El
juez Edson Fachin, del Tribunal Supremo de Brasil, ha anulado las condenas por
corrupción emitidas contra Lula da Silva. Es lo que se ha explicado a través de un comunicado por parte de su defensa: “La incompetencia del Tribunal Federal
de Curitiba para juzgar las indebidas acusaciones formuladas contra el expresidente
Lula ya fue denunciada por nosotros en el primer recurso que presentamos en
este proceso, allá por el año 2016. Sosteníamos eso porque las absurdas
acusaciones formuladas contra el expresidente por el ‘grupo de trabajo’ de
Curitiba nunca probaron la más mínima relación con los hechos ilícitos que
afectaron a Petrobras y que justificaron la competencia de la 13ª sala del
Tribunal de primera instancia de Curitiba por el Pleno del Supremo Tribunal
Federal en el juicio del auto 4.130”.
Como
consecuencia inmediata, el juez Fachin ha decidido que se abra una nueva
investigación, basándose en la supuesta parcialidad llevada a cabo por la
Fiscalía y por el entonces juez Sergio Moro. Las acusaciones estaban relacionadas
con el conocido como caso “Lava Jato”, en el que dicho juez, nombrado
posteriormente ministro de Justicia e Interior por Jair Balsonaro, actuó con la clara intencionalidad de acabar
con la figura política de Lula y, de una
forma más concreta, evitar que pudiera presentarse a las elecciones de
presidenciales de 2018. En ese momento era
el claro favorito, con unas previsiones de voto muy por encima de sus oponentes.
La
operación judicial, iniciada en 2016, tuvo su complemento en la esfera político-parlamentaria
de Brasil cuando en el mismo año se destituyó fraudulentamente a la presidenta
Dilma Roousseff. Todas estas operaciones hay que inscribirlas en las nuevas
modalidades de golpe de estado que han ido surgiendo en América Latina durante
los últimos años. Con un menor protagonismo por parte del estamento militar, son
ahora otros los actores que se erigen en cabeza de lanza. Entre ellos se
encuentra el poder judicial, con integrantes capaces de hacer uso de falsas
acusaciones. Es lo que se conoce con el término inglés de “lawfare”, ese neologismo
–innecesario- que no tiene otro significado que el de guerra jurídica. Y para que
surta un efecto mayor, se encuentra el papel de determinados medios de
comunicación, ayudando a crear un clima apropiado entre la opinión pública para
que las decisiones que se van tomando sean aceptadas.
En
todos estos entramados permanecen otros actores, como es el caso de los
aparatos del poder imperial de EEUU. Es lo que ha denunciado, en este caso concreto, la
Internacional Progresista. Tal como publicó ayer la revista Contexto, la intervención estadounidense
en el caso de corrupción “Lava Jato” y la condena al expresidente brasileño ha
alcanzado niveles escandalosos. Y en ello ha jugado un papel importante el todopoderoso
FBI.
Según se cuenta en la información facilitada por ese medio, “las conversaciones
confidenciales entre sus fiscales, como Tessler y Dallagnol, y el juez Sergio
Moro han revelado un nivel de connivencia que ha escandalizado incluso a lxs
observadorxs más perspicaces”. A ello se añade que en el año 2017 “el fiscal
general adjunto de Estados Unidos, Kenneth Blanco, se jactó en un evento del
Atlantic Council de la colaboración informal (ilegal) con lxs fiscales
brasileñxs en el caso de Lula, contándolo como una historia de éxito”. Incluso,
dos años después, el departamento de Justicia de EEUU intentó sobornar al grupo
de trabajo de “Lava Jato”, para lo que se ofreció la cantidad de 682 millones de
dólares con el fin de que se creara una “fundación privada para luchar contra
la corrupción”.
Y así estamos. Como
nos ha recordado Atilio A. Boron, ya “lo afirmó ante el Comité de Derechos Humanos
de la ONU, en 2016, uno de los más eminentes juristas de Brasil, Afrânio Silva
Jardim, en el juicio a Lula[:] primero ‘seleccionaron al ‘criminal’ y ahora
están buscándole el crimen’”.
No se sabe lo que puede ocurrir partir de ahora. De momento, se corrobora lo que se sospechaba. Y, claro está, sabemos más, que no es poco.