Se trata de un cuadro poco conocido, fechado en 1815 y en el que en su parte inferior aparece esta leyenda, escrita en francés:
En "La Junta de Filipinas" el artista puso en escena una asamblea general de los componentes de la Real Compañía que monopolizaba el comercio con el archipiélago asiático, que por entonces seguía formando parte de la Corona española. Presidida por el rey Fernando VII, en la mesa están situados los directivos, mientras que en ambos lados de la sala se reparte el conjunto de accionistas de la compañía. Una disposición de los personajes que evoca la de un tribunal que está juzgando a un grupo de personas. Y todo ello reforzado por un fuerte contraste lumínico, en el que predominan las sombras.
Y no lo olvidemos: desde el regreso de Fernando VII a España un año antes y la consiguiente derogación de la Constitución de 1812 la persecución de liberales y afrancesados estuvo a la orden del día. Eso conllevó el encarcelamiento, la condena a muerte o el exilio de muchas personas. Goya había vivido los años de la Guerra de Independencia, entre 1808 y 1814, en sintonía con la evolución que llevaba protagonizando desde años atrás, como una persona alejada de la tradición absolutista y oscurantista. Sus obras dan muestra de ello. Pero si la llegada de José I supuso cierto alejamiento del país de dicha tradición, eso no hizo que Goya aceptara las formas como se intentaba implantar un nuevo régimen político desde la ocupación militar.
Pese a ello, Goya se libró de ser procesado de la acusación de afrancesado, entre otras cosas por su prestigio como artista en lo que fue la corte de Carlos IV -incluido ser su pintor de cámara- y entre los estratos sociales superiores de la sociedad, desde la nobleza hasta la burguesía. Desde 1814 fueron años muy duros en lo personal, sufriendo el ostracismo, lo que le llevó en 1819 a recluirse en la conocida como Quinta del Sordo, situada en las afueras de Madrid.
En ese contexto el destino del cuadro resultó claro, ya que la crítica velada contra el estado de cosas surgido en 1814 no gustó a nadie. Ni a Fernando VII ni a los junteros. El cuadro, pues, acabó acompañando a Goya y su familia en 1824 cuando el rey le dio permiso para someterse a una cura de aguas en Burdeos. Esto último fue la excusa que el pintor utilizó para irse de una España que no logró zafarse del absolutismo, salvo el efímero paréntesis de 1820 a 1823, al cabo de los cuales la llegada de unas tropas francesas ayudó a que Fernando VII recuperara su poder absoluto. Y quizás también fue la ocasión que el propio rey encontró para librarse de él.