miércoles, 24 de julio de 2019

Andrea Camilleri, la fidelidad a una idea

























Hace unos días murió el escritor italiano Andrea Camilleri. No he leído aún nada de él, aunque tengo en la lista de espera, para devorarla de inmediato, La forma del agua. Una de las novelas de la serie dedicada al comisario Salvo Montalbano. Y ha sido precisamente la serie televisiva la que sí he tenido ocasión de ver. Quizás  sea exagerado decir que con fervor, pero no que lo ha hacho con constancia y mucho gusto. Muy propia -para mí, claro- para seguirla al principio de la noche de los sábados, durante esa momento del día que normalmente dedico a cenar y reposar lo ingerido. Sus protagonistas resultan divertidos y la trama que se desvela en cada capítulo pone al descubierto la realidad social y política de una pequeña ciudad siciliana -la imaginaria Vigata-, que bien podría extrapolarse al conjunto de Italia. Una ciudad/país donde la herencia del pasado, en todos sus sentidos, está presente, para fundirse con un presente lleno de matices y recovecos. 


El género de la novela negra, proyectado con frecuencia al mundo del cine, ha sido siempre uno de los preferidos por una parte importante de escritores que tienen como común denominador su adscripción al campo político de la izquierda, cuando no del comunismo. Me vienen a la memoria Manuel Vázquez Montalbán, Juan Marsé, Dashiell Hammett, Takiji Kobayashi, Paco Ignacio Taibo II... y el propio Camilleri. Por sus características, este género permite diseccionar la sociedad donde transcurren las historias, en unos ambientes de turbidez donde se mezclan las pasiones y las debilidades humanas en todas sus vertientes y representaciones. 

De Camilleri me llamó la atención en un primer momento la relación que tuvo con  Vázquez Montalbán, del que sacó su segundo apellido para, a modo de homenaje, para dar nombre a su protagonista siciliano, en el que no falta, también como guiño, su afición a la gastronomía. He podido ir leyendo algunas de las entrevistas que le han ido haciendo en los últimos años, de las que he sacado como conclusión que estamos ante una persona incombustible y lúcida en su percepción de la realidad y en su concepción de lo que podría ser el mundo. Una persona muy consciente de que lo que hoy tenemos difiere en demasía de lo que él conoció en sus años de juventud y primera madurez. 

Como comunista ha mantenido la idea de que el mundo no tiene por qué ser de la manera que se ha instituido dentro de los cánones que impone el capitalismo. Como miembro del que fuera el partido comunista más importante del mundo occidental, ha optado por que las relaciones entre las personas se basen en el tercero de los principios de la revolución francesa, esto es, la fraternidad. Como testigo de la desaparición o, más bien, de la autodestrucción de ese mismo partido, ha sabido mantenerse en una posición en la que, sin sentir una irrefrenable nostalgia del pasado, no ha perdido el norte que le guió desde su juventud en la vida. Y como testigo de la deriva política que viene sufriendo Italia desde los años 90, no ha dejado de denunciarla y, a la vez, llamar la atención sobre lo cerca que se encuentran ese mundo que parecía haberse ido, el que vivió de niño y feneció cuando empezaba su juventud, y el que ha devenido en forma de personajes -por qué no decirlo: diestros, más que siniestros- como son los Berlusconi o Salvini, por poner sólo dos ejemplos. 

De Camilleri nos quedarán sus historias divertidas con Montalbano como protagonista, pero también la fidelidad a una idea que no tiene por qué desaparecer, sino mantenerse.