Tenía una melena llamativa. La guardaba como paño en oro. Y tanto. Y eso fue el motivo de una disputa permanente con nuestro superior. Cada cierto tiempo -puede que cada dos o tres semanas- el cura aparecía durante el estudio de la tarde-noche para irnos indicando, según viera que el pelo había crecido demasiado, quiénes debían ir al peluquero. No acudir suponía un aviso, que obligaba a tener que hacerlo por tu cuenta. En su mayoría aprovechábamos el servicio, porque nos ahorrábamos un dinero. Pero el compañero siempre se negaba. Y cuando el cura le tocaba el pelo con sorna, reaccionaba con malestar. En una ocasión -¿en 4º, en 5º?- le dediqué un retrato. Simple, de pequeño tamaño. Al modo de una caricatura. No he vuelto a verlo desde que dejé el colegio. Supe, eso sí, que se dedicaba a la abogacía. Fue ayer cuando lo vi en una fotografía, posando trajeado delante de unas estanterías atiborradas de mamotréticas enciclopedias de leyes. Y vi en su cabeza las huellas del paso del tiempo: arrugas, un entrante no muy llamativo, pelo blanco... Y apenas un atisbo de esa melena que le hizo parecer rebelde.