sábado, 12 de junio de 2010

Perruno y Domadora






































Uno

Lo llamaban Perruno. No sé por qué. Era el director del instituto. Daba Latín, cuando era una asignatura independiente de Griego, que juntas conformaban la opción de Letras. A mí me dio en sexto de bachillerato. Al final del curso estuve con él una semana dando clases extras para preparar la reválida de sexto. Me sirvieron para poder aprobar el examen de Latín (Recordamini, iudices, quanto...) y aprobar la propia reválida.

En el curso siguiente las cosas cambiaron. Yo ya no daba ni Latín ni Griego, pero Perruno seguía siendo director. Tampoco era el chico de sexto que cumplía con la rutina de ir mañana y tarde a clase y charlar con los compañeros en los recreos de la mañana. Una rutina que rompía con dos o tres entrenamientos semanales de mi deporte favorito, y ocasionalmente con los paletazos de ping pong que daba con José Juan y Manolo. Ese curso fue frecuente ver sembrado de papeles de propaganda política el suelo de los pasillos y de los servicios del instituto. Panfletos del Partido, de la Joven, de la Junta, de la Plataforma... En las aulas se hablaba de política y no sólo entre clase y clase, sino cuando podíamos, con los profesores majos o para dar caña a los fachas. En una ocasión nos pusimos en huelga. No hubo clases porque la plataforma reivindicativa de estudiantes pidió que arreglaran la entrada al centro que se embarraba durante las lluvias o que pudiéramos entrar por la escalera principal, más ancha y exclusiva para el profesorado, en vez de la estrecha escalera trasera en la que parecíamos borregos cuando salíamos cientos de chavales a eso de la una y media. Fue un éxito a medias: seguimos pisando barro cuando llovía, pero dejamos de parecernos borregos.

Un día, quizás por enero, el director me llamó a su despacho y me hizo unas cuantas preguntas. Me insinuó que yo podía estar detrás de las cosas que se hacían en el instituto. Ya se sabe, los panfletos y demás cosas subversivas. No sé qué cara pude poner, quizás de tonto, pero mis contestaciones fueron lacónicos "no sé". Como es natural, jugaba al despiste. No supe por qué sólo se dirigió a mí y no lo hizo con otros compañeros de los que estábamos en el ajo. Tampoco sé quién pudo sugerirle el llamarme a su despacho. Pensar en alguien son conjeturas: ¿Netol, profesor de Religión? ¿Domadora, de Filosofía? ¿Nila, profesora por partida doble de Lengua y Literatura, novia, según decían, de un policía? ¿Algún compañero chivato incrustado en la clase?... Qué más da.

Dos

Era febrero y habíamos organizado el Primer Festival de la Canción Azul. Fueron Raimundo y Manolo quienes propusieron ponerle ese color en recuerdo de Pablo Neruda. ¿Tendrían algo que ver los versos En / el / verano / del / largo / litoral, / por / polvorientas / leguas / y / caminos / sedientos / nacen las explosiones / del cardo azul de Chile? No lo sé. Yo participé cantando el poema "Sentado sobre los muertos" que musiqué de Miguel Hernández. Al final del acto se presentó Domadora en el escenario, se acercó a mí y me dijo: "Monteeero, no sabía que supieses hacer estas cosas". No pude por menos que sonreír.

Ella había sido mi profesora de Filosofía en sexto. Antes de conocerla nos habían contado de su fama de mujer dura. De ahí el mote que tenía. Todavía recuerdo el primer día de clase, entrando veloz, dejando su bolso y su carpeta encima de la mesa y dando órdenes estrictas sobre cómo tenían que estar las persianas. Sin dejar de hablar un momento, sin invitarnos a hacerlo -entonces no se llevaban esas cosas- y en medio de una perorata llena de advertencias, de pronto empezó a llamar la atención a un compañero porque, dijo, "está usted mirando hacia abajo", en vez de mirarla a ella.

Ésa era Domadora. La misma que subió a felicitarme al escenario y acabar diciéndome lo de "no sabía que...", dos meses después, en abril, en compañía de Nila y Copito de Nieve -ésta, profesora de Geografía, con el pelo completamente blanco- y en los aledaños de una manifestación por la amnistía, sin manifestarse, se dirigió a mí, que estaba con mi amigo Arturo, con otra frase memorable: "Monteeero, ¿qué haces por aquí?". No recuerdo qué le contesté, pero sí cómo nos reímos al darles la espalda para seguir cantando nuestro "am-nis-tí-a-li-ber-tad-goo-bierno-provi-sio-nal" de ritmo roquero, que acompañábamos con un toque de dedos, y proseguir nuestro paseo vespertino en medio del rojerío que intermitentemente se reagrupaba para gritar bajo el ruido de fondo de las sirenas.

Tres

Supe años después, por un compañero en la facultad, que lo había sido también en el instituto, que fue el director quien vetó que yo ganara el Festival de la Canción Azul. Había sido parte del jurado y me habló de la insistencia del director para que no me llevara el primer premio, que era el que se pagaba con dos mil pesetas. Recuerdo lleno el salón de actos del instituto femenino, colindante al nuestro. También la ovación de la gente cuando canté el poema de Miguel Hernández. Quedé segundo, pero me quedé sin esas dos mil pelas de las de entonces. Se quedó sin ellas la Joven, para quien tenía destinado el dinero.

Perruno y Domadora. Nunca supe más ni del uno ni de la otra.