Me ha llegado esta mañana un correo de mi amigo Chema, de Salamanca, acompañado de un archivo que contiene un artículo que me parece muy interesante. Está escrito por Cristina Ruiz-Cortina Sierra, geógrafa, y lo que cuenta refleja lo vivido durante su estancia en Palestina. Estamos, pues, ante un testimonio directo sobre el horror que está sufriendo el pueblo palestino en general y, de una forma más terrorífica, el gazatí.
Reproduzco el texto tal como me ha llegado, manteniendo las imágenes en el mismo orden.
DESOLACIÓN... DESOLACIÓN Y CÓLERA
Yo he conocido esas calles bulliciosas, con hermosos flamboyanes a cuya sombra se sentaba la gente en los veranos. Como un soplo de aire fresco, un repartidor de butano, con un carrito empujado por un burro, se anunciaba por megafonía con el “Para Elisa” de Beethoven. El aire fresco de la mañana se llevaba el bullicio de la gente con esa melodía que, cada día, alegraba las calles. Yo he conocido esas calles llenas de luz.
He conocido las mezquitas y las iglesias de Gaza. San Porfirio está enterrado en Gaza. A la viejísima iglesia había que entrar por el coro pues la nave había quedado semienterrada en las volubles arenas de Gaza. Es de una riqueza ascética y comedida, con grandes pinturas y poderosas columnas que, en los últimos meses, da alojamiento a cualquier vecino que hubiera perdido su casa o buscara un lugar, creando comunidad y sentimiento de pertenencia entre el horror de las bombas.
En los campos de refugiados crecían sicómoros y los niños subían a coger los frutos de los árboles que, generosamente, dan cosechas de pequeños higos varias veces al año. En las afueras de Gaza, sobre un monte desde el que se ve toda la ciudad y el mar, hay un sicómoro del que se dice que dio alojamiento y sombra a la Sagrada Familia en su huida a Egipto. Me pregunto si siguen allí, si aún pueden con su generosidad natural, paliar el hambre de los niños. Son árboles sagrados, como los olivos, pero igualmente los arrancarán los tanques de la tierra y la regarán con sal para que no crezca nada.
Allí mismo, en esos paupérrimos campos de refugiados, muchos niños y niñas deambulaban descalzos por las calles y se calentaban junto a la lumbre improvisada de un poco de leña arrimada a los portales.
Alguien me tomó una fotografía en la que estoy sentada en una silla de plástico escribiendo en mis cuadernos los testimonios que me habían contado, los datos que iba recogiendo, la impresionante visión de las ruinas que tenía delante. Varios niños están a mi alrededor, miran al fotógrafo y miran mis cuadernos. Uno de ellos se apoya en uno de los brazos de la silla y da saltitos nerviosamente. El viento me despeina y me dificulta la visión de lo que escribo. Llevo, en ese momento, todo el día trabajando. Cada foto que veo con niños es una pregunta sin respuesta: dónde están, qué ha sido de ellos, si es que aún siguen con vida esos niños. Sobre todo, si aún siguen vivos.
He estado dentro de esos altos edificios que, golpeados por bombas “made in U.S.A.”, caen ante las alucinadas cámaras de TV. He subido sorteando los recodos de las oscuras escaleras que ya entonces carecían de luz eléctrica por el asedio de Israel.
Conozco a la gente que vivía allí, los pequeños tesoros de sus casas, los grandes tesoros de sus vidas y sus recuerdos. Hace años las niñas estudiaban en casa con sus abrigos, pues no había luz, ni calefacción, nada. Subir cada uno de los escalones hasta arriba era una tortura cotidiana, un castigo de Israel como tantos otros que iba imponiendo a la población. El sadismo de la ocupación se intensifica y se sigue demostrando cada día. No hay horror que no pruebe el ejército de ocupación.
He visto crecer a los hijos de mis amigos de Gaza. Mis pensamientos vuelan constantemente hacia ellos. Sus recuerdos, sus juegos, las comidas compartidas, solo consiguen atormentarme el ánimo. Solo puedo escribir porque no sé qué hacer.
Jawdat atesoró durante toda su vida restos arqueológicos que iba encontrando por Palestina. El día que visité su hermoso museo, caía una tormenta bíblica sobre el Mediterráneo oriental. El aire sabía a sal y el cielo estaba negro. Para variar, Israel había cortado el suministro de luz y de combustible. Allí nada era fácil nunca, pero Jawdat era sobre todo un optimista que creyó que, con el fin de las colonias en Gaza, había una oportunidad allí de reconstrucción, de inversión, de vida digna. En 2008 financió la construcción del museo en Gaza y donó toda su colección. Me veía rodeada de hermosas antigüedades primorosamente expuestas. Nos calentábamos alrededor de un brasero de carbón y susurrábamos en la semioscuridad palabras de confianza y también de admiración no solo por la colección, sino por la hermosa construcción que la albergaba. La gente ha luchado denodadamente para dignificar su vida y la de su pueblo.
Hace poco he visto a Jawdat en la TV. Cada vez que veo a alguien conocido, me invade la desazón y Jawdat, un hombre de una humanidad tan enorme como sus sueños, había perdido la luz de sus ojos, el gesto animoso, la sonrisa que aún bajo el embargo y en la oscuridad de Gaza, mantenía: el museo, con todas sus antigüedades, había sufrido el mismo final que la gran mezquita del siglo V, el Palacio del Pachá otomano, el antiguo puerto de Anthedon. Jawdat es solo una pequeña historia dentro del genocidio cultural de Palestina.
Y escribo:
Los israelíes son asesinos; los colonos son asesinos callejeros, malhechores, la escoria de una sociedad enferma, gente sin más ley que el palo o el arma que llevan. Como dice Norman Finkelstein, éste no es un crimen de Estado, sino un crimen nacional, avalado por las calmadas conciencias de los ciudadanos israelíes.
Las sinagogas están calladas y sus puertas cerradas a la razón. Parece que también estos “hombres santos” avalan la destrucción y el asesinato.
Los hippies que antaño ocuparon algunas aldeas históricas palestinas, como la hermosa Jaffa o EinHud, siguen catatónicos pintando cuadros floridos sin mirar por las ventanas; ajenos a la negritud de sus almas.
El ejército es una banda de salteadores y asesinos. Busco calificativos, pero es imposible, no existen; hay que crearlos para ellos.
En Israel, la izquierda de la Internacional Socialista, no dice nada; de hecho, ya no existe. Tampoco la Internacional Socialista dice nada.
La derecha “moderada”, que allanó el camino a esta desolación, se da ahora patéticos golpes de pecho, como si la cosa no fuera con ellos.
En Gaza, donde en el momento de escribir esto la cifra de setenta mil muertos se ha sobrepasado, han desaparecido los flamboyanes, las casas, los talleres, las escuelas, los hospitales, los museos y las alamedas. Y, un terrible día, también desaparecieron las panaderías.
¡¡¡Y no grita el mundo!!! Los gobernantes del mundo han establecido la doble vara de medir: Unas guerras son más importantes que otras; unas víctimas valen más que otras. La guerra palestina es como la otra cara de la luna: nadie la ve. Y eso que aparece cada día en la televisión.
Cuando todos estén muertos, los dirigentes de Occidente querrán hacernos creer que lloran; cuando todos hayan muerto, querrán revisar la historia, salvarse ellos mismos con algunas recriminaciones a destiempo.
Cuando sea demasiado tarde, querrán hacer algo. Pero yo digo:
Tiraron veinte casas y mataron a cincuenta personas, y no dijeron nada. Tiraron el aeropuerto que pagamos los europeos, y no se dijo nada.Crecieron los asentamientos ilegales en Cisjordania construidos sobre tierras robadas a los palestinos, y todo seguía igual.
Construyeron el muro ilegal, y todos se callaron. Hicieron de Jerusalén su capital, y nadie mudó el gesto.
Ni cuando las distintas operaciones militares mataban a miles de palestinos,Ni cuando los miles fueron decenas de miles, dijeron nada.Unos tanques arrasaron el campo de refugiados de Jenin y expulsaron a cuarenta mil personas, y no dijeron nada.
Primero le retiraron la financiación y luego expulsaron a la UNRWA, y no pasó nada.
Acusan a los organismos internacionales de comunistas y antisemitas, y no hacen valer argumentos de justicia.
Pero antes, mucho antes, la Franja de Gaza estaba cerrada y la ayuda humanitaria entraba contada, pesada, medida: sobrevivir en la indigencia. Un dirigente israelí se permitió decir que no quería matarlos, solo hacerles adelgazar. Nadie, en el universo de “valores” de Occidente, respondió a semejante brutalidad y cinismo asesino.
Europa siempre “entendió” el mensaje de Israel y replegaba sus intenciones para “no dañar las relaciones”. Nunca cuestionó el Acuerdo de Comercio Preferente con Israel, a pesar de que su mantenimiento está vinculado al respeto a los derechos humanos.
Llevan Europa y Estados Unidos calculando las palabras de condena, para que no se duelan los asesinos, ya más de setenta años. En ese peligroso equilibrio de funambulistas expertos dejan al mundo desamparado, porque su indiferencia frente al genocidio les condenará a ser algo más que cómplices.
Han cerrado las panaderías, no hay alimentos, no hay agua limpia. Y, una y otra vez, les piden que abandonen las ruinas de lo que fueron sus casas. Cuando la gente, cargando con los vivos y los muertos, no pueda moverse, caerán exánimes por los caminos ante la enésima orden de desalojo, ¿no sería mejor llamarlo expulsión?
Morirán en silencio, las madres junto a los niños, los padres aún intentando llevar la carga de las pocas cosas que les quedan. Pienso en las estadísticas que se nos escapan entre los dedos: en Gaza, cada día, un niño o una niña es amputado como consecuencia de esta guerra. ¿Pueden seguir este juego macabro de ir y venir para intentar salvarse, sin una pierna, con el trauma del dolor, sin comida, ni agua, ni medicamentos? ¿Qué especie de sadismo criminal se ha apoderado de la sociedad israelí que permite todo esto sin pestañear?
Espero solo que los asesinos tengan una vida larga llena de dolor y desesperanza, sepultados en las cárceles. Les deseo lo peor para los años venideros, porque si no fuera así, este mundo se habría convertido en una jungla inhabitable.
Y porque creo que en el mundo no hay lugares apartados donde el respeto a la vida y a los derechos humanos no sea de rigurosa aplicación, tambiénespero que cada uno de nuestros dirigentes muera de remordimiento y vergüenza. Que no levanten la cabeza, que no puedan sonreír más.
Y que la historia no tenga piedad con ninguno de ellos.
oOo
He vomitado toda mi cólera; aún debo pensar; no excluirme ni exculparme: el simple dolor no me salvará. El horror traspasa las puertas de mi casa y me habita. Me horrorizo yo misma, incapaz de hacer algo tangible que marque alguna diferencia.
Soy una mujer sentada ante un ordenador al que no le faltará la energía para funcionar.
Vivo en una casa que no será bombardeada.
Por la ventana no escucho tanques, ni bombas ni el incesante ruido de los drones: en estas horas de la tarde son los mirlos los que acompañan el lento caminar del sol hacia el ocaso más allá de las montañas.
Tampoco parece que nada perturbará mi primavera, que transita por el año, y con el permiso del cambio climático, más o menos según lo acordado. No hay tanques que arranquen nuestros olivos, no hay colonos que ocupen nuestras moradas.
Siento que yo soy también parte del problema, del silencio de Occidente, del mutismo universal ante las atrocidades de Israel, porque, con las fuerzas que me quedan, debería afrontar, primero, mi falta de pasión, compasión y compromiso, y segundo, haber olvidado que no podremos vivir sin los otros, que sus muertes son nuestras muertes morales, y que no podremos nunca mirarles a la cara. Quizás tampoco mirarnos a nosotros mismos.
¡Si es que no somos capaces de parar este genocidio!
Imagen de contracubierta: Palestine.
Stanford's London Atlas of Universal Geography "Whitehall" Edition,1926, página 44.
© David Rumsey Map Collection,
David Rumsey Map Center, Stanford Libraries.
Texto: Cristina Ruiz-Cortina Sierra
Maquetación: José Ignacio Izquierdo Misiego