lunes, 8 de marzo de 2021

Las inseparables, de Simone de Beauvoir

Hace un par de semanas leí la novela 
de Simone de Beauvoir Las inseparables (Barcelona, Lumen, 2020). No ha sido la primera obra literaria de la autora, pues años atrás ya lo había hecho con La mujer rota (Barcelona, Público, 2009), Los mandarines (Buenos Aires, Sudamericana, 1960) y Las bellas imágenes (Barcelona, Salvat, 1995). Incluyo otros dos títulos, especialmente el primero de ellos, a los que no les falta su carácter literario, pues son considerados en ocasiones como memorias: La ceremonia del adiós y Conversaciones con Jean-Paul Sartre (Barcelona, Edhasa, 1982).

La publicación de Las inseparables es reciente. Fue escrita en 1954, pero no se publicó en vida de la autora. Quizás por pudor, por respeto al entorno familiar de la segunda de la protagonistas. Ha sido su hija adoptiva Sylvie Le Bon de Beauvoir quien ha decidido finamente que podamos leer la obra que había quedado oculta. Gracias a ella, además, podemos conocer la intrahistoria que rodea a la obra, así como la relación real que mantuvieron las dos protagonistas: la propia Simone de Beauvoir y Élisabeth Lacoin, a quien llamaban familiarmente con el apelativo de Zaza. Nos lo explica en su breve Epílogo y lo completa en el apéndice documental que le sigue. 

Según Sylvie Le Bon de Beauvoir, cuatro han sido las referencias literarias que Simone de Beauvoir dedicó a su amiga, incluyendo la novela que nos ocupa. Referencias explícitas o mediante personajes con nombres traspuestos. Lo hizo en Cuando predomina lo espiritual (1935-37) y en Memorias de una joven formal (1958), y también en Los mandarines (1954), aunque aquí acabó suprimiendo el pasaje correspondiente donde aparecía. 

En el caso de Las inseparables, Élisabeth es Andrée Gallard y la propia Simone toma el nombre de Sylvie Lepage, quien, a su vez, es la narradora. Nos cuenta la historia de una amistad real que se inició cuando eran niñas y se mantuvo hasta la muerte inesperada y temprana de Élisabeth a los 22 años de edad. Una historia en la que la autora lleva a cabo un juego de trasposiciones, que complica en la breve dedicatoria inicial cuando al final escribe: " (...) esta no es de verdad su historia, sino solo una historia inspirada en nosotras. Usted no era Andrée y yo no soy esa Sylvie que habla en nombre mío". 

Compañeras de colegio desde los nueve años y atraídas mutuamente por una  madurez precoz, pronto acaban trabando una fuerte amistad. Las dos pertenecen a familias de clase media, donde el catolicismo juega un papel importante, y, a la vez, son excelentes estudiantes. En el caso de Andrée, sin embargo, la presencia de la religión es más agobiante, mientras que Sylvie poco a poco la va dejando de lado. Y también está la madre, que en su día fue obligada a casarse sin amor y  que no para de ejercer una fuerte influencia sobre sus hijas, hasta el punto de ir decidiendo acerca de sus futuros. Llega incluso a utilizar a Sylvie para conseguir que Andrée se aleje de su primer novio, Bernard, por no considerarlo conveniente. Y luego hace lo posible para alejarla a  ella misma de Andrée, por considerar dañina su amistad. 

Ya en la Universidad, consiguen recuperar más tiempo para cultivar su amistad. Conocen a Pascal Blondel, un personaje de ficción que se corresponde con otro real: Maurice Merlau-Ponty. Es con él con quien Andrée establece una relación amorosa, a la que la madre no se opone, pero que quiere asegurarse de que va en serio. Y por ello, como prueba,  proyecta enviarla durante dos años a Inglaterra. Pero Pascal también está atrapado: por su familia, desde la que se espera que en poco tiempo consiga una posición acorde a los estudios, y por la religión, pues es un católico practicante. En pleno dilema, Pascal le confiesa a Sylvie: "Vivir la intimidad del noviazgo no les resulta fácil a los cristianos. Andrée es una mujer de verdad, una mujer de carne. Aun cuando no cedamos a las tentaciones, seguramente estarán presentes en todo momento: esa clase de obsesión es un pecado en sí".

Y es así como se llega al desenlace, cuando Andrée enferma y acaba muriendo. En la realidad Élisabeth falleció de encefalitis vírica. Pero, tal como refiere Sylvie Le Bon de Beauvoir, "Zaza murió porque intentó ser ella misma y porque la convencieron de que esa pretensión era algo malo. En la burguesía católica militante en que nació (...), el deber de una chica consistía en olvidarse de sí misma". 

En el mismo sentido, aunque con otras palabras, es lo que Simone de Beauvoir pone en boca de Sylvie, cuando, antes de caer enferma su amiga, le contesta a Pascal: "¡Pobre Andrée! Todos quieren salvarla. ¡Y ella lo que quiere es ser un poco feliz en este mundo!". Para, ya al final de la novela, concluir de esta manera: "La tumba estaba cubierta de flores blancas. Comprendí confusamente que Andrée había muerto asfixiada por esa blancura. Antes de coger el tren, puse encima de los ramos inmaculados tres rosas rojas".