pero regresaste para
quedarte.
Y encajaste a la
perfección en el paisaje de la casa y sus iconos.
Los había religiosos,
otros nos recordaban a
los miembros de la familia
y no faltaban los
musicales.
El
almirez de bronce que asomaba su sonido en las navidades,
el
piano majestuoso que invadía de notas todos los espacios,
tú
misma, con la sonoridad tras el rasgueo de tus cuerdas,
y
hasta esa flauta dulce que se convirtió en tu fiel compañera.
Soportaste con
paciencia mis primeras envestidas
y me acompañaste en
ese rabioso “Mundo cruel” adolescente.
Y así, poco a poco,
fueron llegando las canciones,
propias y ajenas,
en solitario y en
compañía,
en casa, fuera de
ella y hasta en la calle.
Ahora, según escribo
estos versos, te miro en una fotografía.
Ahí, en medio del
paisaje de libros, te veo entre mis manos.
Y es que mi hermana
quiso que allí estuviéramos.
Algunas veces, pocas,
me atreví a retratarte.
En esta ocasión te
situé sobre un viejo sillón,
de los dos que
conservaba mi madre de sus ancestros.
Te llené de luz y te adorné
de colores.
Quise realzar esa
fuerza que desprendías
en los momentos que
acompañabas a mi voz.
Una forma de reflejar
alegría y esperanza.