represión en Huelva y Badajoz por las tropas sublevadas. Sin que esto justifique lo ocurrido, como la represión en zona republicana habida en otros lugares o contra el clero (documentada por Antonio Montero Moreno: Historia de la persecución religiosa en España, 1936-1939, Madrid, BAC, 1961), se ha destacado por parte de varios autores la naturaleza distinta de la represión en ambos bandos (por ejemplo, Julián Casanova: «Rebelión y revolución», en Santos Juliá (coordinador), Víctimas de la guerra civil, Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 1999). De esta manera en el bando sublevado predominó la represión sistemática bien en forma de paseos por grupos falangistas organizados en torno a las autoridades civiles y/o militares o bien la llevada a cabo por la justicia militar y que duró varios años más desde el fin de la guerra. La represión en el bando republicano se ha calificado más como espontánea, aunque no faltara tampoco otra desde los aparatos del estado, aunque la primera disminuyó drásticamente al poco de formarse el gobierno presidido por largo Caballero en septiembre de 1936.
{38} Hobsbawm, 2003, p. 379.