Llevamos
días de levante.
Ese
viento que tanto exaspera.
Han
pasado los años –quince, camino de uno más-
desde
aquel soplido mortal
que
se llevó para siempre a ocho marineros.
Tres
quedaron en las profundidades del mar
para
pasto de sus habitantes
y,
por ello, para horror infinito de sus familiares.
Yo
conozco a uno de los supervivientes.
Supe
que se libró de la muerte desde el
primer momento
y,
como un azar del destino,
me
topé con él, muy de mañana,
cuando
-como si casi nada hubiera pasado-
se
acercaba a visitar al médico.
Me
fijé en su rostro,
que
me pareció pálido,
y
hasta sentí el contacto de sus manos,
que
las tenía frías.
Y,
pese a todo, mantenía el semblante sereno.
Hablamos.
Y
me contó de su combate feroz a vida o muerte.
Y
de su intento por salvar a un compañero,
de
su impotencia -agarrado a sus manos-
cuando
flaqueó por agotamiento.
Y
de su afán por no rendirse
cuando
se sumergió en el agua
hasta
encontrar la luz del sol…
Han
pasado los años –quince, camino de uno más-
y
todavía me acuerdo de aquel soplido mortal,
del horror sufrido por los que perecieron,
de
la frialdad de la mano del superviviente
y
de su semblante sereno.
Y
me rindo ante la robustez
de
quienes se juegan la vida
mirando
de cara a la muerte.