Las elecciones británicas del pasado jueves han supuesto una sorpresa sobre lo que hasta hace unas semanas se preveía. Pero una mala campaña electoral y una peor gestión de los atentados por parte del gobierno acabaron por volverse en su contra, hasta el punto que el candidato laborista, Jeremy Corbym, estuvo cerca de alcanzar a la candidata conservadora, Theresa May. Una sorpresa, pues, relativa.
El sistema electoral británico resulta engañoso. Dado su carácter mayoritario y basado en numerosos distritos uninominales, el resultado final puede suponer una gran desproporción entre el número de votos y el de escaños. En las elecciones del jueves la diferencia entre el Partido Conservador (42,4%) y el Partido Laborista (40,1%) ha sido de algo más de dos puntos, pero en el reparto por escaños ha sido más favorable para el primero (49%) que para el segundo (40%). El xenófobo y antieuropeísta UKIP (1,9%) se ha quedado sin representación, mientras que el Partido Liberal-Demócrata (7,3%) y Los Verdes (1,6%) han logrado salvar los muebles con 12 y 1 escaño, respectivamente. Sólo los grupos nacionalistas mantienen, con variaciones, su hegemonía en sus respectivos territorios: nacionalistas escoceses (35 escaños), unionistas irlandeses (10), republicanos irlandeses (7) y nacionalistas galeses (2).
Por territorios hay un reparto homogéneo: el sur es de dominio conservador; la franja central y Londres, laborista; el norte, nacionalista escocés; e Irlanda del Norte se reparte entre unionistas y republicanos. El medio rural y las ciudades pequeñas y medianas de Inglaterra han apoyado al Partido Conservador, mientras que el laborismo se ha impuesto en las ciudades más pobladas y con una mayor presencia de las actividades secundarias.
Por edades, el Partido Conservador aumenta sus apoyos según se avanza en edad, siendo claramente mayoritario a partir de los 55 años. Lo contrario que el Partido Laborista, que disminuye de más a menos edad, siendo mayoritario por debajo de los 45 años. En el grupo entre 45 y 54 años hay un claro equilibrio entre ambos partidos.
El reto se encuentra ahora en la conformación del gobierno. El acuerdo anunciado entre conservadores y unionistas irlandeses no da la mayoría absoluta y, además, contiene una contradicción que no es menor: Irlanda del Norte fue de los territorios donde del brexit resultó perdedor. La derrota del Partido Conservador ha sido en cierta medida simbólica, con una pérdida de escaños que no ha dejado de ser la expresión de un malestar social que se creía minoritario y que en lo político se podía controlar, como ocurrió durante el referéndum escocés. La borrachera del brexit, sin embargo, ha acabado siendo demasiado molesta para quienes lo propiciaron, hasta el punto que han desaparecido del mapa, y para la propia May, que se está encontrando con una situación difícil dentro y fuera del país.
Pero quizás lo más importante ha sido que durante la campaña se haya puesto como prioritaria la realidad social, esto es, la situación en que se encuentran amplios sectores de la población en relación a aspectos como el empleo y los servicios sociales. Eso ha sido lo que ha llevado a que el Partido Laborista y Corbyn protagonizaran un ascenso en las encuestas, hasta el punto que llegó a pensarse en una remontada. Y a su vez, que la derrota simbólica de May haya sido la razón por la que el propio Corbyn pidiera la dimisión de la candidata conservadora.
Mucho se está hablando y escribiendo sobre el triunfo moral y relativo del Partido Laborista. Se ha resaltado su campaña electoral y su acento en lo social. También del renuncio en que cogió a May tras los atentados del sábado, pues ella había sido la que recortó el gasto en los servicios de policía y seguridad cuando fue responsable de Interior y lo mantuvo ya como Primera Ministra. Hay quienes consideran que la clave de la subida en los apoyos laboristas ha estado en el discurso nítidamente de izquierda con el que Corbyn ganó las primarias de su partido y que ha mantenido hasta el último momento contra viento y marea. Duramente criticado por el sector moderado, instalado hasta el jueves en el grupo parlamentario, los hechos, por ahora, han acabado dándole la razón.
El Reino Unido fue el primer laboratorio neoliberal desde que Margaret Thatcher ganara las elecciones en 1979, abriendo, junto a John Major, un periodo de 18 años de hegemonía conservadora. Un modelo que no abandonaron los laboristas con Tony Blair y su sucesor Gordon Brown. Ante las consecuencias ocasionadas, el malestar social y político se ha expresado de distintas maneras y según los territorios. De un lado, el reto nacionalista escocés, que estuvo a punto de conseguir la separación. De otro, el reto antieuropeísta, con el UKIP como espoleta y el Partido Conservador agazapado, que se saldó con el brexit. No podemos olvidar el reto de la violencia islamista extremista, protagonizado en nombre del Isis/Daesh, pero llevado a cabo por ciudadanos británicos.
Ahora puede que la expresión del malestar sea la de la defensa de un modelo de sociedad que se aleje del neoliberalismo rampante y campante a sus anchas desde hace casi cuatro décadas. Corbyn, de momento, puede ser quien lo personalice, pero quien debe protagonizarlo es la mayoría social que lleva sufriendo tanto tiempo en beneficio de una minoría que casa día se enriquece más.