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domingo, 24 de abril de 2022
El santuario familiar de la cultura
Desde la altura, cuasi presidiendo, el abuelo Severiano y la abuela Pilar parecían contemplar lo que allí ocurría cada día. Por debajo, el título académico de Jorge dejaba constancia de su buen hacer como músico en proceso de preparación. Y abajo, a la derecha, la guitarra que Seve y el propio Jorge habían comprado cuando acababa la década de los sesenta, completaba el paisaje de una de las paredes. El despacho fue uno de los centros de gravedad de la casa familiar. Un pequeño santuario dedicado a la cultura. El lugar de los libros y del estudio. Una herencia que nuestro padre, también maestro, respetó y cultivó. Ya entrada la década de los años setenta del siglo pasado, algunos de sus hijos, sin pretender ser irredentos, le añadimos una función más: la música. Del magnetofón traído unos años antes de Alemania por Juan Miguel, al principio destinado a escuchar las voces de las tradicionales zarzuelas, fueron emanando las canciones más modernas de los Beatles, Moody Blues, Simon & Garfunkel y otros grupos. Luego llegaron, ya en los primeros reproductores de casetes, las canciones de los Quilapayún, Inti Illimani, Víctor Jara o Violeta Parra que Seve grababa en Madrid. Y, ante todo, cobró importancia la guitarra, que se convirtió en un habitante señero del santuario. Seve dejaba caer su "Abuelo" de Atahualpa Yupanqui o su "Porompompero revolucionario". A dúo, Jose y yo cantábamos lo que se terciase, a veces con el sonido de la flauta de madera, que tenía en "El cóndor pasa" como emblema. Y en trío, con Jorge, dejábamos sentir la armonía de voces con las que experimentaba el hermano músico. Jose, como bajo, yo, como voz principal, y el propio Jorge, con la más aguda, entonábamos, entre otras, "El pueblo unido", la adaptación de la banda sonora de El atentado en "¡Abajo la opresión...!" o el poema de Pedro Salinas "Te busqué con la duda". En solitario practicaba con mis propias composiciones, desde la primigenia "Mundo cruel" hasta las musicalizaciones que hacía de poemas de Miguel Hernández, Pablo Neruda o Rafael Alberti. El santuario se llenaba, así, de notas musicales. Con los años fue conociendo un trasiego en su ubicación: de la primera habitación a la derecha de la casa pasó a las dos del fondo (primero, la de la izquierda y después, la de la derecha), para finalmente regresar a la del principio. Pero apenas nada cambió, salvo el retrato del abuelo Severiano y la abuela Pilar, que pasó al comedor, o el título de Jorge, que desapareció. Siguieron los libros y la guitarra. Y fueron llegando nuevos moradores, niñas y niños que pululaban a lo largo de la semana para hacer sus deberes escolares, cantar, pintar y a veces hasta entablar largas conversaciones. Siempre respetando ese lugar como un santuario de la cultura. El mismo que supo custodiar nuestra querida hermana. Amén.