martes, 4 de octubre de 2011

Otro ataque mío de locura

Se está comentando hoy la indemnización que la entidad NovaCaixa Galicia ha concedido a tres de sus anteriores ejecutivos, cuya cantidad se eleva a 24 millones de euros, a razón de 8 millones por barba. No es un caso aislado, sino una norma entre las entidades financieras. Sus sueldos son elevados, de varios millones de euros anuales, en concepto de retribuciones fijas, variables, dietas y alguna que otra cosa (los célebres bonus...); cuando se jubilan tienen estipuladas unas condiciones altamente ventajosas, también de varios millones; y, como el caso que nos ocupa, no faltan las indemnizaciones que reciben cuando cesan en sus funciones forzosa o voluntariamente. Por ejemplo, los 53 millones de euros que recibió como finiquito en 2009 el vicepresidente el BBVA cuando decidió abandonar su cargo porque su aspiración de llegar a la presidencia se vio truncada. O los 21 millones en 2008 de Luis Pizarro, presidente de Endesa, cuando aceptó presentarse como número de dos por Madrid en las listas del PP. 

En un artículo de la agencia de información independiente Zenit en mayo de 2006, antes de que se iniciara la crisis económica, se podía leer esto: "El salario de un CEO [alto ejecutivo] en una gran empresa llegó a ser 170 veces mayor que el de la media de los trabajadores. Esto se puede comparar con la diferencia en 1940, que era de 68 veces. El cambio ha tenido lugar en los últimos años, cuando los salarios de los ejecutivos comenzaron a subir en los ochenta". No es ningún secreto, siendo un dato contrastable en numerosas fuentes de información. Las cantidades que se manejan son tan desorbitadas, que se pierde la dimensión real de su valor. Son cantidades tan difíciles de controlar por la gente normal, agravado por la confusión que tenemos a la hora de calcular los euros sin desprendernos de las antiguas pesetas, que nos perdemos en lo que nos cuentan y nos quedamos en otras cantidades que, siendo importantes, son menores, como ocurre con los cargos políticos.


Y todos estos dineros tienen una clara repercusión sobre el bolsillo de la gente, porque se financian, entre otras cosas, mediante la subida de tasas y  precios en los productos y servicios. Decir que como son empresas privadas pueden hacer lo que quieran, es una falacia. Esas subidas son equivalentes a las que se pueden hacer en los impuestos, que en este caso se corresponde con los indirectos. Lo que se agrava, además, cuando la mayoría de estas grandes empresas no tiene ninguna competencia con el sector público, por lo que nos vemos en la obligación de acudir a sus productos y servicios. ¿O es que acaso puedo optar por una banca pública? ¿O una empresa de telefonía? ¿O de energía?
 
Aquí tenemos otra, si no es la primera, de las claves para acabar con el sistema capitalista. Un sistema que no es impersonal, aunque lo parezca, sino que tienen nombres y caras. Y aunque cuente con la complicidad de mucha gente, consciente o inconscientemente, ya es hora de que, siguiendo al poeta y en otro ataque mío de locura, nos dirijamos "¡A la calle!, que ya es hora / de pasearnos a cuerpo / y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo".