miércoles, 9 de agosto de 2023

La iglesia de las Agustinas Recoletas de Salamanca: entre el sueño de grandeza de un aristócrata y la impronta napolitana


A mi querida hermana Conchi

La iglesia del convento de las Agustinas Recoletas de Salamanca, conocida popularmente como La Purísima, es uno de los edificios más sorprendentes de la ciudad y, en cierta medida, también de España. Sus rasgos artísticos, especialmente nos llevan a otra parte del Mediterráneo: las ciudades italianas y, en mayor medida, a Nápoles. Y para comprenderlo no debemos perder de vista el contexto en el que se ideó, proyectó y construyó, directamente ligado a la figura de Manuel de Zúñiga y Fonseca (en ocasiones es nombrado también como Manuel Acevedo y Zúñiga), que fue el VI conde de Monterrey. 


Un linaje y un condado de primer orden

Las raíces de su linaje nobiliario hay que buscarlas en el siglo XV y en la villa gallega de Monterrey, en las cercanías de Verín y actualmente perteneciente a la provincia de Orense. Su fundador, Juan de Zúñiga, obtuvo del rey Enrique IV el título de vizconde, que a partir de 1474 pasó a serlo de conde con su hijo. Este último hecho explica la confusión existente a la hora de atribuir la numeración del condado, como ocurre con el personaje que nos ocupa, a veces nombrado como VII conde, que, además, es como reza en la inscripción situada en la puerta principal de la iglesia. En todo caso, estamos ante una familia que tuvo  importantes relaciones con los diferentes monarcas castellanos y, desde principios del siglo XVI, españoles. Tales servicios tuvieron en Gaspar de Zúñiga y Acevedo, quinto conde y padre de Manuel de Zúñiga y Fonseca, como el momento de mayor esplendor, hasta el punto que llegó a ser nombrado virrey de Nueva España, a finales del XVI, y de Perú, a principios del siguiente.   


No está claro cuáles fueron el lugar y año de nacimiento de Manuel de Zúñiga y Fonseca. Sobre lo primero la mayoría de las fuentes se refieren a Salamanca y sobre lo segundo pudo haber sido en 1582 ó 1583. En todo caso, su vinculación con la ciudad castellana fue clara. Ya desde el mismo siglo XV sus diferentes ascendientes familiares, amén de la obtención de rentas señoriales en diferentes villas y pueblos, fueron dejando su huella en la ciudad a través de varias construcciones religiosas y civiles. Siguiendo a Álvarez Villar, las iglesias de San Benito y las Úrsulas, del XV; las casas de las Muertes y de Diego Maldonado, del XVI; y, ante todo, el Palacio de Monterrey, que lo mandó construir en 1539 quien fuera el tercer conde de Monterrey y abuelo del personaje que nos ocupa. Este edificio tuvo como arquitecto principal a Rodrigo Gil de Hontañón y, pese a que el proyecto inicial quedó lejos de hacerse realidad en su totalidad, constituye uno de los principales exponentes de la arquitectura renacentista española en su vertiente plateresca.

Segundo hijo en la línea sucesoria, la muerte del primogénito permitió a Manuel de Zúñiga y Fonseca heredar el título de conde a la muerte de su padre. Y desde una edad temprana empezó a jugar un papel relevante en las altas esferas de la administración y especialmente de la diplomacia. Primero, gracias a sus lazos familiares directos, en los que jugó un papel importante su tío Balsar de Zúñiga y Velasco. Y después, teniendo al mismo conde-duque de Olivares, primo suyo, y valido de Felipe IV -y, por tanto, la principal figura política de la monarquía en ese tiempo desde 1622-, como figura clave en su ascenso. Esa vinculación se fraguó mediante su matrimonio con Leonor María de Guzmán, hermana del conde-duque, y con el de este último con una hermana del conde salmantinoDicho ascenso conllevó nombramientos como el de presidente del Consejo de Italia (1622), miembro del Consejo de Estado (1624) o embajador en Roma (1628). Entre 1631 y 1637 ejerció como titular del virreinato en Nápoles, y al año siguiente, ya de vuelta a España, recuperó su puesto en el Consejo de Estado. No le faltó ser nombrado en 1640 capitán general de las tropas destinadas a sofocar la revuelta portuguesa, cuyo fracaso supuso su destitución al año siguiente. 

Si la estancia en Italia fue, como veremos, lo que explica la peculiaridad formal del templo de las Agustinas de Salamanca, no debemos perder de vista dos cosas. Una, la sensibilidad artística que tuvo, tanto por su formación (en la propia Universidad salmantina) como por la tradición familiar. Y la otra, tal como apuntó en su día J. H. Elliott, porque "el conde de Monterrey se haría famoso por las ganancias que consiguió mediante los cargos que fue ostentando". He aquí, pues, las claves para entender su mecenazgo y coleccionismo en el arte.


Un aristócrata en busca de un panteón 

La llegada del conde de Monterrey a Nápoles coincidió con la nueva erupción del Vesubio ocurrida en los últimos días de 1631. Este hecho le llevó de inmediato a plantearse la erección de un panteón familiar donde acabaran reposando sus restos mortales y los de su esposa. Y para hacerlo realidad se rodeó de renombrados artistas napolitanos, quienes aportaron una forma de concebir el arte que, dentro de los cánones barrocos, tenía en esos momentos algunas diferencias con lo que se estaba haciendo en Roma, donde se hacía gala de la exuberancia decorativa

Contó en un primer momento con el arquitecto y escultor Cósimo Fanzago, que diseñó una capilla funeraria en la que iba a estar presente la policromía de mármoles. Se pensó para su ubicación la iglesia del convento de las Úrsulas y que estuviera bajo la advocación de la Inmaculada Concepción. Esto último guarda una estrecha relación con su papel en 1622 como emisario real ante la Santa Sede, siendo papa Gregorio XV, para la proclamación del dogma de la pureza de la Virgen María. 

Y en cuanto al lugar, cumplía varios requisitos: pertenecía a su patronazgo, acogía los restos mortales de algunos miembros de su familia y estaba aledaño al palacio condal. Pero finalmente el proyecto fue modificado. En parte, para vincularlo a una nueva orden religiosa, en esta ocasión la de las Agustinas Recoletas, que además deberían encargarse de la custodia de los restos mortales. Pero, sobre todo, para dotar a la capilla funeraria de una mayor monumentalidad, acorde con lo que se consideraba que era el prestigio social y político que había ido adquiriendo Manuel de Zúñiga y Fonseca. 


Y ése fue el momento en que intervino otro arquitecto, Bartolomeo Picchiatti, que se encargó de diseñar tanto los planos de un nuevo templo como los del convento de monjas agustinas. Ese cambio no supuso que Fanzago fuera apartado, pues se le asignó el cargo de arquitecto supervisor, a la vez que mantuvo la realización de la marmolería, tanto del interior del templo como de la fachada. Añadió, incluso, una tarea más, que fue la talla de varias esculturas que deberían ubicarse en la pared  frontal del ábside, incluyendo, claro está, su retablo

Pese a la dimensión artística del proyecto, ni Picchiatti ni Fanzago llegaron a pisar el suelo salmantino, desarrollando sus labores respectivas en y desde el propio Nápoles. No fue el caso de un tercer arquitecto, Curcio Zacarela, que sí se trasladó a ciudad castellana en 1635, con el fin de atender in situ la puesta en marcha de las obras, que empezaron al año siguiente de su llegada. Una labor que concluyó en 1639 por su fallecimiento.

Lo italiano también estuvo presente en las pinturas y esculturas, que se fueron  repartiendo en el ábside, los dos brazos de la nave de crucería e incluso, aunque en menor medida, en la propia nave central. Entre los pintores que aportaron su trabajo destaca sobremanera José de Ribera, valenciano de nacimiento, pero residente en Nápoles, motivo por el que fue conocido en su tiempo con el sobrenombre de "Spagnoletto". Fue el autor de varios de los cuadros y, ante todo, del monumental dedicado a la Inmaculada Concepción, situado en el altar mayor. Y en cuanto a los mármoles, tuvieron su procedencia de conocidas canteras italianas, como las de Carrara (para los blancos), Calabria (verdes), Verona (rojos) y Siena (amarillos). 

En cuanto a la finalidad última con la que se erigió el templo, esto es, la de convertirse en el panteón de sus donantes, no pudo cumplirse sensu stricto. Y es que sus restos mortales nunca reposaron en la cripta abovedada que se construyó bajo la superficie del crucero del templo. La causa fueron los afloramientos de agua existentes en el subsuelo por la cercanía del arroyo de los Milagros. Sí se cumplió, sin embargo, que sus retratos, realizados por el escultor Giuliano Finelli entre 1635 y 1637, acabaran ubicándose en las dos paredes laterales del ábside. Los restos mortales se han mantenido desde 1654, tras la muerte de la condesa, en la sala capitular del convento.


Una arquitectura de clara impronta napolitana

Las  obras de construcción del templo se iniciaron en 1636 y concluyeron en lo principal medio siglo después, pero no sin antes haber conocido cambios en la dirección, que, tras los sucesivos fallecimientos de los arquitectos napolitanos, acabaron en manos de españoles. Fue un incidente de suma gravedad, acaecido en 1657, cuando el proyecto conoció el momento más delicado: el derrumbamiento de la cúpula mientras se estaba erigiendo, lo que provocó la paralización de las obras. A ello se unió la incertidumbre ocasionada por las respectivas muertes, entre 1653 y 1654, del conde y su esposa. Finalmente, ya con su sobrina Isabel de Zúñiga como heredera, la situación se revirtió. En 1675 se reiniciaron las obras de la cúpula, si bien esta vez con una estructura más ligera, que estuvo diseñada por el arquitecto Lorenzo de San Nicolás, que era también fraile agustino.  


El templo es de una sola nave de cuatro tramos y con bóveda de medio cañón. La planta conforma una cruz latina, sobre cuyo crucero se levanta una espléndida cúpula. Desde la base la soportan cuatro gruesos pilares estriados y con unos capiteles, obra de Jerónimo Pérez, que reproducen las cuatro virtudes cardinales: Templanza, Prudencia, Fortaleza y Justicia. Desde dichos pilares arrancan los arcos de medio punto y entre ellos, las pechinas, desnudas de decoración, que permiten el tránsito del espacio cuadrado hacia los cuerpos superiores. 


La cúpula fue concebida inicialmente como semiesférica, levantada, a partir de  las pechinas, mediante el cuerpo intermedio de un tambor o cimborrio cilíndrico. Pero tras su derrumbe en 1657 se introdujeron algunas variaciones, de tal manera que su estructura, ya más liviana para evitar nuevos contratiempos, acabó estando soportada por un tambor octogonal, que es lo que se observa desde el exterior. A la vez, su silueta adquiere una forma de campana, que ayuda al desagüe de las lluvias y le aporta cierta elegancia. Su coloración oscura proviene de las tejas de pizarra, extraídas de las canteras cercanas de Mozárbez. En el interior, empero, sí se pueden contemplar las formas circulares, tanto en el tambor cilíndrico como en el casquete semiesférico, sobre un armazón de madera, según el diseño de  Lorenzo de San Nicolás. Por último, la linterna que corona la cúpula le aporta, además de la consiguiente luminosidad en el interior, un mayor grado de majestuosidad en el exterior. 


Los materiales de piedra que lo conforman son de granito en los zócalos y de  arenisca en el resto. Conocida esta última como piedra de Villamayor, su procedencia era de las canteras existentes en las cercanías de la ciudad. Los pilares y las paredes tienen una decoración a base de dobles pilastras estriadas con capiteles corintios. En el tramo central de la nave se abren a ambos lados sendos arcos de medio punto, desde donde se accede actualmente a las dependencias auxiliares del templo (por la izquierda) y a la capilla del Socorro (por la derecha). Unos gruesos baquetones remarcan el arranque hacia las bóvedas, que, como ocurre también con la cúpula, están decoradas a base de estucos blancos decorados con motivos geométricos. Todo ello y la policromía de los mármoles confieren al espacio interior de una riqueza ornamental, si bien lejos de la exuberancia barroca de otros edificios.


 
 
La fachada fue diseñada por Fanzago y está formada por dos niveles: el inferior tiene tres puertas, enmarcadas cada una por grandes pilastras estriadas; y el superior, con dos aletones en cada lado que contienen sendas volutas, culmina en un frontón sencillo, esto último con la intervención de Lorenzo de Nicolás. En su conjunto llama la atención, en primer lugar, el contraste existente entre el color amarillento de la piedra arenisca y el de los mármoles blancos y grises que conforman la puerta central. Ésta, de una estética entre manierista y barroca, está flanqueada por dos jambas, formadas por sillares almohadillados rematados a modo de puntas de diamante, sobre las que se levanta un doble frontón. Y lo segundo que llama la atención tiene relación con la perspectiva oblicua  que se necesita para poder contemplar la fachada, en especial la tomada tomada desde la derecha. Se trata de un efecto visual provocado, inserto en los rasgos constructivos del barroco, que tiene como fin conseguir la atracción de quienes contemplan la fachada


Pinturas y esculturas del muro frontal del ábside 

El templo contiene una gran riqueza en pinturas y esculturas, a las que podrían  añadirse los trabajos decorativos, entre los cuales sobresalen, de una manera especial, los llevados a cabo con mármoles. Estamos, pues, ante un auténtico museo del arte barroco, con obras de una calidad de primer orden. Si era propio de la  época que monarcas, nobles y altos jerarcas eclesiásticos actuaran tanto de mecenas como de coleccionista, el VI conde de Monterrey puso de relieve su sensibilidad artística, que tuvo como acicate primordial el contacto directo con la cultura italiana. 


El muro frontal del ábside, enmarcado en un gran arco de medio punto, es la parte del templo que contiene el mayor número de obras plásticas. El lugar más importante lo ocupa el retablo, cuya peculiaridad deriva del hecho de no estar confeccionado en madera, sino en mármol. Sus dimensiones no se ajustan a las de la superficie del muro, lo que ha llevado a Modesto Falcón a calificarlo como "defectuoso bajo dos conceptos, [esto es,] pequeño y poco abultado; apenas cubre los dos tercios de la altura del muro". Tal desajuste, de serlo, podría explicarse teniendo en cuenta que el emplazamiento inicial diseñado por Fanzago era la iglesia de las Úrsulas, que es de menor tamaño. En el retablo ocupa un lugar preferente el impresionante cuadro de la "Inmaculada Concepción", obra de José de Ribera. Pero antes de pasar a analizarla, no está de más referirse brevemente a las otras obras. 


En la parte más alta se encuentra la pintura "Dios Padre" o "Padre Eterno", realizada por Giovanni Lanfranco y donde se refleja la creación del mundo. Por debajo, flanqueado por los escudos de armas del conde de Monterrey, está la escultura del "Cristo Crucificado", de Fanzago, con un tratamiento clasicista, alejado del dramatismo propio del barroco. Está hecha en mármol de Carrara, como las esculturas que están situadas sobre la cornisa del retablo y cuyas miradas se dirigen al Crucificado. Estamos (de izquierda a derecha) ante la "Virgen María", "Magdalena", "San Juan Evangelista", y "San Juan Bautista". Y entre las cuatro, en el centro, se encuentra la "Piedad", de Ribera, cuyo tenebrismo se observa en el intenso contraste entre las iluminadas figura de Cristo y cabeza de la Virgen el fondo oscuro, cuasi negro.


Entre las pinturas del retablo, además de la "Inmaculada", se encuentran (de arriba a abajo y de izquierda a derecha): "El Abrazo ante la Puerta Dorada" (sobre la concepción milagrosa de María en el vientre de Santa Ana), "San José con Jesús en brazos", "San Juan Bautista" y "San Agustín meditando sobre el misterio de la Santísima Trinidad). Las dos primeras se han atribuido Giacomo Cavedone; la tercera, a Guino Reni; y la cuarta, de Peter Paolo Rubens. Esta última había sido atribuida tradicionalmente, de una forma etérea, al taller del pintor flamenco, pero una investigación reciente de Matías Díaz Padrón parece haber confirmado que fue el propio Rubens quien ejecutó la obra.

El sagrario o tabernáculo, situado en la parte inferior, fue realizado por orfebres en Nápoles, bajo la dirección estética de Fanzago. Contiene una gran riqueza ornamental y de de materiales, a base de lapislázulis, jaspes y ópalos sobre un armazón de bronce. Su montaje final corrió a cargo de plateros salmantinos, dentro de una rica tradición.


La "Inmaculada Concepción" de José de Ribera

El cuadro que preside el templo está fechado en el año 1635, aunque se conocen varios dibujos preparatorios anteriores. Es una de las piezas clave del propósito de Manuel de Zúñiga y Fonseca para hacer del templo el panteón familiar que le permitiera pasar a la posteridad. El autor, nacido en Játiva, desarrolló su obra principalmente en Italia, a donde se desplazó siendo muy joven y haciendo de Nápoles su ciudad de acogida, hasta el punto de italianizar su nombre como Jusepe. Allí se fue formando, a la vez que se puso en contacto, de sur a norte de la península,  con artistas de distintas ciudades, escuelas y sensibilidades. Muy influido en los primeros momentos por el tenebrismo barroco del napolitano Caravaggio, en los años treinta del XVII Ribera fue abriéndose hacia un mayor grado de sincretismo. Aunó, de esa manera, el naturalismo propio del momento barroco con los rasgos clasicistas que había visto en autores de la segunda mitad del XVI (como Ludovico Carracci) y el colorismo que había irradiado la escuela veneciana desde un siglo antes y que empezaban a cultivar artistas barrocos, como el flamenco Van Dyck. El cuadro de la "Inmaculada Concepción" quizás sea la obra que mejor refleja ese sincretismo al que llegó el artista: el dinamismo, la luz y el color, así como el empleo del dibujo, están presentes en el cuadro de una forma prodigiosa. 


A esos aspectos formales hay que unir un componente iconográfico novedoso, que parte de ellos, pero que adquiere una dimensión religiosa hasta ese momento desconocida. Los años veinte del siglo XVII lo fueron de discusiones teológicas en torno a la figura de la Virgen María, en las que, como ya hemos apuntado, jugó un papel relevante, como emisario de la monarquía española, el conde de Monterrey. Y esa proclamación de María como Inmaculada Concepción, remarcando el grado de su pureza, es lo se refleja en el cuadro de Ribera, alejándose, a la vez, de la severidad con la que había sido tratada tradicionalmente. Si no es él quien crea el modelo, ya antecedido por Reni, en 1627, y Lanfranco, en 1628-1630, sí es quien lo lleva al culmen, influyendo posteriormente en artistas como Murillo o Rubens.  

María aparece en el cuadro, en gran medida, como la describe San Juan en el Apocalipsis: triunfal, coronada por doce estrellas, rodeada de ángeles y sostenida sobre la media Luna. Y Ribera la representa en el momento de la asunción hacia el cielo para ser recibida por el Dios Padre, que, situado en el ángulo superior izquierdo, está representado con un llamativo escorzo. La túnica blanca realza su pureza y el manto azul la identifica con el ámbito celestial al que está llegando. No faltan las figuras alegóricas de las letanías en forma de sol, basílica, estrella...  Y para completarlo, un detalle más: estamos ante una mujer joven (se dice que la misma mujer de Ribera hizo de modelo), 


Las esculturas de los donantes

Los muros laterales del ábside están reservados en exclusiva para las esculturas dedicadas al matrimonio donante: Manuel de Zúñiga y Fonseca, en el izquierdo, y Leonor María de Guzmán, en el derecho. Su autor, Giuliano Finelli, tiene en su haber el haberse formado en el taller de Pietro Bernini, padre del también arquitecto, escultor y pintor Lorenzo Bernini. Con este último colaboró en algunas de sus esculturas, como la famosa "Apolo y Dafne", sobre la que se dice que fue el motivo de su distanciamiento personal, al no verse Finelli reconocido. 


Cada uno de los retratos está situado dentro de una hornacina abovedada de medio cañón, decorada en el exterior con los mármoles polícromos y, por debajo, con sendas inscripciones alusivas a sus orígenes familiares y vidas. En un principio estamos ante el tipo de esculturas orantes, cuyos personajes están dirigiendo sus miradas en actitud reverencial hacia la escultura de "Cristo crucificado", como gesto de entrega a Dios tras la muerte. Pero, en realidad, el tratamiento difiere en ambos personajes, siendo llamativo el sesgo de género de cada uno de los retratos. El conde, vestido con su atuendo y armas de militar, sólo tiene una de sus rodillas, la derecha, sobre el suelo. Ha sido representado, en palabras de Ángela Madruga Real, con un semblante "extrovertido, arrogante", cuando no "grandilocuente", acorde con su condición. Todo un alarde de teatralidad, a tono con algunas de las representaciones que se hacían en el barroco. La condesa, por el contrario, aparece en disposición orante y dentro de los cánones al uso de las esculturas de carácter religioso: se encuentra arrodillada sobre un cojín, sostiene  sus manos un rosario y muestra una actitud piadosa. 


Las pinturas del crucero y la nave

Las pinturas situadas en los dos brazos del crucero y en la nave, que son nueve, también tienen un gran valor artístico en sí mismo y por los artistas que las han realizado. 


En el brazo oriental, dedicado a los Evangelios, destaca en la pared frontal el cuadro "San Genaro en Gloria" (a la que ya me he referido en una ocasión en este cuaderno: "Dos pinturas de José de Ribera, dedicadas a San Genaro, que pueden verse en Salamanca y Nápoles"), dedicado el santo napolitano por excelencia y que refleja en su parte inferior la erupción del Vesubio de 1631, acontecimiento que motivó la erección del mausoleo por parte de Manuel de Zúñiga y Fonseca. En la pared situada a su derecha, sobre un altar, se encuentran "San Agustín" (abajo), también de Ribera, y "Epifanía" o "Adoración"(arriba), atribuido a Luciano Borzone.


El brazo occidental, dedicado a las Epístolas, tiene en la pared frontal una "Anunciación", de Ribera. Y en la pared de su izquierda, sobre el altar, están dispuestos otros dos cuadros: "San Nicolás Tolentino" (abajo), con dudas si perteneciente al propio Ribera o Lanfranco; y la "Comunión de la Virgen" (arriba), en este caso con mayores dudas todavía, bien lo sea a favor de pintores italianos o bien de la escuela madrileña.    


La nave del templo acoge otros tres cuadros más: "Anunciación", de Lanfranco, en el muro izquierdo de los Evangelios, junto al brazo del crucero; "Nuestra Señora del Rosario", de Massimo Stanzione, también en el muro izquierdo; y "Crucifixión", de Francesco Bassano, enfrente del anterior, en el muro derecho. 


La decoración con mármoles: el púlpito


 
La decoración marmórea -que, como ya se ha apuntado, tuvo al propio Fanzago como artífice- está presente en el retablo, el altar mayor, los marcos de algunos cuadros y el púlpito, aportando al conjunto una policromía llamativa. La técnica utilizada se conoce como taracea o intarsia, lo que ha dado lugar, como si se tratase de una obra de marquetería, a una rica combinación de teselas de mármoles de diferentes colores. Deteniéndonos en el púlpito, está inspirado en las cantorías típicas de algunas iglesias italianas del Renacimiento. Tiene formas rectilíneas y está apoyado en su parte inferior por dos ménsulas o consolas. Entre ambas se encuentra la figura de un águila de gran tamaño, que simboliza al cuarto de los evangelistas, San Juan. Está esculpida sobre un mármol oscuro, dando la impresión que sostiene el púlpito. Con posterioridad, ya a principios del siglo XVIII, Joaquín de Churriguera le añadió por encima un tornavoz o dosel de madera, cuya forma de concha simboliza el bautismo de Jesús. Por debajo, una vez más, aparece el escudo de armas del condado de Monterrey, aunque en esta ocasión policromado.


Epílogo: acerca de dos confusiones 

No quiero acabar este escrito sin referirme a dos aspectos confusos habidos en torno al templo de las Agustinas Recoletas y que han circulado, en mayor o menor medida, en Salamanca. El primero tiene que ver con su catalogación estilística, habiendo sido considerada como una obra neoclásica. Ignoro por qué en algunos círculos de la ciudad se hacía así, más allá del clasicismo de sus formas, insertas dentro del modelo arquitectónico desarrollado principalmente en Nápoles, que, además, contrasta con el barroquismo exuberante que abunda en Salamanca. La segunda confusión deriva de los motivos por los que fue construido el convento. Ha sido frecuente relacionarlos con el hecho de ser el destino de una hija natural de Manuel de Zúñiga y Fonseca, llamada Inés, como forma de expiar su propio pecado y acomodar a su hija a un espacio que resultara acorde con sus orígenes. Lo cierto es que, como ya he señalado anteriormente, los motivos fueron otros, a lo que hay que añadir un hecho incontrovertible: el nacimiento de su hija fue posterior (1640, 1646...) al momento de la firma de fundación del convento, llevada a cabo en 1634 y ratificada en Salamanca al año siguiente. Otra cosa es que su vida acabara transcurriendo en el convento.


Referentes bibliográficos 

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(La tercera imagen se ha extraído de la obra [Anónimo] (1987) "I. La Iglesia de La Purísima. Apunte histórico-artístico”).