viernes, 28 de abril de 2023

Amalfi o lo que nos queda de lo que fue una ciudad próspera


La visita a Amalfi tenia para mí un regusto especial, porque me llevaba a mis recuerdos de estudiante hace más de cuatro décadas. Fue en aquellos años, a finales de los setenta, cuando supe por primera vez de la existencia de esa ciudad y, como sorpresa, que llegara a rivalizar con otras ciudades comerciales de la península Itálica, caso de Venecia, Génova y Pisa. Como se refirió en su día el historiador francés Georges Duby, si la famosa ciudad del Adriático se vio favorecida por la protección que le ofrecían las lagunas donde estaba ubicada, para Amalfi lo fue por "los precipicios infranqueables" que la rodeaban. 


Su momento de esplendor lo tuvo entre los siglos IX y XI, aprovechando una circunstancia nada desdeñable: su cercanía a Constantinopla, capital del imperio Bizantino, a las costas norteafricanas y asiáticas, donde la presencia árabe-musulmana se había consolidado, e incluso a los primigenios lugares santos del mundo cristiano, con Jerusalén a la cabeza. Y es que: "En ningún otro lugar de la cristiandad latina fue llevada tan lejos la especialización en las actividades comerciales como en esta playa encerrada entre el mar y las rocas". Si con la dominación normanda de la ciudad, a finales del siglo XI, se inició el declive, varias décadas después, ya con el saqueo llevado a cabo por las naves pisanas, se puso fin al esplendor de tres siglos.


El paisaje espectacular que discurre por la costa amalfitana, desde la península Sorrentina hasta Salerno, es lo que pudimos ver y disfrutar hace unos días. Y la estancia en Amalfi, pese a ser corta y centrada especialmente en la visita de la catedral, resultó gratificante. Con el duomo estamos ante un edificio -en realidad, varios- donde se funden los estilos, que, a su vez, le confieren de una personalidad sui generis y en la que el influjo oriental está muy presente. Así, entre lo más lejano en el tiempo, lo románico y lo gótico se mezclan con lo bizantino, lo árabe y lo normando; y, ya más reciente, lo renacentista y lo barroco de los siglos XVI al XVIII enlaza con la remodelación neogótica llevada a cabo en el siglo XIX. Pudiendo parecer un pastiche de mal gusto, nos encontramos ante un edificio donde podemos ir descubriendo las capas artísticas que se fueron superponiendo con el paso del tiempo, a la par de lo que fue el devenir propio de la ciudad.


Lo que inicialmente fueron dos basílicas contiguas de tres naves cada una, construidas, respectivamente, en los siglos IX y XI, acabaron fundiéndose en el XIII en una sola de cinco naves. Fue cuando el sincretismo oriental y occidental se armonizó sin estridencias, que se conserva de una manera especial en lo que fue la basílica más antigua y en el claustro del siglo XIII, llamado del Paraíso para enfatizar lo que esos espacios han simbolizado siempre.

 
   

Desde el XVI, ya como catedral, se dio paso a un claro predominio de los estilos cristiano-occidentales, destacando, de un lado, el clasicismo en la cripta de San Andrés (con unas pinturas propias del barroco clasicista napolitano) y, de  otro lado, el barroco más severo de una nave central que tiene su techumbre plana. 


Y llegado el siglo XIX, en pleno apogeo de la estética de los neos, antes de que la nueva arquitectura del hierro y el hormigón cogiera el relevo, el arquitecto Errico Alvino dotó a la fachada de la catedral, entre el gusto romántico y la nostalgia del pasado, de los estilos que le habían dado vida bastantes siglos atrás. Y es que, volviendo a Duby, la prosperidad de Amalfi "se había basado en una situación política excepcional, que autorizaba a los amalfitanos a traficar libremente con los infieles".